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QUÉ ESCUCHAR

Rapsodia para una ciudad

George Gershwin

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Volvería a nevar, comentaban en la cola. La gente que esperaba para entrar a la Aeolian Hall, en la 43 Oeste, entre Quinta y Sexta, era mucha más que la esperada. De hecho los organizadores temían que no hubiera nadie. Flappers –esas jóvenes rebeldes y amantes del jazz, de pelo y polleras cortas, a las que describió Francis Scott Fitzgerald–, estrellas de la ópera, el compositor Igor Stravinsky, los directores de orquesta Leopold Stokowski y Walter Damrosch, el violinista Fritz Kreisler y el pianista de jazz Willie “the Lion” Smith estaban entre quienes habían ido a escuchar ese concierto de título intrigante: “Un experimento en música moderna”.

El pretexto era la celebración de un aniversario del nacimiento de Abraham Lincoln. Pero había dos atractivos poderosos, la presencia de la exitosísima orquesta del Palais Royal de Manhattan, dirigida por Paul Whiteman, y el estreno de una obraespecialmente encargada para la ocasión: una especie de concierto popular para piano y orquesta de jazz, escrita por el más popular de los compositores de canciones para comedias musicales, ni más ni menos que el autor del primer gran hit de la naciente industria discográfica estadounidense. “Swanee”, incluida en Demi-Tasse, un musical estrenado en 1919, fue grabada el año siguiente por Al Jolson. La canción estuvo durante cinco meses en el primer puesto del ranking, vendió, sólo en 1920, alrededor de dos millones de copias y más de un millón de personas compraron la partitura de la versión con acompañamiento de piano.

El martes 12 de febrero de 1924, a la tarde, como penúltimo número de una presentación que incluyó al pianista Zez Confrey, unos “Semisymphonic Arrangement of Popular Melodies”, sobre canciones de Irving Berlin, la Suite of Serenades de Victor Herbert –el compositor estadounidense más celebrado del momento– y un extraño final con una de las Marchas de Pompa y Circunstancia de Edward Elgar, se estrenó una obra que puso en entredicho, de manera radical, las jerarquías de la “cultura alta” y que cambió para siempre la historia de la música. Con arreglos de Ferde Grofé, pianista y orquestador de la banda, y, en el comienzo, ese audaz glissando ascendente que el clarinetista Ross Gorman hizo como una broma en uno de los ensayos y el compositor no solo festejó sino que incorporó definitivamente a la obra, hace un siglo sonó por primera vez la Rhapsody in Blue de George Gershwin. Una obra que él estuvo a punto de no componer. Ocupado con tres comedias musicales a la vez –una de ellas la luego famosa Lady Be Good, estrenada también en 1924– había olvidado el encargo por completo. Hasta que su hermano Ira, tres semanas antes del estreno, le mostró una nota que había encontrado en el diario y donde se anunciaba su próxima obra y el “Experimento en música moderna” de Paul Whiteman. Contó, a su primer biógrafo, Isaac Goldberg, que la compuso por completo, en su mente, durante un viaje en tren a Boston. La versión que entregó a la orquesta estaba escrita para dos pianos y él, por su parte, grabó más tarde, en un rollo de pianola, la parte que quedó como solista.

“Qué trilladas, débiles y convencionales son las melodías; cuán sensiblero e insípido es el tratamiento armónico, bajo su disfraz de contrapunto melindroso y fútil”, dijoThe New York Tribune, que concluía su crítica de ese estreno afirmando que la Rhapsody…“llora por la falta de vida de la melodía y la armonía, tan derivativa, tan rancia, tan inexpresiva.” The New York Times fue un poco más indulgente y señaló que la obra era “altamente original” y que Gershwin era “un nuevo talento buscando su voz”. Las diatribas contra las obras “clásicas” de Gershwin siempre se cebaron en “las debilidades formales”. Incluso Leonard Bernstein, uno de quienes grabaron versiones referenciales de la Rhapsody…, habló de ese “desorden interno” que, en realidad, era algo que Gershwin específicamente buscaba. En sus propias palabras, “el caleidoscopio musical de (Norte) América”.

Se trataba de una cuestión de clase (musical en este caso). Gershwin era un compositor del Tin Pan Alley –la calle donde estaban las oficinas de los productores y los profesionales que creaban canciones populares a destajo–. Una cosa era que un autor “clásico”, como Bernstein, fuera hacia lo popular como fuente, y otra muy distinta que alguien de ese campo tuviera el atrevimiento de invadir su territorio. Uno de quienes reconoció los méritos de Gershwin, y de paso polemizó acerca de los compositores “serios” –que en ese entonces eran vistos como opuestos a lo popular y “superficial”–, fue Arnold Schönberg, el ángel negro de la vanguardia y creador del supuestamente inhumano dodecafonismo. “Gershwin es artista y compositor: expresó ideas musicales y eran nuevas, al igual que la forma en que las expresó”, dijo. “Un artista es para mí como un manzano. Cuando llega el momento, quiera o no, florece y empieza a producir manzanas. Serio o no, es un compositor, es decir, un hombre que vive en la música y expresa todo, serio o no, sonoro o superficial, a través de la música, porque es su lengua materna. Lo que ha hecho con el ritmo, la armonía y la melodía no es meramente estilo. Es fundamentalmente diferente del manierismo de muchos compositores serios, que escriben una unión superficial de recursos aplicados a un mínimo de ideas. La impresión es la de una improvisación con todos los méritos y defectos propios de este tipo de producción. Sólo siente que tiene algo que decir y lo dice.”

