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PURA ESPUMA

Tú no has ganado nada

Jesús Huerta de Soto y Javier Milei

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“Hay que vacunarse contra la infección letal del estatismo (y aquí sí que hay que vacunarse), estudiando la ciencia económica correcta, que es la de la Escuela Austríaca de Economía”. Esta frase de resonancias templarias la pronunció a los gritos Jesús Huerta de Soto, saturando con una sucesión de electrizantes do de pecho los micrófonos que toman sus conferencias para luego volcarlas al CEAMSE de YouTube.

Este tenor de traje y creador del Máster Oficial de Economía de la Escuela Austríaca en la Universidad Rey Juan Carlos, a la que entre sus grandes logros extracurriculares hay que anotarle la renuncia de uno de sus rectores por plagiar su tesis doctoral y el otorgamiento de títulos de grado en criminología a doscientos policías a cambio de 3000 euros por gorra, es el que postuló al presidente Javier Milei como candidato al Premio Nobel de Economía hace seis meses.

La ilusión se hizo eco de modo fulminante en el postulado, a tal punto que la derramó a modo de confesión en su paso por Praga, donde la semana pasada recibió un premio ¿de parte de quién? No se sabe. Sus tres admiradores de LN+, más el de TN, dijeron que se lo dio el Instituto Liberal de la República Checa. Pero el Instituto Liberal de la República Checa dijo: “El presidente Milei no recibió un premio de nuestro instituto. No le invitamos, no le otorgamos un premio, no hablamos con él”. Cuatro “no” en una sola frase dejan las cosas en claro (del lado del “no”), además de darle al nombrado un carácter de espectro.   

Jesús Huerta de Soto, Zurg libertario, enemigo jurado de la Alianza Intergaláctica Comunista enquistada en los estados, heredó de su padre la aseguradora España S. A. que su abuelo fundó en 1929. Como buen ñoqui de familia, Huerta de Soto nació en 1956 con la paella atada y el auxilio vitalicio del Estado franquista, que le dio el sí a sus antecesores para crear el Consorcio de Compensación de Seguros en 1942, de donde salieron florecientes negocios mixtos, asociados a la “siniestralidad” de la Guerra Civil. Oh, dioses del contrato libre, qué difícil se hace mantener la pureza de las ideas, aun cuando lo que se hereda no se roba.     

Sobre los premios, César Aira dijo que había algo peor que ganarlos: merecerlos. Cuando los rumores lo llevaron a ser candidato tapado al Nobel de Literatura, imaginó su consagración como un problema concreto, que era el de dejar de ser anónimo. ¿Qué sentido tendría haberse ocultado tanto tiempo para luego hacerse ver? En la otra punta del filamento que ilumina un poco la oscuridad mental de quien desea ser premiado en el sentido de ser “visto”, y admitiendo en el reverso de esa ilusión el masoquismo desapercibido de quien también se prepara para el castigo (sobre ambas suertes flota una concesión antiartística: la de una voluntad temerosa de hacer las cosas “bien”), aparece Jorge Luis Borges, uno de los No Ganadores más grande de la historia del Nobel.   

Sus ironías sobre lo que llamó “el premio escandinavo”, cuya tradición principal es darse lustre con los nombres que unge produciendo un extraño efecto de inversión de méritos a cambio de diez palos de coronas suecas, llegan a las costas de esta actualidad: “hace tantos años que me lo están por dar que es como si ya lo hubiera tenido”. Y, luego, en un movimiento típico de sus ajustes conceptuales cuando hablando de una cosa pasaba a otra (la importante), citó a Shaw citando a Santa Bárbara: “he dejado atrás el soborno del cielo”.

Los premios alimentan las ligas de la consagración, y se especializan en darle una vida a aquello que quizás no lo tenga. Son -¿cómo decirlo?- ¡inventos del que los da!, y la clave de sus misterios de arbitrariedad radica no tanto en la voluntad de premiar sino en la de autorizarse a hacerlo. Astilla laica del esquema purgatorio de las religiones, el premiado o el ignorado se someten por igual a veredicto de admisión, a la euforia o a la amargura, a la felicidad o al rencor. ¿Con qué necesidad? La del presidente Milei está a la vista, y es de constitución edípica: lo necesita como el aire, como el agua, porque su padre no lo premiaba, por decirlo en términos que no afecten demasiado el recuerdo de la víctima.

Entonces, allí va el presidente Milei con paso robótico, cartoneando, recolectando premios de juguete (todos lo son). Es el momento de recibirlos de manos de cualquiera y en cualquier lado, incluyendo el Casino de Madrid, donde recibió una cosa llamada Premio Juan de Mariana durante la Cena de la Libertad, a la que los hombres fueron de traje y corbata y las mujeres con vestido de cóctel, según el código de vestuario, menos liberal que la cena. Luego, recibió en Hamburgo la medalla milagrosa de la Sociedad Hayek. Qué sé yo: no hay que escupir al cielo. Por ahí al Bingo de Pergamino se le ocurre darme un premio por vender humo en este diario, y si me agarra muy bajoneado capaz que voy.

La pregunta ontológica que carcome esta columna es ¿qué sentirá el presidente Milei yendo al rescate en ambulancia de todos estos premios tardíos, interesados, opacos, intrascendentes? Si no obtuvo galardones, ni siquiera de utilería (todos lo son; de hecho, el que los da los manda a hacer), antes de ser presidente, ¿este después lo va a compensar? Si es así, que le den para adelante tanto él como las nuevas autoridades que pudieran consagrarlo una vez más, y otra, y otra más, de aquí a la eternidad que busca. Doy una idea: ¿qué tal darle el Premio Majul, de la Fundación Majul en el Salón Majul del Palacio Majul, otorgado sólo a los grandes estadistas del mundo de todos los tiempos que se llamen Javier Milei? 

Lo que le importa a la sociedad argentina que ejerce el bien, según observamos en su paciencia inagotable para la autodestrucción, es que el presidente Milei sea consagrado como ídolo en virtud de los valores X que enarbola, y que eso ocurra tantas veces como él las crea necesarias. Queremos que reciba premios, premios, premios, uno detrás del otro, sin parar, noche y día, acá y allá, hasta que pueda alcanzar la cima donde solo puede llegar el Presidente Más Premiado del Mundo. Para que no le quepa nunca la ofensa que alguna vez descargó sobre los perdedores un ciudadano paraguayo que usaba guantes: “Tú no has ganado nada”.              

JJB/MF

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