La próxima frontera está dentro nuestro
La imagen, ya casi memificada, de la jefatura talibán en el despacho presidencial afgano nos ilustró cuán difícil la tiene el imperialismo en estos días. Y la remanida analogía con Vietnam nos recordó que los problemas empezaron hace rato. Es cierto que en el medio hubo algunas victorias (la primera guerra de Irak, la épica invasión de Granada) pero no alcanzan para compensar el retrogusto de fin del siglo americano. Dejo a periodistas y geopolitólogos el análisis táctico y estratégico. Aquí prefiero ladearme a un problema más abstracto: adónde va el capital cuando se le acaba el mundo. Y arriesgar una respuesta: dentro nuestro.
La colonización de la vida cotidiana
La humanidad siempre necesita más espacio. Así nos fuimos de África y así llegamos a América. En el medio, los imperios crecieron hasta reventar o desinflarse. Pero con el capitalismo la expansión ya no es un deseo ni una necesidad, es un dato. El trabajo crea mercancías, las mercancías se realizan en ganancia, la ganancia se acumula como capital, el capital se invierte en crear más mercancías. Nadie tiene la culpa, todos hacen lo que se espera de ellos, pero al final los mercados se agotan y los recursos naturales también. La presión centrífuga por salir a buscarlos esparció gente blanca a todos los rincones del orbe. Hasta que el planeta también se acabó. Los historiadores del sistema mundo explican estas crisis con la sucesión de potencias: Génova, primero; Holanda, después; luego Inglaterra, Estados Unidos aún hoy; mañana quizás China. El centro se mueve pero el planeta no se agranda: la escasez de recursos sigue allí. Los intentos de Elon Musk y Richard Branson por colonizar el espacio exterior van a llevar más tiempo del que disponemos. La solución es por abajo.
Henri Lefebvre fue uno de esos marxistas de posguerra tan marxista que quedó afuera de la Universidad, del Partido Comunista y hasta de la Internacional Situacionista. Testigo de la descolonización, se preguntó adónde iría el capital metropolitano cuando los territorios de ultramar se independizaran. La respuesta fue: a nuestra vida cotidiana. Entre 1947 y 1968 se dedicó a estudiar la colonización de la rutina doméstica, del tiempo, del ocio, del consumo y la imaginación. Así abrió el camino para un enfoque que hoy ya forma parte de cierto sentido común crítico (no es un oxímoron, lamentablemente): Umberto Eco y Roland Barthes analizando historietas y propagandas de detergente, Dorfman y Mattelart leyendo al Pato Donald, Michel de Certeau buscando resistencia en el consumo, y cientos de papers académicos estudiando cómo la televisión, las redes sociales o la data science conquistan, manipulan y mercantilizan nuestra sensibilidad.
Ya no se trata de la ideología dominante, ni siquiera de la alienación, es la expansión intersticial del capital en los recovecos más inaccesibles de nuestras vidas, la colonización de las almas. Un proceso que llevó a muchos a pensar que el capitalismo ya no es algo externo a nosotros y que quizás ya no queda nada externo al capitalismo. Pero aún resta un intersticio: el cuerpo.
Ya no se trata de la ideología dominante, ni siquiera de la alienación, es la expansión intersticial del capital en los recovecos más inaccesibles de nuestras vidas, la colonización de las almas.
El templo profanado
Entre todos los recuerdos inútiles y anodinos que me detonó la cuarentena (y los cuarenta años), el más inútil y anodino es el de Me gusta ser mujer, un programa new age que tenía Nacha Guevara en el ATC menemista, al comienzo del cual la conductora escribía su consigna con lápiz labial en un espejo: “Mi cuerpo es mi templo”. Nada nuevo: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (Corintios 3:16). San Ambrosio de Milán llamaba aula pudoris al vientre de María: el útero como un palacio inexpugnable de pureza. Pese al marcapasos, la cirugía estética, las lecturas de Foucault, y las mil y un pastillas que tomamos para algo, la percepción del cuerpo como instancia inviolable tardó en irse. En Contra natura. Sobre la idea de crear seres humanos (Turner, 2012), Philip Ball repasa las polémicas y rechazos que despertaron en su momento prácticas como la clonación o la fertilización in vitro, siempre con la fatídica figura del Dr. Frankenstein como advertencia.
