El olvido es automático, la memoria es un trabajo
Cuando las bombas destrozaron aquellos espejos / sólo hubo tiempo para gritar. / Permanece un eco todavía / de sus voces, semejante a una canción. / Diríase que su canto se parecía / al vuelo de las mariposas nocturnas iluminadas por la luna. / ¿Quién puede contarlo? Ahora reina el silencio. Denise Levertov
Algunos de mis antepasados huyeron del antisemitismo europeo y están enterrados en La Tablada, el cementerio judío más grande de la Argentina. La Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) administra ese predio, varios colegios de la colectividad, una bolsa de trabajo y un auditorio, entre otras actividades mutuales. Justamente, en la primera obra que se montó en Pasteur 633 luego del atentado -Dreyfuss, sobre la segregación contra los judíos- actuó mi padre, Isaac, que ya no está en este mundo. Era actor de teatro independiente.
Porque el coche-bomba asesinó a 85 argentinos aquel fatídico 18 de julio de hace treinta años, por la falibilidad de la memoria y por la justicia que no llega, me estremezco cada vez que ingreso al nuevo edificio. También, porque la actual administración política del país nos vuelve a exponer a una situación de enorme vulnerabilidad ante el terrorismo internacional.
El martes pasado no pude ni quise impedir la emoción cuando vi las fotos que les tomó a los sobrevivientes el reportero Julio Menajovsky, el primero en llegar al lugar la mañana del atentado. En una de las imágenes, posan Marta Goldfarb y Tamara Bursuck, amigas que trabajaban juntas en Amia. Tamara era la madre de un compañero de Clarín, Ariel Scher, el poeta del fútbol. Él recoge en sus redes el testimonio que su hijo, Ezequiel, le tomó a Tamara diez años después de la tragedia. Contaba ella: “No se piensa todo el tiempo en los muertos. Hay momentos, hay días, hay fechas. O un olor determinado. O un ruido que suena y, de repente, te hace recordar”.
“Es tal el impacto, que el día que yo encontré mi agenda, que era una libretita nada electrónica, me puse a llorar. Era algo que me recordaba a lo de antes.”
“Cuando empezás a entender, empezás a pensar en los demás y lo primero que atinás decirles a tus seres queridos es que estás viva. No se piensa mucho. Es muy difícil pensar y hacerse una idea de lo que pasa. Pero nadie queda igual.”
“Aun viendo el acto por la tele me acuerdo de cosas de la casa que tengo que hacer y dejo de pensar en el atentado. Es más, ahora ya no estoy pensando en esto y estoy pensando que tendría que hacerle la comida al abuelo. Así que vamos a comer.”
Cerrar la herida, elaborar el duelo por una masacre, son cosas que pueden ocurrir si hay justicia. “Ojalá llegue el momento en que sólo prendamos una vela para recordar a cada víctima fatal, pero mientras haya impunidad, el ejercicio de memoria será junto al reclamo”, me dice Elio Kapsuck, luego de la función de La silla vacía, la obra testimonial sobre los efectos del atentado.
Jennifer Dubin, Hugo Basiglio, Ariel Furman y María Alejandra Terranova son actores que no son actores. Representan a quienes tenían y les arrebató la bomba. Se miran, se toman de las manos, comparten el mismo dolor, dan su testimonio y les otorgan algún sentido a los comentarios del escenario, un personaje al que Ricardo Darín le da vida con su voz en off. Son muy diferentes las vidas y recorridos de los intérpretes. El atentado los unió para siempre.
Son familiares de cuatro de las víctimas:
Norberto Ariel Dubin, de 31 años, subjefe de sepelios de AMIA desde 1987, padre de Jennifer y Juan Manuel. Lo apodaban El Gordo, era el menor de cuatro hermanos, contaba chistes y soñaba con vivir frente al mar.
Hugo Norberto Basiglio, electricista, trabajaba desde marzo de 1994 en la mutual. Había sido colectivero casi toda la vida. Dolores, su esposa, era una pasajera. El 18 de julio estuvo en AMIA junto con su amigo Martín Figueroa, para cobrar el dinero de la tarea cumplida.
Fabián Furman, de 30 años, era el mayor de tres hermanos. Había estudiado arquitectura, pero dejó en tercer año y se empleó en el sector de sepelios de AMIA. También manejaba un taxi. Se había casado con Bibiana un año y medio antes y estaba terminando de refaccionar su casa. Su hermano Adrián también trabajaba en Amia, en el sector que no se derrumbó.
