Contra el lawfare afectivo
En sintonía con los aires del presente, la autora y activista Sarah Schulman publicó, en 2017, El conflicto no es abuso. Contra la sobredimensión del daño. Lo comenzó a escribir en 2014. La editorial Paidós lo publicó recientemente en Argentina con traducción y prólogo de Nicolás Cuello y Diego del Valle Ríos (Se puede leer un fragmento acá). Entre 2014 y hoy pasaron muchas cosas en relación a la masificación del feminismo como movimiento político. En 2018 la ola de escraches en colegios secundarios de nuestro país llegó a su pico llevándose puestas, muchas veces, las iniciaciones sexo afectivas de algunos jóvenes -y también llevándose la vida de algunos otros-. Y el tránsito por ese momento, de por sí dificultoso, se vio crispado y asediado por discursos persecutorios, amenazantes y, en muchos casos, invalidantes. Arengadas muchas veces por discursos de empoderamiento, diversas personas se montaron en una ola de punitivismo cruel armando patrullas y una vigilancia permanente. La respuesta que dieron algunos frente a esa crueldad fue algo así como “son daños colaterales”, “que paguen justos por pecadores”, “toda revolución tiene sus daños”, “ahora es así, ya se va a acomodar”. Pero no fueron sólo los jóvenes los que sufrieron y padecieron. Atentos a que el punitivismo no desplazara la lucha por la emancipación, varias voces intervinieron en su momento y siguen interviniendo hoy.
Entre ellas, muchas recopilan Nicolás Cuello y Lucas Morgan Disalvo en Críticas sexuales a la razón punitiva. Insumos para seguir imaginando una vida junt*s, publicado en 2018 por Ediciones Precarias. Se trata de un libro fundamental que compila una buena cantidad de textos para pensar el antipunitivismo. En la introducción, los autores dicen: “El punitivismo es, por lo tanto, una forma de imaginación del mundo sin excesos que busca ser real a través de la moderación compulsiva, que también se expresa en nosotr*s bajo la forma, remota o renovada, de un apego sentimental por la lengua del castigo, el buchoneo, la persecución, la censura, la intemperie, la disciplina y la humillación. Reconocemos su presencia cuando internalizamos el lenguaje criminológico y psicopatológico para lidiar con el conflicto dentro de nuestras comunidades, en el recurso preventivo al identikit como medida de verdad, que posiciona la identidad como una variable que se exige y se desmiente compulsivamente, implicando, por un lado, la estigmatización de ciertas identidades como victimarias y, en su contracara, produciendo otras identidades como modelos ejemplares de víctima […]. La portación de cuerpo se convierte en un causal de sospecha y un principio de amenaza que es tramitado punitivamente por distintas formas de vigilancia corporal que existen dentro de nuestras comunidades”. Se trata, agregan, de una “moral preventiva” que se basa “en la estigmatización del conflicto y el riesgo, en la simplificación de la violencia y el padecimiento como expresiones unívocas incapaces de ser interpeladas o complejizadas”. Y también: “La punición y la represión se vuelven modos de subjetividad, cuando actuamos desde la necesidad de aplacar, anestesiar, apaciguar lo que produce temblor, cuando hacemos de las otras personas y de nosotr*s mism*s, una fuente de desconfianza que sólo entiende el lenguaje de la soledad y el castigo”.
