Una persona de interés
James Lovelock es una persona de interés. Su primer rasgo de interés es estar vivo, teniendo en cuenta que nació hace 102 años, el 26 de julio de 1919. Se crió en una familia obrera de fe cuáquera en la ciudad jardín de Letchworth, en el sudeste inglés. Estudió química en Mánchester y medicina en Londres, para luego trabajar como investigador. A él le debemos el perfeccionamiento del horno microondas (originalmente pensado para “resucitar” hamsters criogenizados) y el detector de captura de electrones, empleado para medir fenómenos como el agujero de ozono o la contaminación del aire. En 1961 fue reclutado por la NASA para un programa de investigación sobre la posible vida en Marte. Eran los años en que la URSS enviaba las sondas Venera-3 a Venus (primer artefacto humano en estrellarse en otro planeta, 1966) y Mars-2 (primer artefacto humano en estrellarse en Marte, 1971).
Lovelock decidió encarar el problema desde las condiciones atmosféricas y concluyó que la vida en Marte era inviable. Estudiar a la atmósfera como condición de vida lo llevó a entenderla como extensión de la biósfera, ya no como un entorno fijo y externo sino como un vehículo dinámico capaz de reducir la entropía. Así arribó a la hipótesis de que “el conjunto de los seres vivos de la Tierra, de las ballenas a los virus, de los robles a las algas, puede ser considerado como una entidad viviente capaz de transformar la atmósfera del planeta para adecuarla a sus necesidades globales”. En suma, que la vida en este planeta funciona como un todo integrado. La biósfera es un sistema autorregulado, cuyos ciclos se calibran cibernéticamente, mediante el feedback de información, para mantener las condiciones de desequilibrio físico químico que hacen posible esa anomalía cósmica que es la vida.
Lovelock paseó su hipótesis por diferentes congresos científicos con poca suerte. Hasta que consiguió a una socia intelectual: Lynn Margulis (la bióloga que discutió al darwinismo en nombre de la simbiogenética o “evolución por cooperación”); y luego, que Carl Sagan la publicara en su revista Icarus. En busca de un nombre con gancho para su hipótesis, Lovelock aceptó la propuesta que le hizo su vecino William Golding en un pub de Wiltshire y la llamó Gaia, como la diosa griega de la Tierra. “Ha sido ocasionalmente difícil, sin acudir a circunlocuciones excesivas evitar hablar de Gaia como si fuera un ser consciente: deseo subrayar que ello no va más allá del grado de personalización que a un barco le confiere su nombre”.
Lovelock era consciente de que no solo su hipótesis sino el tema mismo era un objeto caliente: “Cuando se trata de asuntos ambientales, la comunidad científica parece estar dividida en grupos beligerantes, en tribus enfrentadas cuyos miembros sufren fuertes presiones por parte de los dogmas oficiales respectivos para que se adecuen a ellos”. Él mismo quedó atrapado en esa polarización, como un sospechoso eterno al que no se puede acusar de nada. No solo por el hippismo de nombrar Gaia a su hipótesis, tampoco por el antihippismo de aceptar el mecenazgo de la petrolera Shell para financiar sus investigaciones. Sino, y sobre todo, porque la hipótesis Gaia alentó dos lecturas diametralmente opuestas de la cuestión ambiental.
Él mismo quedó atrapado en esa polarización, como un sospechoso eterno al que no se puede acusar de nada (...) Sobre todo, porque la hipótesis Gaia alentó dos lecturas diametralmente opuestas de la cuestión ambiental.
De la ecología profunda al pachamamismo
En 1970 Walt Disney Productions consiguió autorización del gobierno para construir un complejo turístico en el valle de Mineral King, California. La asociación ambientalista Sierra Club apeló a la Corte contra el proyecto porque afectaba una zona salvaje. Pero la jurisprudencia norteamericana contempla la protección de intereses concretos, no de principios abstractos, y los magistrados no encontraron a ninguna persona física o jurídica afectada por Disney. Al profesor Christopher D. Stone se le ocurrió entonces una salida legal: “atribuir derechos a los bosques, los océanos, los ríos y todos los objetos que llamamos naturales, incluso al medio ambiente entero”. Suponemos que el profesor Stone también contempló a las piedras, al menos para honrar su heráldica. En 1972 publicó un libro titulado ¿Los árboles tienen derechos? Nacía un nuevo tipo de ecologismo, al que Bill Devall llamaría en 1985 “ecología profunda”.
A diferencia del ambientalismo (vástago del viejo conservacionismo), la ecología profunda no busca proteger al entorno para las personas que lo habitan, sino protegerlo de esas personas, entendiendo al ambiente mismo como otra persona. La ecología profunda reconoce antecedentes como Aldo Leopold invitándonos a “pensar como una montaña”; el libro Primavera silenciosa de Rachel Carson; y, muy a pesar de su autor, la hipótesis Gaia.
