No miren para arriba, a discutir que se acaba el mundo
¿Qué es una película? Mejor dicho: ¿qué era una película? Para darle batalla a la respuesta con un caballito que anegará de melancolía a los cinéfilos del siglo XX, digamos con la economía descriptiva del enciclopedista que las películas eran eventos cinematográficos de una duración similar a la de un partido de fútbol, en los que transcurrían historia buenas y malas que dejaban librado al derecho del espectador la bendición de no entenderlo todo.
Tan grato como lo que una película ofrecía era lo que no daba, formando zonas creativas en las que autor y espectador se hermanaban en un tipo de sociedad artística que hoy marcha rauda al cementerio. Para que no se diga que estos fenómenos sólo suceden en las películas de los dioses Eisenstein, Welles, Hitchcock, Lynch, Godard, Favio, Cassavetes, Buñuel, Kubrick o Tarkovski, allí están los autores-tanque Scorsese, Coppola, Almodóvar, un Anderson (o los dos), los Coen y Burton para sostener esta idea en la coctelera de los nombres que se mueven al ritmo del gusto personal.
En este marco de despecho se estrenó No miren arriba (Don’t look up), la bomba de taquilla de Adam McKay, que “baja” del staff de guionistas de Saturday Night Live al camposanto donde yace el arte cinematográfico y florecen las series gerenciadas por máquinas de leer las tendencias, las reacciones y las manías de un mercado de la contemplación que cada día es más inerme.
De modo que McKay no puede hacer una película, aunque quisiera. Puede, sí, usurpar su formato y algunas líneas de su añeja y eficaz tradición vinculadas a la comedia política, el progreso narrativo fragmentario a base de gags y la conciencia apocalíptica de una humanidad idiota estremecida y embriagada con la idea del fin.
El comienzo y el final son dos grandes escenas cinematográficas sin cine, consecuencia lógica de la hibridez compositiva de quien sabe empezar y terminar sin conocimiento del proceso que uniría ambos términos en beneficio de una literatura de la imagen. Es una seña particular de No miren arriba, su lunar en la frente. Algo tan evidente que, si nos apartamos de las apariencias, lo que veremos bajo la transparencia del resultado es el hecho, incluso el momento, en que Adam McKay va a cerrar su papota a la gerencia comercial de Netflix a cambio de su propuesta, que no consiste en hacer una película sino en vender una idea.
Esa idea es una fantasía de exterminio trillada y excelente que ¿quién no la imaginó?: se aproxima a la Tierra una bola de metal incandescente y todos vamos a morir. Al mismo tiempo. Ese es el valor agregado del drama. Todos. Al mismo tiempo. A diferencia de lo que ocurriría en una guerra en la que las víctimas pudieran elegir entre Hiroshima y Auschwitz, es decir, entre la amansadora del tormento y la volatilización, el núcleo de cuenta regresiva que tensa las cuerdas de No miren arriba es un punto intermedio que incluye las dos velocidades de un mismo Armagedón.
Todos los personajes, además de las “criaturas” (ranas, tortugas, hipopótamos, colibríes, etc) cuya existencia paradisíaca la película cita en planos encantados atándose con alambre a El árbol de la vida, de Terence Mallick, se encuentran en la ansiosa espera de un mismo rayo fulminante.
¿Por qué nos parece que entre el final y el principio de No miren arriba no hay nada? Porque lo único que hay es una comedia de poder de lo más ordinaria, contada en el registro de ironía de la última televisión de masas y de sus nietitos narcisistas, agitadores de las redes de ignorancia social.
Lo único que hay es una comedia de poder de lo más ordinaria, contada en el registro de ironía de la última televisión de masas y de sus nietitos narcisistas, agitadores de las redes de ignorancia social.
Que haya una presidenta de los Estados Unidos, laderos calculadores, periodistas de prime time, chiquitaje de poder, científicos pobres y desdeñados cuyos disfraces les quedan pintados a Jennifer Lawrence y Leonardo Di Caprio, indiferencia burguesa ante el fin del mundo y un techie más boludo que una rueda que lleva el mundo al choque mientras habla con la vocecita maliciosa de Andy Warhol, ¿es algo? Puede ser, si se acepta que ese algo es lo mínimo que esa historia podía contarnos.
No miren arriba (casi escribo No miren adelante) es una postpelícula sin interior. Pero como no hay mal que por bien no venga, es en esa especie de eviscerado que encuentra su fortaleza ya no como historia para contar sino como historia para discutir.
Porque quizás no importe demasiado la haraganería de McKay para hundir a sus personajes en algo más que los charcos de lo público (todo lo que les sucede en la víspera del final les sucede afuera: en los plató de televisión, los autos, la calles, los despachos oficiales, etc), como tampoco su impotencia para darle a la historia mucho menos de lo que le pedía y que no era otra cosa que atenerse aunque fuese un poco a cierta poética del final, de lo que de algún modo se resarce en el último minuto. Lo que importa, una vez que sabemos que no vamos a ver una película, es que con o sin ella la discusión ya está armada.
Posiblemente las películas de ideas de las que se entiende todo no necesiten del arte cinematográfico, ni de ningún otro. Esta lo es en términos extremos. Se acaba el mundo. ¿Qué hacemos? Es lo que le pregunta Tyler Perry a Cate Blanchett (insufribles presentadores de noticias): ¿cogemos?, ¿nos emborrachamos? Por detrás de las despedidas, tardías e incrédulas porque el esperado fin del mundo no puede estar ocurriendo ahora, lo que McKay inocula en el espíritu general de su comedia es una idea sobre la que el mundo no deja un minuto de acumular pruebas: los seres humanos somos muy pero muy pelotudos.
Esta fatalidad de origen se desliza por el peso de su propia lógica hacia un estado mixto de arrogancia y negación encarnado por Mark Rylance en su extraordinaria composición de Peter Isherwell, en el que, como dijimos, no sólo late la voz mortecina de Andy Warhol sino, sobre todo, la psicosis emprendedora de Steve Jobs, el discurso preescolar de Bill Gates acerca de cómo debería ser un mundo mejor y el nomadismo intergaláctico de Jeff Bezos. La bestia negra de McKay no es la política, sino la santidad indubitable de la tecnología que la fascina y la paraliza con sus supuestos conocimientos del futuro que inventa.
Las cartas están jugadas sobre la mesa de arena y una piedra descolgada del universo avanza sobre este mundo, del que no va a quedar vivo ni el loro. A la indiferencia de la humanidad por lo ajeno se le ha agregado la indiferencia por lo propio. Los humanos de la vieja escuela se preguntan a dónde iremos a parar. ¿Es una idea buena para una película mala de Adam McKay, o una profecía por ahora contenida en las gateras del destino? Por las dudas, miremos hacia abajo.
JJB
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