La soledad y la máquina

El arte siempre agradece los finales verdaderamente tristes. Y el de Maurice Ravel, el músico más solitario, misterioso y perfecto de la historia, no podría serlo más. Se dijo, en su momento, que la culpa había sido de un fuerte golpe en su cabeza, debido a un choque mientras viajaba en taxi. Otros afirmaron que se trataba de un tumor que, no obstante, nadie encontró. La realidad es que, simplemente, su cerebro fue dejando de funcionar. Una operación fracasada y a los pocos días la muerte. Una muerte tan inexplicable como su vida.
Las revistas de música más importantes, las inglesas Gramophone y BBC Music y la francesa Diapason, ilustran sus tapas de este mes con su fotografía. El próximo viernes 7 de marzo se cumplirán 150 años de su nacimiento y, más allá de la afición del mercado a los múltiplos de cincuenta, posiblemente se trate del aniversario más incómodo que pueda imaginarse. De Ravel no se sabe casi nada que no sea su música –y que no haya sido ya contado– y su obra, además de ser brevísima y de haber sido ya recorrida por todos los grandes intérpretes a lo largo de un siglo, es, salvo por algunas pocas obras, un muy pequeño número de piezas repetido dos veces. O no, y esa es precisamente la cuestión.
La casi totalidad de sus composiciones para orquesta existe también en su versión para piano. Y una de las más famosas, en rigor, sus Cuadros de una exposición –basta la escucha del original de Modest Mussorgsky para saber que se trata de otra obra–, no le pertenece del todo. Como en el cuento “La loca y el relato del crimen”, una brillante fantasía lingüístico-policial de Ricardo Piglia, la verdad hay que buscarla en aquello que no se repite. En las pequeñas variaciones. En las anomalías. Y eso alcanza también a la clasificación estilística de la obra de Ravel en su conjunto. Ni impresionista –y es que en verdad no hubo tal cosa como una escuela musical asimilable a esa corriente– ni neoclásica ni brutalista ni puntillista. Eventualmente, todo eso. Y por momentos neo arcaica. Y vanguardista. Tan inabarcable por una sola palabra que a veces queda reducida a adjetivos casi descalificatorios: elegante; bella: difusa; refinada. Y al peor de todos: perfecta.
Si toda biografía florece en la fantasía de que las revelaciones privadas iluminan lo público, la de Ravel es virtualmente imposible. Y es que qué podría decir acerca de Boléro o del Concierto en Sol para piano y orquesta la vida de alguien cuya máxima preocupación declarada parece haber tenido que ver con la manera en que las medias debían combinar con el pañuelo. Tal vez explique algo más su interés por coleccionar juguetes y relojes. Lo mecánico, en todo caso, entronca con una de las obsesiones del arte en las primeras décadas del Siglo XX. La precursora Fundición de hierro de Alexander Mossolov (1917), los trenes en Pacific 231 de Arthur Honegger (1923) y El paso de acero de Sergei Prokofiev (1926), el Ballet Mécanique de George Antheil (1924), y, claro, la Metropolis de Fritz Lang, con su ballet mecánico inspirado en las danzas de Josephine Baker, estrenada en 1927, el año en que Ravel completaba se segunda Sonata para violín y piano, esa que, como indicación de tempo en su segundo movimiento, en lugar de Adagio, Largo o Lento colocaba la palabra “Blues”. Y, por supuesto, el Boléro de 1928, una obra, según Ravel, “inspirada en una fábrica”, a la que definió como “tejido orquestal sin música” y regida por un crescendo permanente y un implacable tambor. “¡Los delicados tocan el amor con tiernos violines! Pero el ruido se sirve de timbales”, había escrito Vladimir Maiakovsky en 1915, en “La nube en pantalones”, un poema fundante del futurismo.
Cabe preguntarse si ese Ravel es el mismo que compone sus Melodías populares griegas a partir de lo que escucha en un recital bautizado literalmente “Canciones de pueblos oprimidos” –la masacre de Quíos había sido pintada por Eugène Delacroix cien años antes–, si el acuarelista de Juegos de agua es el mismo de la explosión infernal de La valse, si el flaneur del pasado que se regodea con La Tombeau de Couperin es quien, en 1922, compone la descarnadamente modernista, casi astringente, Sonata para violín y cello. La respuesta es, obviamente, afirmativa, pero transgrede la mayoría de los lugares comunes –y falsedades– que circulan alrededor de la música. La primera de ellas es que un mundo estético puede ser reducido a una fórmula. A una palabra. En Ravel no hay un solo estilo, y mucho menos una receta reveladora, pero su verdad subyace en todos ellos y es reconocible de inmediato. Y aquí es donde aparece nuevamente la palabra maldita: perfección. Ese término que parece excluir la visceralidad, la necesidad profunda de expresión. Quién otro que un desapasionado, un extranjero a las verdades del arte, podría preocuparse por la exactitud o la elegancia. Al fin y al cabo, sobre esos tópicos se ha edificado la supuesta fractura entre el rock y el pop. Una concepción deudora, además, de la idea romántica del sufrimiento. Los que no lo padecen no son verdaderos artistas y, ya se sabe, los elegantes, los perfectos, no sufren. Pero qué pueden saber los otros acerca de quien nada se sabe, salvo su música, ese tejido preciso detrás de cuyos mecanismos impecables tiembla el latido de la soledad.
Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/
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