Los nombres propios
Es fascinante cómo se vacían de sentido las palabras una vez que se convierten en nombres propios. Es una tontería el ejemplo que voy a poner, una tontería tontísima, pero recuerdo que cuando era chica los nombres como Soledad, Dolores o Salvador me parecían impactantes: me resultaba sorprendente que alguien le pusiera a sus hijos nombres con significados tan transparentes y que entonces una fuera hablando de soledad, dolor y salvación tan como si nada para cualquier cosa. Pero pasaron los años, conocí mucha gente que se llamaba así y de verdad que ahora cuando me presentan a alguien que se llama Consuelo o Milagros o lo que fuera ya no me pasa nada; es realmente como si no los escuchara, como si fueran palabras en otro idioma.
En algún sentido, creo que está pasando lo mismo con La Libertad Avanza. De todas las cosas que podían pasar a partir del triunfo de Milei, una de ellas era, sin duda, que aparecieran discusiones enardecidas pero interesantes sobre la idea de libertad, dado que nos la íbamos a pasar hablando de eso, aunque más no fuera de manera indirecta y manoseada. Hace mucho que pienso que en la época en que vivimos, los conceptos de libertad con que nos manejamos en el siglo XX resultan insuficientes, hasta los más interesantes. Incluso los que distinguían entre libertad negativa y libertad positiva, por caso, aunque definitivamente esa distinción es valiosa y todavía no ha sido todo lo explotada que podría ser para pensar los problemas de la actualidad.
Para exponerlo mal y rápido: libertad negativa solo implica ausencia de intervención. Ser “libre” de hacer algo en este sentido significa que no haya nadie impidiéndote hacerlo de manera explícita. La libertad positiva es un concepto más vaporoso, y por eso también más discutido. Significa que para ser libre de hacer algo, además de que nadie interfiera, uno necesita reunir ciertas condiciones en un sentido positivo; no solo ausencias sino presencias. La libertad de educarse, por caso, no estaría dada solamente porque nadie te prohíba ir a la escuela, sino porque haya una escuela suficientemente cerca de tu casa, que tus padres te pueden llevar, etcétera.
El debate sobre la sociedad de vigilancia en la que vivimos necesita una expansión de este concepto de libertad positiva, y sin embargo hemos avanzado muy poco en ese desarrollo. Los debates sobre la cultura de la cancelación se quedan en preguntas tontas, perdón la falta de eufemismos: si cancela más la derecha o la izquierda, si tienen razón las feministas o si se pasaron dos pueblos, todas cuestiones que, justamente, corren del centro al asunto central, que es el modo en que la vigilancia afecta nuestras vidas y nuestras discusiones, y si el asunto tiene alguna solución.
Una cosa es saber que los discursos tienen consecuencias, y otra distinta es que esas consecuencias no tengan límites: que alguien pueda perder su carrera no por haber violado a alguien, sino por haber hecho un chiste racista, como si fuera lo mismo violar a alguien que hacer un chiste racista
Me sorprende, por ejemplo, cómo normalizamos que buscar trabajo implique limpiar tus redes sociales de afiliaciones políticas o insinuaciones sexuales, en especial, por ejemplo, si uno pertenece a un colectivo LGTTB. Mis amigos gays y lesbianas tienen perfectamente incorporado el cerrar sus cuentas de redes o “sanitizarlas” cuando están intentando conseguir empleo o empezando en un puesto nuevo, hasta entender “cómo viene la mano”. Ese escrutinio de la vida ajena, entonces, no es algo que solo teman los famosos. Y no es solamente una cuestión de derecho a opinar: termina siendo un asunto fundamentalmente económico. Interviene en las entregas de premios, en tus posibilidades de que te den una beca o un empleo, de vender libros o de que la gente vaya o no a ver tu película. Interviene, también, en la salud mental. Interviene, también, en el estado de la discusión.
Por supuesto que no da todo lo mismo. No es para nada lo mismo que la gente te insulte por racista que por ser gay: una cosa es una ideología de odio y otra una identidad que no le hace daño a nadie. Está perfectamente bien, por caso, que uno tenga miedo de ser racista o machista en público. Ya lo dijo Hanna Arendt, la hipocresía es una parte importantísima de la democracia. Pero una cosa es saber que los discursos tienen consecuencias, y otra distinta es que esas consecuencias no tengan límites: que alguien pueda perder su carrera no por haber violado a alguien, sino por haber hecho un chiste racista, como si fuera lo mismo violar a alguien que hacer un chiste racista.
Reitero, no estoy a favor de hacerlos, ni en contra de que a esa gente se le conteste; solo me sorprende la facilidad con la que aceptamos que la gente tenga que vivir con miedo de haber cometido un error (un error, reitero; ni siquiera un delito) una vez en la vida porque eso puede arruinarte por completo. “Cómo no contrató un publicista que le limpie las redes, qué amateur”, dijeron muchos del caso de Karla Sofía Gascón, la actriz que está siendo cancelada en este mismo momento por sus tweets de odio de hace un par de años. Me parece bien que la gente se enoje, que conteste, que se burle, que se ría. Lo difícil del asunto es esto: todos tenemos derecho individual a hacer eso, y hasta es saludable qué suceda, pero nadie sabe cómo hacer para evitar el efecto bola de nieve y que pronto el castigo se vuelva completamente desproporcionado. En ese sentido creo que tenemos que repensar qué tan libres somos cuando la libertad de cometer errores se vuelve tan delgada; qué tan fácil es conversar en ese escenario; qué tan fácil se vuelve, incluso, conversar sobre esos errores y pensar cómo hacer para repararlos.
Pensé que quizás todo este asunto de que la libertad avanza podía generar, valga el juego de palabras, algún avance en la discusión sobre los conceptos de libertad; conversaciones nuevas sobre qué clase de condiciones positivas necesitamos para tener la libertad de pensar y comunicarnos mejor. Pero nada de eso pasó; usamos la palabra sin pensar, como cualquier otro nombre de partido, los libertarios la manosean a su antojo. Es al revés, incluso; la discusión sobre la libertad ha retrocedido. Estamos discutiendo otra vez si efectivamente ser gay o trans es algo que no le hace daño a nadie; en lugar de pensar cómo ser más libres en un mundo cruzado por vigilancias corporativas, tenemos que estar dando por interesantes discusiones completamente saldadas por el siglo XX. Así las cosas.
TT/MF
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