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PURA ESPUMA

La novela que faltaba

Ricardo Piglia

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Si la Argentina, como es costumbre de los comentaristas espontáneos, se puede describir por recortes para que una vela del barco sea todo el barco y, como se ha dicho tantas veces, todo el país sea la pampa húmeda o el Obelisco o la Base Marambio o La Matanza, ha de poder decirse también que es la república de las revistas políticas.

El CeDInCi (Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas) fue y es un santuario de esas publicaciones que mantuvieron vivos los rescoldos del debate público entre los años ’50 y ’90 del siglo pasado, y en el que su director, Horacio Tarcus, conversó largo y tendido con Ricardo Piglia. Desde entonces pasaron más de veinte años y la deriva de esos encuentros terminó en Ricardo Piglia: Introducción general a la crítica de mí mismo, conversaciones con Horacio Tarcus (Siglo XXI 2024), precedido de un resplandeciente prólogo de María Moreno.

El libro es un set de construcción, en el sentido de un Mecano de modelos que pueden montarse con una lujosa cuota de capricho. Hay, para empezar, a modo de corazón agitado, una reunión de las entrevistas en las que Piglia despliega su materia específica de escritor de mil cabezas, formada por un don fuera de serie para la lectura, la sagacidad de un baqueano orientándose en la noche y una atención muy concentrada en los espectáculos de la experiencia. Y luego, una serie de artículos con halo, archivados bajo el rubro “Textos juveniles de Ricardo Piglia”, en la que se suceden su intervención sobre la “neoizquierda” publicada en 1964 en El escarabajo de oro y el editorial del N°1 de Literatura y sociedad, de 1965; sus lecturas de La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig, de 1968, y de El compromiso en literatura y arte, de Bertold Brecht, de 1975; y las cartas de despedida (de ida y vuelta) a Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, cuando renunció a la revista Los Libros

En las entrevistas se filtra la gracia inolvidable de Piglia, y el anecdotario de una especie de polizón que salta todo el tiempo hacia adelante. Un personaje de Juan Carlos Onetti que habla como un personaje de Roberto Arlt. Las historias de “discusión literaria”, como la de la caminata junto a David Viñas, que no se atreve a censurarle a Puig (“Se la tiene que comer”); de “fuga”, en la que recuerda escribir en la redacción de una revista montada en un camión de mudanzas en movimiento, y de “espionaje”, cuando viaja a China en 1973 y se reúne con Zhang Chunqiao, presidente del PC de Shangai y lugarteniente de Mao, y se siente John Le Carré, penetran en el libro como chips de vida, quizás lo único que verdaderamente desea una persona que escribe. 

Ricardo Piglia: Introducción general a la crítica de mí mismo, conversaciones con Horacio Tarcus es una sorpresa editorial y un momento de gloria de ese subgénero de la nostalgia llamado rescate. Pero como tiene tantos asuntos, vamos a detenernos sólo en uno, un usufructo a la escala modesta de una columna de domingo. El caso es su hipótesis de que Rodolfo Walsh se desliza hacia la política ejercida con armas empujado por la crisis de su literatura. Se acaba el escritor, nace el soldado. Esto, dice Piglia hace más de veinte años, “no ha sido dicho”. 

Le cuenta a Tarcus que Walsh tiene dificultades para escribir una novela. Dice que son cosas que le pasan a los escritores, que “pueden estar seis meses con un libro y la cosa no va”, pero que ese no es el problema. ¿Qué problema puede ser que la cosa no vaya, si en este mundo no va casi nada? El problema, según la atención bellísima que les prestaba Piglia a los hechos, es “ver si aguantás el tiempo perdido que eso supone”.

En 1968, Walsh estaba cobrando un sueldo de la editorial Jorge Álvarez para una novela que no iba ni venía. Dice Piglia: “Él estaba en debate con Vargas Llosa. Quería hacer una novela. Porque había como una expectativa de que él iba a hacer una novela que la iban a poner a circular con las novelas del Boom. Ésa era la idea”. Y recuerda que Walsh le regaló a Pirí Lugones un ejemplar de Conversación en la Catedral, con una dedicatoria que decía: “Ahora yo voy a escribir una novela”.

La novela en curso “no camina como ellos quieren que camine”, y Walsh “se va para la política”. Para Piglia, la práctica política es una de las soluciones “a la sensación de inutilidad que produce la literatura”, descripta como “algo que no se sabe bien qué función tiene y para qué sirve”. Esa perplejidad se puede encontrar “en los grandes escritores, porque es una cosa que surge de la propia práctica”.

Antes de “irse” de la literatura, Walsh era, según Piglia (que lo situó en lo que llamó “las tres vanguardias”, compartiendo brochet de ídolos con Juan José Saer y Puig), un escritor “con mucha visión, que tenía claro el registro estilístico al que llegó” y que “sabía cuál era la prosa que había logrado escribir”. Pero se enfrentó al drama de tener que probar si iba a ser capaz de “sostener” esa prosa. “Ese es el punto, ¿no?”, dice Piglia.

Discúlpenme por hacer una monografía de un hecho aislado de este libro excepcional. Es que, pensándolo bien, es el propio Piglia el que lo detecta como una zona no explorada de la experiencia de escribir (no dejo de oír su voz lijada al agua: “No ha sido dicho”) y no se baja del descubrimiento, que le lleva varias páginas. Hasta llegar a esta frase, en la que cae la luz sobre el enigma de por qué Walsh habría querido pasar a la acción: para “hacer algo que tenga un sentido que parezca realmente a la altura del deseo que ponés en eso que no va”.

La frase de Piglia está llena de cosas. La idea de que lo que no va de una manera puede ir de otra trae inesperadamente al escenario, dado que se está hablando de alguien que se dedica a la inutilidad (a una inutilidad), la presencia de un momento práctico. Se entiende perfectamente: cuando algo “no va”, hay que “hacer algo”, pero no cualquier cosa sino algo que se desee tanto como lo que no iba. Es una cuestión de “altura”. Este drama, si es que es un drama -más bien parece un gag- que un escritor deje de serlo, revela una cuestión que trasciende el cambio de hábitos. A un hombre, sea Rodolfo Walsh o cualquier otro, ¿qué es lo que le dice que hoy es un escritor y mañana un revolucionario? La manera de “sostenerse”, lo mismo que se le pide a la prosa para que no se caiga.  

Esa crisis la padecieron Domingo Faustino Sarmiento y Leopoldo Lugones, con quien Walsh, por amor a su nieta Pirí, ¿no habrá querido competir? En 1967, poco antes de abandonar el ring en el que Mario Vargas Llosa estaba bailando a lo Mohamed Alí, le dedicó los cuentos de Un kilo de oro. Piglia se refiere discretamente a la transición amorosa de Walsh y Pirí Lugones, quienes en esa etapa se estaban separando, más no para siempre, si se considera un hecho del amor y no de la política haber “coincidido” luego como vecinos en el Tigre.  

Si esta historia puede ser recordada y referida con el IVA de imaginación que despiertan las lecturas apasionadas, es porque Ricardo Piglia: Introducción general a la crítica de mí mismo, conversaciones con Horacio Tarcus, es un libro en actividad, en el que el pasado se pone al día con las vidas prodigiosas que no terminan de pasar.  

JJB/MF

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