No esperes demasiado del fin de la democracia
Parafraseo el título de una película que se proyectó en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata: Do Not Expect Too Much From the End of the World (No esperes demasiado del fin del mundo), dirigida por el rumano Radu Jude, una comedia distópica que pone en cuestión el ancho mundo del trabajo, la explotación, la dependencia económica y los discursos banalizadores en un país donde las cicatrices de la historia tampoco se cerraron, y donde las escenas que “ocurren” en el presente del relato están en blanco y negro y las representaciones fílmicas, en redes y del pasado, en color.
Desde que Estela de Carlotto, en el 50 aniversario del golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende e implantó la dictadura de Augusto Pinochet, habló “al que le pasó y al que no le pasó”, refiriéndose al terrorismo de estado, no dejo de preguntarme si me pasó o no me pasó o, en todo caso, qué me pasó. En realidad, es una pregunta que me hago desde hace años. La pregunta siempre fue por mi generación, hermanes menores de la generación del 70, aquella que quiso cambiar el mundo y lo intentó, y fue golpeada y diezmada, también sus familias, durante la dictadura que más sangre hizo correr y más profanó cuerpos y subjetividades.
Hablamos, hace tiempo, de tejido social dañado. No es una metáfora, no es una abstracción. Son (somos, y uso la primera del plural con una espantosa culpa) las personas que vivimos durante dictaduras buena parte de nuestras vidas, pero también nuestres hijes. Está estudiado que los efectos de un genocidio se transmiten en el tiempo, por generaciones. Las heridas en ese tejido social (en las personas, otra vez, sus cuerpos y subjetividades) son profundas y no se curan por arte de magia. Pero además, se están viendo ahora y no solamente en los colectivos de Derechos Humanos, quienes militan Memoria, Verdad y Justicia y sus adyacencias, esas personas a quienes sin duda les pasó. No. Se está viendo en las que niegan que eso pasó.
La negación es justamente no querer ver algo demasiado doloroso. Y más allá todavía, pararse en la vereda de enfrente de los DDHH es parte del daño, de lo efectivo de ese daño. El adormecimiento de la anestesia, una pentotal derramada en la tierra donde anclan nuestras raíces sociales y afectivas. Y también, y peor, se ve en personas del mundo libertario que intentan apropiarse malamente de símbolos y hasta siglas del campo de los DDHH para reflotar la perimida teoría de los dos demonios, que a esta altura debería estar descartada. (¿En serio, convertir a la ex ESMA, espacio de Memoria, Patrimonio de la Humanidad, en un lugar donde todo el mundo pueda “disfrutar”?)
La semana pasada participé como oyente de las V Jornadas sobre Exilios Políticos del Cono Sur en Mar del Plata, y entendí que parte de ese daño en el tejido social está en no haber saldado todavía algunas cuestiones, como las culpas repartidas entre quienes se fueron y quienes se quedaron; el dolor y el silencio que conlleva el exilio, también para las generaciones de hijos y siguientes; la frase remanida, ese lugar común de que la única salida es Ezeiza, cuando sabemos que en dictadura, esa fue una salida para algunas personas y que muchas más debieron esconderse en las fronteras del territorio nacional, en el insilio…
En palabras de la historiadora Silvina Jensen, una de las organizadoras de las Jornadas, “falta un marco narrativo que nos contenga”, hay una “grieta de construcción de argentinidad” basada en “eficaces políticas de regímenes que imposibilitaron un relato que nos contenga a todos”. En el cierre del evento, Jensen hablaba de exilios, pero creo que esas palabras pueden extenderse a esas personas que creen que no les pasó y construyen una argentinidad falsa, desprovista de pasado y de historia, negacionistas o peor, reivindicatorias del terrorismo de estado.
