Javier Milei y la política como monólogo interior
Hay un tipo de información pública que tiene algo de la belleza de un manantial en versión de aguas servidas. No es decisivo no querer saber, no querer ver, no querer escuchar. Por más que uno se haya decidido a no entregar el tesoro de la atención a “lo que se dice”, tarde o temprano algo mana de las napas más contaminadas de la discusión nacional y nos va anegando por vías indirectas.
De pronto, buscando algún dato sobre Heidegger o Chiqui Tapia en las redes, que tienen menos de tejido social que de pesca de arrastre, despunta la monstruosidad. Es una experiencia frecuente, en la que compiten el interés más o menos propio versus el algoritmo, y siempre triunfa el algoritmo.
De golpe aparece Javier Milei en mi teléfono sin que yo haya hecho nada por tenerlo, taladrándome la cabeza con su vocecita de tragador de helio. Está ejerciendo un múltiple sometimiento sobre la periodista Jesica Bossi ante la tibieza, casi la transparencia, por no decir la desaparición en acción de Diego Sehinkman, el conductor sin volante del programa Otra vuelta más (TN), donde transcurre el atropello.
Milei recibe de Bossi una pregunta acerca de un spot del candidato a gobernador de Tucumán, Ricardo Bussi, en el que éste propone el uso legal y libre de armas, mientras lo vemos en un polígono tiroteando una diana de silueta. ¿Responde, como indican las reglas de cualquier conversación, incluyendo los diálogos de sordos? No: repregunta con violencia, bloquea la voz de Bossi hasta reducirla a la inanidad, y la acusa de “zaffaronista”, lo que no designa de modo racional ninguna doctrina porque le parece más práctico aludir a su autor como un insulto en sí mismo.
Mientras Milei descarga su plan simultáneo de supresión y censura de la periodista que sólo ha utilizado su derecho a hacerle una pregunta, desconociendo que está hablando con alguien (que no haya nadie en este mundo, salvo él: ese es el programa que Milei tiene para nosotros), Sehinkman apenas si tiene valor para asomar un dedo de la niebla de intolerancia que cubre su programa y, después de unas medias palabras en medio tono, el equivalente televisivo a salir corriendo, alcanza a levantar un poco la voz para aclararle a Milei que Bossi “no es zaffaronista”.
Lo que hubiera necesitado la escena en la que el mesianismo de Milei empezó a cortarse solo, era una intervención. No un electroshock, pero sí la presencia firme de un acto de autoridad. De repente todo era de Milei. Una apropiación total del escenario, del lenguaje, del ánimo de presencia y del sentido corría en ráfagas por la pantalla. ¿Por qué, en este caso y en general, nadie le para el carro? Y que se entienda que parar el carro no significa expulsarlo de las discusiones públicas en las que tiene derecho a intervenir, sino invitarlo a reconocer la existencia de los otros. En fin, hagan lo que quieran.
En cuanto al tipo de personaje que inviste la persona de Milei, lo que primero salta a la vista es que habla como un loco. Ese “como” es el núcleo de una oferta que se aleja de cualquier vicisitud programática. Que quiera incendiar el Banco Central o postular con la candidez de un niño sádico la eliminación total de la obra pública, son deseos que no alcanzan a transmitir con claridad su mensaje, que es el de una oferta de locura política en el lugar de la razón política.
Lo que encarna Milei es Lo Inviable, cosa que carece de importancia porque en su régimen de fantasías no es la posibilidad de materializar ideas lo que se postula sino la de violencia mesiánica con la que las trasmite. Para lo cual es imprescindible hablar solo (escuchar es el tabú del mesías).
Desactivados los frenos de la inhibición que contienen en delicadísimas cajas de cristal la ilusión de una comunidad civilizada, Milei es el candidato argentino que introduce una variante literaria en su barbarie: el discurso político como monólogo interior.
Cada una de sus palabras es una extracción tomada del fondo de su alma. Reunidas en el monólogo interior, cuyo modelo de exportación universal es el monólogo de Molly Bloom en el Ulises de James Joyce, inspirado por Edouard Dujardin y quizás también por Leo Tolstoi (un recurso que Borges llamó “monólogo silencioso”), las palabras de Milei se configuran como una voluntad de venganza. ¿De qué? ¡Ni idea! Pero no es difícil advertir en sus arengas el llamado a un exterminio más o menos generalizado, cuyas tonalidades conectan con la ira del vengador. “El que las hace, las paga”, le dijo a Jessica Bossi, hablando de ¿políticas públicas de seguridad? ¿O de cosas de él?
Los “monólogos callados” son bombas de lenguaje, fuerzas que se han liberado de su contención. De hecho, es bastante común ver a Milei en esos procesos de irritación creciente al que lo llevan todas las conversaciones, en las que va perdiendo por el camino su relación con la sintaxis.
Son momentos en los que pasa de una organización clásica del discurso mesiánico, por el que sólo se registra a sí mismo en términos de ideal, o sea de idea encarnada, a una cadena de interjecciones, balbuceos y blancos mentales en los que la estructura de su lenguaje literalmente se desintegra, mientras nos da la imagen de una persona después de un ataque de presión arterial. Al Milei manija le sucede invariablemente el Milei catatónico.
El asunto es que esto que ofrece la cepa libertaria, esa manifestación de alaridos vengadores y soluciones finales para varios niveles de la vida en comunidad, creó y consolidó su mercado de simpatías espontáneas. Al menos uno de cada cinco argentinos se pliega a esta marcha nocturna de itinerarios sórdidos. El punto en común de su masividad es, sin dudas, el malestar; y el antídoto que ofrece Milei es la fuerza tormentosa de una fe nueva que avanza hacia una luz negra.
Milei acaba de ver la publicidad tipo western spaguetti de Ricardo Bussi en el polígono y ataca a Jesica Bossi. La rodea, la atenaza, la silencia, la malinterpreta y da por hecho que está diciendo cosas que ella nunca dijo. Es una operación velocísima de alienación propia y de los demás, de la que sólo queda en pie su “locura”. Al cabo de la escena, ¿ganó votos o los perdió?
JJB
1