La posibilidad de concebir a la Tierra como una persona (o, peor, como una diosa) permitió actualizar a otra deidad telúrica cargada de sentido en medio del giro antioccidental de los años 70: la Pachamama. Pensadores como José C. Mariátegui, Luis E. Valcárcel o Rodolfo Kusch ya habían buscado una alternativa amerindia al pensamiento occidental. Con el tiempo, esa voluntad melló su filo originario para devenir en lo que Pablo Stefanoni llamó pachamamismo: “Un discurso indígena (new age) global con escasa capacidad para reflejar las etnicidades realmente existentes”, una “pose de autenticidad ancestral, útil para seducir a los turistas revolucionarios en busca del 'exotismo familiar' latinoamericano”.
La intersección de la ecología profunda con el pachamamismo dio lugar a una plétora de primitivismos, perspectivas amerindias, “miradas del jaguar”, filosofías de un “buen vivir” previo a la penicilina, ancestralidades inventadas anteayer. En todas esas propuestas sobrevuela una fascinación rayana en la misantropía por decrecer y replegarnos ante una Naturaleza con mayúsculas, que es “sabia”, que sabrá regenerarse sola, encontrar su equilibrio y un rincón para nosotros, miserables humanos modernos que ofendimos a la Madre Tierra.
Geoingeniería y terraformación
Nada más alejado de la hipótesis Gaia que ese primitivismo. Para Lovelock la Tierra no es un templo sagrado y estático que el humano vino a perturbar, sino un circuito efervescente de gases y microbios que mantiene el desequilibrio constante que hace posible la vida, y se retroalimenta con cada especie que la habita, inclusive la movediza humanidad. El calentamiento global es parte de las posibilidades. El problema no es encontrar un culpable sino atajarlo con el propio sistema. Intervenir esa cibernética, hackear a Gaia, no solo es posible, sino a esta altura necesario. Es la propuesta de la llamada geoingeniería. Los humanos han venido alterando los ciclos naturales desde su irrupción en el planeta. El Antropoceno es el costo de la independencia humana de la Naturaleza, tan destructiva como cualquier emancipación. Es hora, dicen, de reconstruir al planeta conquistado, poner todo el poderío humano al servicio de “un buen Antropoceno”: remover el carbono de la atmósfera, reemplazar al ganado con carne sintética, eventualmente alterar nuestro propio cuerpo para adaptarnos a este mundo cruel.
Benjamin Bratton propone “terraformar” la Tierra, rediseñarla como un artificio total en donde haya un lugar seguro para la naturaleza y una tecnocracia global que administre los recursos con un algoritmo. Michael Schellenberger, por su parte, rechaza el alarmismo ambientalista, no porque niegue el cambio climático, sino porque está seguro de que vamos a gestionarlo bien. Si el viejo ambientalismo apelaba a la ética utilitaria (cuidar el ambiente nos conviene); y la ecología profunda apela a la empatía y la ciudadanía ampliada (los árboles tienen derechos); la ética de Schelenberger es una deontología del amo: no debemos salvar a las ballenas porque sean necesarias ni porque sean personas, sino sencillamente porque podemos hacerlo. El planeta es nuestro. En este punto, la geoingeniería traiciona el principio cibernético de Gaia: confía en una plasticidad total de la Tierra, en la capacidad de una gestión unilateral sin feedback alguno. El planeta es nuestro y nos obedecerá.
Hace unos años, Lovelock ofreció una entrevista abierta a los foristas del diario español El País. “Este supuesto 'calentamiento global' con el que nos están entreteniendo los políticos, ¿no es nada nuevo, verdad? Por otra parte, la Tierra ha estado cambiando de clima muchas veces, ¿no es cierto?”, preguntó un tal charly. “No son los políticos los que dicen que está ocurriendo un calentamiento global - respondió Lovelock sin soltar su pocillo de café-, sino los científicos, como el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático. Sí, la tierra ha pasado por muchos cambios climáticos en el pasado, y éstos han sido devastadores. Tal vez seamos el único planeta en esta galaxia con vida y con internet. Debemos hacer todo lo que podamos para que siga”. Pese a gestos provocativos como aceptar el pasaje que le regaló Richard Branson para volar en su nave espacial en caso de que la Tierra colapse, Lovelock nunca perdió su compromiso con la humanidad y el planeta, como dos cosas distintas pero integradas, “unidas en la diversidad”. El optimismo bravucón de Schelenberger no colabora con ese plan.
En 2019 Lovelock festejó sus 100 años publicando Novaceno, un libro en el que afirma que ya es demasiado tarde para el “desarrollo sustentable”, hay que operar una “retirada sustentable”: emplear todo nuestro potencial tecnológico para replegar a la humanidad en ciudades medianas y bien equipadas, y despejar espacios silvestres; acelerar el reemplazo de energías fósiles por energía atómica; inyectar aerosol en la estratósfera para enfriar el aire y refractar los rayos solares; y automatizar todas las funciones productivas.
–Sr. Lovelock ¿no teme que la Inteligencia Artificial tome el control y destruya a la Humanidad?
–No, la IA necesitará vida orgánica para mantener la temperatura planetaria. Cuando sea la especie superior deberá comportarse con nosotros como nosotros debimos comportarnos con la Tierra. Y ella es más inteligente, concluye Lovelock con una risita.
Sin dudas, una persona de interés.
AG
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