¿Cuánta pobreza admite la democracia?
La última encuesta permanente de hogares elaborada por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) arrojó un índice de pobreza del 37,3%. Más de la mitad (51,4%) de las personas de 0 a 14 años son pobres mientras que sólo el 13% entre los mayores de 65 años se ubica debajo de esa línea. Aunque estos datos muestran una reducción de 3,3 puntos porcentuales con respecto al primer semestre de 2021, la mayoría de los niños y adolescentes del país continúa siendo pobre. Por su parte, el CEDLAS compartió datos que indican que hoy el porcentaje de trabajadores que no puede acceder a la canasta básica es del 31,5%. Entre los cuales, el 17,5% tienen un empleo asalariado formal y el 50,6% trabaja en la informalidad o es cuentapropista.
Estos índices señalan que el problema de la pobreza en Argentina reviste gravedad no sólo por la magnitud de los valores absolutos y su persistencia sino también por su composición. La mitad de los niños y jóvenes—sin responsabilidad alguna—están atascados en condiciones de vida indignas mientras que la reasignación de la riqueza social favorece claramente a los adultos mayores. Y casi un tercio de la población que, efectivamente trabaja y aporta con su esfuerzo a la economía nacional, de todas formas no puede cubrir las necesidades básicas para su subsistencia. Esto plantea no sólo un problema de justicia intergeneracional—¿cómo distribuir nuestros recursos escasos teniendo en cuenta el bienestar de las próximas generaciones?—sino también uno de legitimidad del régimen político: ¿cuánta pobreza admite la democracia?
Desde una perspectiva normativa, existen dos maneras de justificar la democracia. Justificamos la democracia, intrínsecamente, por el tipo de procedimiento que es; o la justificamos, instrumentalmente, por los resultados que produce. Cuando defendemos la democracia desde la perspectiva intrínseca, la valoramos por ser un procedimiento que consagra la igualdad política al permitir que todos los ciudadanos incidan sobre el resultado colectivo. Si, por el contrario, defendemos la democracia instrumentalmente, lo hacemos por ser un procedimiento que tiende a producir resultados justos. Desde cualquiera de estas dos perspectivas, la pobreza estructural en la Argentina está dañando los fundamentos normativos de la democracia.
Por un lado, el hecho de que la mitad de los niños, en virtud de haber nacido aleatoriamente en una familia determinada, estén destinados a la pobreza pone en evidencia la erosión del valor instrumental de la democracia como un procedimiento político que tiende a generar resultados justos. Acaso no exista indicador de injusticia más flagrante que la pobreza como atributo arbitrario de origen que además persiste en el tiempo limitando las oportunidades disponibles a la mitad de los niños por el mero hecho de haber nacido en esas circunstancias. La pobreza estructural -asociada a una organización de la economía con bajo o nulo crecimiento, elevada inflación y desempleo y una redistribución de la riqueza que acentúa pautas de empobrecimiento- hace cada vez más difícil una movilidad ascendente que revierta la aberración moral de la pobreza por lotería natural. Los niños que nacen en esa condición tienen altas probabilidades de seguir siendo pobres sin nunca haber “elegido” la pobreza. Arbitraria en su origen y estructural en su organización, la pobreza en Argentina pone en evidencia las limitaciones de aquellos que insisten en que la indigencia social es voluntaria y síntoma de irresponsabilidad individual. La democracia argentina, hoy, trágicamente, tiende a hacer de la pobreza un atributo adscriptivo, no electivo.
Redistribución, crecimiento y bien común
Dos imperativos materiales y uno socio-cultural deberían alcanzarse para que la democracia argentina pueda ser justificada por su valor instrumental, es decir, porque tiende a producir resultados justos. La primera es un esquema de redistribución social de la riqueza que contribuya a redimir, en lugar de perpetuar, las injusticias del punto de partida. No obstante, el fracaso persistente en lograr niveles de inclusión social ha corroído la alianza de clases y los acuerdos sociales tácitos favorables a la redistribución. Asistimos, desgraciadamente, al fin del consenso social redistributivo. La clase media, asediada también por la constricción de su base social, es cada vez menos receptiva a las penurias de los excluidos. El consenso colectivo redistributivo que ha caracterizado gran parte de la historia política argentina está cediendo terreno gradualmente al encanto efímero y engañoso de la reivindicación y salvación individual.
Segundo, no hay manera de consolidar un aval normativo de la democracia como un procedimiento que tiende a generar resultados equitativos sin crecimiento económico. Branko Milanovic, entre otros economistas, han argumentado que no es posible la reducción significativa de la pobreza sin producir más riqueza. Los esquemas redistributivos, además de encontrar cada vez más resistencia social, por sí solos son insuficientes. Sin embargo, la dirigencia política en todo el espectro ideológico sigue sin definir propuestas de un modelo de desarrollo claro y sustentable.
Tercero, la legitimidad instrumental de la democracia presupone también una cultura política que favorezca la construcción de un bien común colectivo. Si la defensa de la democracia consiste en la promesa de sus resultados, sus instituciones deben ser capaces de promover la justicia y el bien común. No obstante, la persistencia de la pobreza y la desigualdad han desgarrado el tejido social dejando en su lugar una fragmentación de intereses contrapuestos y en conflicto. Las experiencias de vida (y de muerte) han pasado a ser tan disímiles e insulares en la escala social que dificulta encontrar el norte valorativo que nos defina colectivamente como sociedad. Cada vez más somos una sociedad-archipiélago de enclaves socio-económicos heterogéneos y enajenados entre sí. La actual imposibilidad de consensuar un bien común hace imposible, al mismo tiempo, consensuar qué resultados del procedimiento democrático consideraríamos justos.
Finalmente, la democracia argentina, cobijando estos niveles de pobreza, tampoco pase el test de su valor intrínseco ya que no permite que todos los ciudadanos gocen de chances semejantes en determinar los resultados colectivos. Varios de los efectos adversos para la democracia asociados a la desigualdad—por ejemplo, la disparidad en la representación política por la influencia asimétrica en el proceso de toma de decisiones—se aplican también al problema de la pobreza estructural que hace imposible someter las decisiones políticas a un procedimiento de decisión colectiva en el que cada persona posea igual probabilidad de hacer oír sus demandas.
El movimiento de trabajadores—desocupados y ocupados por debajo de la línea de pobreza—no se reduce al acampe reciente en la 9 de julio. Los debates legítimos acerca de los cortes no deberían empañar el rol que cumplen muchas de las organizaciones de trabajadores en revertir el déficit democrático desde su fundamento intrínseco. El fenómeno atípico que sucede en la Argentina de la pobreza movilizada es también una lucha por la auto-representación, buscando una voz equiparable en la incidencia de los resultados, ante una dirigencia inmovilizada. La democracia argentina es hoy, pues, una paradoja. Aquellos que son expulsados a los márgenes y despojados del poder efectivo para implementar el cambio social son, en parte, los que sostienen la democracia. Paradójicamente, son esos pobres—los mismos que por su existencia ponen en riesgo el ideal igualitario democrático—los que al aferrarse al sistema contribuyen a impedir una regresión democrática.
CY/CC
0