Defender ese otro regreso, el de las Fuerzas Armadas al poder, la profundización del modelo económico de la dictadura al servicio de los capitales transnacionales, con la distribución cada vez más despareja de los recursos, es cerrar los ojos y pensar que aquí no pasó lo que pasó. Lo que “nos pasó”. También al pibe del Rappi que cree que se salva con Javier Milei porque va ganar en dólares, cuando los economistas ya se aburren de decir que esos dólares van a ser poquitos y, de todos modo,s va a haber inflación. O al que no le alcanza ni para la primera quincena (ya no digamos fin de mes), o al rico que teme por la pérdida de privilegios. O simplemente, odia al peronismo. La realidad es que el modelo libertario va a profundizar la pobreza de muchos y la riqueza de pocos. Mauricio Macri no les alcanzó entonces, Milei no les va a alcanzar ahora. Esa alianza siniestra solo nos va a empobrecer, desautonomizar, recolonizar.
¿Por qué creemos que pasaría lo contrario?
Hace tiempo vengo pensando que es imposible convencer a quien no piensa como yo. De hecho, el otro día se lo decía a mi hijo: nunca pude convencer a nadie de nada. Tampoco estoy segura de si corresponde. Pero lo intento, porque del otro lado veo el abismo. Lo hago en defensa propia. De hecho, esta semana me pasó algo un poco raro. Posteé en Threads un comentario donde hago una escueta lectura gramatical del debate presidencial del domingo 12, que empieza: “Cuando @sergiomassaok le pregunta a Milei que diga por sí o por no, lo arrincona contra las cuerdas gramaticalmente: le pide que responda con un adverbio de negación o de afirmación, seguidos por un punto. Le pone un límite gramatical”.
Fue la primera vez de mi vida en redes que me gustearon y agredieron casi en partes iguales. Yo, que en una columna me quejaba de que No me agreden en Twitter, ergo no existo - elDiarioAR.com, no sé si por una cuestión algorítmica, empiezo a existir a partir de un posteo entre político y sintáctico/morfológico. Esta vez recibí muchos comentarios agresivos que apenas sobrevuelo y que, semánticamente, devuelven la piña de personas que se erigen en defensoras de La Libertad Avanza (como dijo Claudia Piñeiro en el debate por la ley de IVE: “No nos van a robar la palabra vida”. Bueno, tampoco se apropien de nuestra libertad).
Entonces concluyo que todo puede ser peor: no solo no voy a convencer a nadie de nada sino que si digo lo que pienso voy a incidir en que esas personas que piensan todo lo contrario se afiancen más en sus posturas. ¿Es posible esa incidencia negativa? (No es que me la crea, intento entender). Ya en los primeros 2000, cuando veíamos a Internet como un gran espacio democratizante, expertos en nuevas tecnologías advertían que las redes iban a generar mayores polarizaciones. No sé si es la lógica binaria que adquieren las redes o las nuevas derechas que avanzan implacables.
Otra lectura de ese debate la hicieron los equipos de comunicación de Sergio Massa en clave de humor en un reel de Instagram que combina el “por sí o por no” con la escena imperdible de Tiempo de valientes de Damián Szifrón en la que el personaje de Luis Luque (Alfredo Díaz, policía) le hace ver al de Diego Peretti (Mariano Silver, psicólogo devenido detective) que Diana, su mujer (interpretada por la actriz y directora Gabriela Izcovich) le es infiel y la lleva a ella contra las cuerdas de la verdad, hasta arrancarle un sí tan dramático como hilarante.
Volviendo al título de esta nota, esa paráfrasis: quienes piensan que lo mejor del mundo está por llegar dejando de lado los valores democráticos que supimos construir, olvidando a los muertos de Malvinas y a las víctimas del terrorismo de Estado (incluidas las personas que tuvieron Ezeiza como única salida) y votan por esa opción y ganan, el lunes se van a querer dar la cabeza contra la pared. Es mejor leer el diario antes. Tal vez Mafalda tenía razón, y ahora vemos los efectos de eso que su creador, el genio de Quino, también supo denunciar: “¡Sonamos muchachos! Resulta que si uno no se apura a cambiar el mundo, es el mundo el que lo cambia a uno”.
GS
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