Juan Carlos Terranova, de Mendoza, tenía 52 años y vendía alimentos. Casado y con cuatro hijos: Juan Sergio, Marcelo, Patricia y María Alejandra, desde el 84 era distribuidor de la panificadora Sacaan. El 18 de julio hacía un reparto en la calle Pasteur junto a su hijo Sergio, que se salvó.
A estos actores que no son actores los une una razón deseante, hambrienta de justicia. Ni el terror ni la incertidumbre los paraliza. Nada en su pensamiento hace simpático al verdugo. “La tiniebla subsiste, pero es la razón y quizá la excusa para la tarea de la luz”, dice Blas Matamoro en Pensar después de Auschwitz.
“Jamás se habían subido a un escenario mucho menos habían estudiado algún libreto”, me cuenta Sol Levinton, directora de la puesta. “Fueron pocos ensayos, tuvieron que incorporar rápidamente todo: marcaciones, texto, secuencias coreográficas que acompañan cada enlace musical. Varios no se conocían y al segundo encuentro ya se sentían familia. Es muy fuerte cómo todos se reconocen en el dolor del otro. Por eso, cada uno habla en primera persona como si fuera el otro, y luego revelan que ese pedacito de testimonio es de otro”.
“Busqué recursos para darle cierta teatralidad y poesía”, continúa. “De ahí surgió la voz en off, como otro personaje y la idea de mantener siempre una silla vacía, que se va alternando. La vida es impredecible, los atentados terroristas, impunes e indiscriminados, le pueden tocar a cualquiera, nunca se sabe qué silla va a quedar vacía”.
“La mayor dificultad fue la mejor oportunidad: apareció la emoción en escena, genuina, profunda, dolorosa. Al hablar, los actores que no son actores sentían, se conectaban, siempre bromeaban con que ese día no iban a venir, pudieron repetir el texto sin repetirse. Hay momentos clave en que se quiebran, sus partenaires ya lo saben, así que se anticipan y apoyan el brazo en la pierna del otro. Es muy conmovedor”, señala Levinton.
“Ale Terranova cuenta que en una función un hombre se acercó para decirle que le debía la vida a su papá, que él estaba en su auto en el momento de la explosión. Si no hubiera estado la camioneta de su papá, la onda expansiva hubiera impactado contra su vehículo. Se abrazaron y lloraron juntos”.
Sin Justicia, la violencia se replica todos los días.
“Si la memoria necesita trabajo; el olvido es automático. Contra esa lucha desigual”, aporta Kapsuck, productor ejecutivo y responsable cultural de AMIA. “Siempre fomentamos las efemérides, los lugares físicos y simbólicos, testimonios reales, artísticos, de sobrevivientes y familiares, para recordar y nutrir la memoria colectiva acercando la temática a la gente con el entendimiento, la empatía y la emoción. Desde la producción, las cosas ocurren a partir del manejo profesional de distintas herramientas y desde la militancia por aquello que queremos visibilizar”, señala el creador del proyecto escénico.
Allí están para confirmarlo las acciones de arte público en el Hospital de Clínicas y en la AMIA, grandes obras de muralismo, afiches y sténciles, la plaza de la memoria, la intervención en la estación del subte B Pasteur-Amia, las expos de fotos, de pinturas, de obras volumétricas, un posgrado con FLACSO, los conciertos y las canciones de los artistas.
“Nunca, en estos treinta años, pudimos hacer artes escénicas. Este año quise montar una obra con familiares, algo como una conferencia de prensa donde el espectador se predisponga a escuchar. Mi amigo, el músico Eduardo Blacher, nos presentó a Sol Levinton, que se enganchó automáticamente. Es fundamental que acá esté Adrián Furman como familiar y sobreviviente, y cada uno de los demás familiares, para reflejar la diversidad de las víctimas fatales: empleados de AMIA y DAIA, gente que estaba haciendo trámites de sepelio, buscadores de trabajo, personas que pasaban circunstancialmente por la puerta, quienes trabajaban en la obra, aquellos que trabajaban o vivían enfrente”.
Si bien el blanco fue una institución de la comunidad judía, el atentado fue contra la sociedad argentina “por lo que es necesario que entre todos mantengamos el reclamo de justicia. Haberlo llevado a cabo fue un abrazo al alma. El logro de La silla vacía es que el público pueda sentir algo de lo que sienten estos familiares, que puedan ponerse en su lugar”.
LH/MF
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