Como pensar también es separar, porque no todo es lo mismo, Marta Lamas sostuvo que si todo es acoso, nada lo es. Y entonces desmenuzó la figura del acoso para diferenciarla, para que no se banalice, en su libro Acoso, publicado también en 2018 por FCE. Allí se ocupó también de mostrar cómo, en estos años, se ha diseminado el pánico sexual proveniente del pánico moral. Florencia Angilletta, por su parte, distinguió lúcidamente daño de delito -distinción trabajada en detalle en su libro Zona de promesas-. Aprendí muchísimo en estos años acerca del feminismo antipunitivista gracias a todos estos autores -y otros- y especialmente gracias a Vanesa Vázquez Laba y Mariana Palumbo (con quienes en publicamos el texto “Por una emancipación singular” en el libro -de descarga gratuita- Acciones y debates feministas en las universidades). Creo que se trata, una y otra vez, de seguir pensando críticamente la euforia punitivista –que excede al feminismo–. El debate sigue abierto. Guillermina Huarte suele ocuparse en sus notas de los modos en que cierto feminismo se ampara en la vigilancia o se vuelve punitivo y conservador; celebro su posición y considero que sus intervenciones mantienen vivo un debate necesario. También se ha ocupado del asunto en una serie de entrevistas realizadas para pensar la relación entre el punitivismo, las posiciones identitarias y el feminismo. Moira Pérez fue una de las entrevistadas y sugiere que “para el punitivismo progresista, la identidad del sujeto termina siendo un recurso epistémico para identificar víctimas y perpetradores, o para ubicar a las personas dentro de este esquema que también es un binario. Y también sirve como criterio de credibilidad, porque el ‘Hermana yo sí te creo’ propone dar vuelta la asimetría epistémica: no creerles a las personas que históricamente tuvieron exceso de credibilidad en función de su género y sí creerles a las que tuvieron déficit de credibilidad por el mismo motivo”.
Si bien la ola punitivista ha bajado su espuma, lo cierto es que aún quedan resabios, restos y un oleaje persistente en lo que a vigilar y castigar se refiere. Ya está instalada la vigilancia y el apego por la seguridad afectiva. Hay, lamentablemente, una manera de vincularse desde la sospecha y la denuncia a mano. Por supuesto que no me estoy refiriendo a delitos -para eso está la justicia-. Me refiero a los conflictos. Una especie guerra judicial también en las relaciones. Es por eso que un libro como el de Schulman cobra especial interés hoy. Porque la cosa no terminó, porque sigue afectando y produciendo aún más soledades, más individualismo. En ese libro, los prologuistas refieren que estamos atravesados por una “profunda crisis afectiva”: “cada vez nos cuesta más vincularnos, se nos vuelve casi imposible entendernos (...). Percibimos el estallido ahogado de los lazos sociales en todas las esferas en las que participamos”. Y también subrayan un “estado generalizado de sospecha, crueldad y fragmentación atomizante de los lazos sociales”. También hablan de “ansiedad preventiva” y del “temor a lo otro como opuesto a la mismidad, la descartabilidad humana y la naturalización de la indolencia en tanto horizonte moral”, Por supuesto que la cosa no sólo no empieza con el feminismo, sino que lo excede hasta conformar un “sistema cultural”. Por eso llama tanto la atención cuando ciertos sectores quedan atrapados por esta lógica punitivista.
Sarah Schulman escribe el libro desde una honestidad intelectual que no abunda. Dice: “ser deseado no es lo mismo que ser acosado, por lo que no tenemos que castigar o rechazar a la persona que ve lo que es especial en nosotros. Que me desees no significa que tenga que hacerte daño (...). El deseo desigual no es un delito, no es grosero, no es una agresión ni motivo para rehuir o ser hiriente”. No sobredimensionar el conflicto, incluso el daño no es relativizarlos, sino hacerles lugar, justamente. Hacerles lugar como conflicto, como daño. Si lo sobredimensionamos, tampoco hay conflicto, hay persecución. A veces, el amor es la continuación de la guerra por otros medios, sí. Pero la guerra judicial es otra cosa. Este tipo de penalización de las relaciones amorosas produce, muchas veces, una soledad no común; una soledad agónica y helada, un distanciamiento de los lazos, un cómodo ensimismamiento.
“El alma es pantanosa” -dijo Juan José Saer-. Y “el deseo es el infierno” -dijo Lacan-. La pregunta sigue siendo, entonces, “¿Cómo vivir juntos?”. Lo común, esa tela frágil y suave como la seda, está de por sí bastante rasgada. La guerra judicial contra los afectos y el deseo, la rasga cada día un poco más.
AK
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