Uno de los temas que tempranamente se puso en escena, en relación con los méritos de Gershwin para ser considerado un compositor –y no un autor de canciones particularmente inspirado y un pianista intuitivamente habilidoso– fue su capacidad como orquestador, algo que en la música de tradición académica –a diferencia de las músicas populares– es parte de la composición. Gershwin no orquestó su Rapsodia y las tres versiones existentes –la de 1924 con banda de jazz ampliada con algunas cuerdas, que era el orgánico de la banda de Whiteman, la de 1926 para orquesta de teatro y la de 1942 con orquesta sinfónica– son de Grofé.

El crítico Alan Lincoln llegó a escribir, en el número de diciembre de 1932 de American Spectator no solo que él no había realizado la orquestación de ninguna de sus obras sino que probablemente tampoco era su autor. La historia es ligeramente diferente. Gershwin al prinicipio no sabía orquestación porque jamás lo había necesitado. Las orquestas de los musicales variaban de tamaño y conformación según los teatros –y el dinero que hubiera para la producción– y cada una tenía su propio orquestador, que era el que sabía lo que había que hacer. Bernstein, precisamente, sufrió esta modalidad cuando se le rechazó su orquestación de West Side Story –la que se estrenó, se grabó, se hizo famosa y sigue siendo la “oficial” es de Sid Ramin e Irwin Kosta. Y cuando lo necesitó, ante la necesidad de componer un concierto de piano para la Sinfónica de Nueva York –que cuatro años más tarde se convirtió en la Filarmónica– a raíz del encargo de Damrosch, que había estado en el estreno de la Rapsodia…, lo resolvió de una manera absolutamente norteamericana –o hollywoodense, tal vez sea lo mismo–: se compró libros de forma musical y de orquestación y se dedicó, durante varios meses, a leerlos y a inventarse ejercicios. El resultado, su Concierto en Fa, es, sencillamente, una lección de orquestación.

La música de Gershwin, ese retrato del caleidoscopio neoyorquino, fue capaz –y aún lo es– de hablar como ninguna otra podría hacerlo de esa ciudad, del progreso entendido como una de las bellas –y bastardas– artes y, sobre todo, del cruce de culturas como lenguaje urbano. En 1898, cuando el hijo de Moshe Gershovitz y Roza Bruskina nació y fue inscripto como Jacob Gershwine, las casas de Brooklyn eran de madera. Irlandeses, rusos, alemanes e italianos llegaban a Nueva York escapando de la pobreza y las persecuciones. Los hijos crecían, algunos cambiaban sus nombres y unos pocos se hacían famosos. Aparecían los ascensores, los rascacielos, el subterráneo; Frederick Austerlitz se convertía en Fred Astaire, Asa Yoelson en Al Jolson y Jacob Gershwine en George Gershwin. Había nacido en el lado más pobre de la parte más pobre de Nueva York. Después fue rico y famoso, fue coleccionista de cuadros (tenía a Picasso, Cézanne y Matisse en su pinacoteca), de caballos y de mujeres. Y si bien es cierto que el jazz estuvo entre sus fuentes, junto con otras músicas afronorteamericanas como el blues y el shouting, fue mucho más lo que el jazz tomó de él. El pianista Herbie Hancock lo explicó con claridad: “Existen sólo dos formas básicas para el jazz. Una de ellas es el blues, que no fue escrita por nadie en particular pero es parte de la cultura negra. La otra está inscripta en los cambios de acordes de ‘I Got Rhythm’. Y ésa la escribió George Gershwin”. El compositor estadounidense John Adams, uno de los más importantes de las últimas décadas, resumió su trascendencia de Gershwin de esta manera: “El es a los norteamericanos lo que Schubert a los vieneses. Una síntesis perfecta de una época que supo encontrar el equilibrio entre su estilo popular y la maestría técnica. No interesa la categorización ni saber si debe colocarse en el casillero de lo popular o de lo clásico. Como Schubert, es a la vez popular y clásico. Y como Schubert, su música perdura sin sonar jamás fechada o pasada de moda”.

Diego Fischerman es autor del blog El sonido de los sueños: https://xn--sonidodesueos-skb.com/

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