Sin embargo, el templo fue profanado. “La próxima frontera está dentro nuestro”, dijo a las puertas del milenio Michael Goldblatt, director de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados del Departamento de Defensa de Estados Unidos. Las big techs hacen públicos sus proyectos para revertir la vejez o intervenir la corteza cerebral. La pandemia acelera esa expansión: desde campañas de vacunación con vacunas apenas probadas hasta dispositivos biopolíticos de todos los colores (apps de rastreo, pasaportes sanitarios). Signo de los tiempos, en 2018 He Jiankui fue repudiado y arrestado por anunciar la edición genética de dos gemelas con técnicas CRISPR; el año pasado Jennifer Doudna, promotora de la edición genética humana, recibió el premio Nobel por... el desarrollo de la técnica CRISPR.
¿Cómo enfrentar esta colonización final, la del cuerpo humano? El Talibán de la resistencia naturalista son personas como Leon Kass o Francis Fukuyama que dicen que nuestro cuerpo es un don natural y moral que no debemos alterar. Aula pudoris. Es cierto que commoditizar el cuerpo humano llevaría al plano biológico desigualdades que por ahora son “apenas” sociales. ¿Quién puede pagar un chip para mejorar su desempeño cerebral y quién necesita ofrecerse como cobayo? Toda aventura humana tiene a sus belgas y a sus congoleños. Sería un error pensar que la crisis socioeconómica regional y la disputa entre China y los Estados Unidos nos dejan fuera de estos experimentos, cuando más bien nos cotizan en algún grado de periferia. Las tecnologías siempre llegan, por la puerta de entrada o la de servicio.
El cuerpo es ancho y ajeno
Con todo, es inocultable que hace tiempo que nuestras entrañas son más políticas que naturales. Siglos de tecnología y democracia desactivaron cada mecanismo de selección natural humana. Los débiles sobreviven, los viejos viven más. Lloramos la muerte de un rockero de más de 60 años cuando hace un siglo hubiera tenido suerte de llegar a los 50. “La civilización avanza extendiendo el número de operaciones importantes que podemos hacer sin necesidad de pensar”, dijo Alfred N. Whitehead. Cada progreso civilizatorio nos hizo más inútiles, nuestras capacidades de supervivencia sin un entorno tecnológico e institucional están más atrofiadas que la de un obeso gato chartreux para dejar ese sillón y volver a la selva. Y no es un problema de la vida burguesa: un indigente hoy está más preparado para buscar comida en la basura que para cazar una paloma.
Ya no podemos confiar en que nuestro cuerpo evolucione naturalmente, debemos ayudarlo. Es parte de nuestras tareas técnicas y políticas. Y de nuestros conflictos. Si algún mérito tienen los nuevos movimientos de minorías sexuales (mal que le pese a Diego Fusaro y sus lectores locales), es el de haber destripado al cuerpo humano y puesto sus vísceras sobre la mesa política: cigotas, células madre, genitales, etc, son cuestiones a discutir como se discuten leyes o tasas de interés. El cuerpo ya no es un templo, sino una asamblea.
Como americanos, sabemos que al colonialismo se lo combate con sus armas. Y que, pese recuperar la independencia, ya nunca más seremos los de antes de la conquista. En el último siglo, fueron muchos los que entendieron que intervenir el cuerpo humano podía ser una misión emancipatoria. Desde John D. Bernal, Julian Huxley y los cosmistas rusos a principios del siglo XX, hasta Paul B. Preciado, Rosi Braidotti y el xenofeminismo a principios del XXI. Nos esperan años duros, con colapsos sanitarios y ambientales, intermediación digital de cada acción humana y, quizás, viajes al espacio exterior. Vamos a necesitar más que dos vacunas. No les regalemos ese derecho a los colonialistas del cuerpo ni a los talibanes de la naturaleza.
AG
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