El sistema, no el aborto, es el que mata la vida
Eppur si muove dicen que susurró por lo bajo Galileo culminando el juicio ante el que lo había convocado el Santo Oficio de la Inquisición por afirmar que la tierra se movía alrededor del sol. Sin embargo, la tierra se mueve dijo al abjurar de su afirmación aquel 16 de febrero de 1616. Luego de una eterna persecución por defender la teoría de Copérnico contraria a las Sagradas Escrituras, Galileo demostraba que la tierra no era centro de nada y formaba parte de una constelación infinita de planetas inabarcables. Se lo acusó de hereje y se lo condenó a prisión perpetua. Obedeció el mandato de abjuración a riesgo de perder su vida. En sus adentros, sabía que desde entonces ninguna verdad científica se sostendría a partir de la Biblia. Junto al descubrimiento de América, aquel juicio contra Galileo hace nacer la modernidad: el mundo comenzaría a moverse hacia el futuro. Al César lo que es del César, a dios lo que es de dios.
Fueron laberínticos, aberrantes los argumentos que la iglesia le impuso a Galileo. Basado en sus observaciones y su experiencia, el científico ponía en jaque a la autoridad religiosa. Decía que el hielo flota porque es más ligero que el agua. Sus opositores refutaban: el hielo flota porque su naturaleza es flotar. Como arma teológica contra Galileo, sus opositores utilizaban el pasaje bíblico del Libro de Josué donde se afirma que Josué detuvo el movimiento del Sol y de la Luna. “Y tan herético sería como quien dijera que Abraham no tuvo dos hijos y Jacob doce, o quien dijera que Cristo no nació de Virgen”, decían.
La escisión de la fe y la razón había comenzado con Descartes hacia la misma época. Hoy sabemos que aquella eliminación de la fe del conocimiento científico también significó la apropiación epistemológica de la naturaleza, la acumulación originaria del capitalismo, la colonialidad del poder y la cacería de brujas. Fue el comienzo del sexo limpio entre sábanas limpias y la eliminación de las parteras por galenos autorizados.
Los actuales debates sobre el aborto traen reminiscencias de aquellos tiempos. Provocan el mismo estupor. Quienes defienden el pañuelo celeste vociferan, cruz en mano, estar defendiendo la vida mientras citan juicios académicos abstrusos segun los cuales la vida, (solo se refieren a la vida humana) nacería con la unión del óvulo y el espermatozoide. Rasgándose las vestiduras, sostienen integrar “el partido de la vida”. Como si esa vida, en su gigantesca dimensión de misterios insondables, estuviera puesta en juego por quienes defendemos el aborto no punible. Como si fuéramos asesinos. Como si la vida de las miles de mujeres que abortan, la vida de miles de adolescentes violadas, la vida en la miseria de millones de niños condenados a la indigencia para siempre, como si esa vida fuera digna de vivirse. Defienden “la vida”, una palabra tan amplia, y suponen que vida, en sus dimensiones reales, es un conjunto de células sin autonomía, ni física ni moral ni de arbitrio. Defienden la fertilización asistida que, según Rita Segato, es peor que el aborto porque “miles de personitas que no se eligen van directamente a la basura”. El aborto punible no es la protección de la vida del niño, es el control del cuerpo de la mujer.
¿A ese mundo queremos volver? El sistema, no el aborto, es el que mata la vida.
Para la mayoría de quienes tomaron en estos días la palabra en el Senado de la Nación las mujeres somos la carne crecida alrededor de un útero. Una máquina de fabricar argentinitos que se enciende a los 10 años y se apaga cuando el señor lo decida (una tuitera indignada).
Se habla mucho, muchísimo de la vida en estos días banales. Como si fuera una entelequia. En este planeta desquiciado se sigue poniendo al antropos en el centro de la creación, como si el sol, igual que en tiempos de Galileo, siguiera girando alrededor de él. Como si el paternalismo reclamara para sí la única superioridad moral posible en esta tierra. Como si el poder de dominio sobre mujeres, territorios y especies biológicas fuera la única forma de seguir subsistiendo en un mundo colapsado. ¿A ese mundo queremos volver? El sistema, no el aborto, es el que mata la vida. La Argentina, en su afán de conseguir los dólares que hoy duermen en paraísos fiscales, es un paradigma en materia de no hacerse cargo de la vida.
Avanzan las ominosas factorías porcinas (prohibidas en Alemania y Holanda, por los estragos que provocaron en materia de contaminación y salubridad). El Estado acaba de autorizar, único país en el mundo, la aplicación del trigo transgénico. Más de mil científicos del Conicet y de treinta universidades públicas nacionales expresaron su rechazo al trigo HB4, creado por la bioquímica Raquel Chan y la empresa Bioceres-Indear. En una carta abierta al gobierno nacional, académicos de todo el país cuestionaron la nueva semilla, que impactará directamente en la mesa de la ciudadanía: porque el trigo es la base del pan. “Este modelo de agronegocio es causante principal de las pérdidas de biodiversidad, que no resuelve los problemas de la alimentación y que amenaza además la salud de nuestro pueblo confrontando la seguridad y la soberanía alimentaria”, expresaron los científicos en el manifiesto. En este plan siniestro, se autorizó la aplicación del peligroso agrotóxico glufosinato de amonio. Medio país ya tiene serios problemas de malformaciones genéticas con el glifosato que se usa actualmente.
El fracking y la minería a cielo abierto se llevan el agua potable, hasta el momento un bien público pero que ahora cotiza en Wall Street (y lo que no se va, queda en grandes piletas contaminadas para siempre, básicamente con venenos tan dañinos como el cianuro). El Estado, generoso con las empresas, no les cobra el pasivo ambiental que, entre otras afectaciones, implican: el desaforado consumo de agua y su pérdida para el ciclo hidrológico de las regiones donde se instalan; el agotamiento de las fuentes y la contaminación de las napas freáticas; la elevada generación de desechos tóxicos y dificultades para su manejo; la contaminación atmosférica; la migración de gases y sustancias del fluido hidráulico hacia la superficie; la contaminación del suelo por derrames y flujos de retorno; los terremotos inducidos; la emisión de gases de efecto invernadero (metano y otros); la destrucción de las economías regionales; los irreparables costos sociales.
Y, como si esto no bastara, lo más grave de todo: alteración de la biodiversidad que hace posible la vida en el planeta.
Desde estas mismas páginas nos referimos al extractivismo urbano, cuya proliferación de cemento, tala de árboles y eliminación progresiva de superficies absorbentes provocan insalubridad creciente, disminución de la calidad de vida y generación de gases de efecto invernadero . Este año la especulación inmobiliaria llegó al campo. Doce provincias argentinas se incendiaron al mismo tiempo en función de ganar terrenos para plantar soja y construir barrios cerrados. La lista de la conflagración es infinita. Las ecofeministas, los Jóvenes por el clima, los Defensores de la Tierra o la Unión de Trabajadores de la tierra lo saben en carne propia. Algo que es soberanamente ignorado en el Senado, que presta su ámbito para discutir necedades sobre cuándo y dónde se inicia la vida mientras la estamos matando a nivel planetario.
Uno de los más grandes efectos del colapso actual de los ecosistemas es precisamente esta pandemia de origen zoonótico que estamos padeciendo. Dicho de manera procaz: estamos destruyendo la vida en el planeta. Nos estamos suicidando.
En la década de 1960, la bióloga norteamericana Lynn Margulis lanzó una idea revolucionaria sobre la evolución de la vida y el origen de las células modernas. Descubrió que todo elemento vivo del planeta tierra contenía (en diferentes conjunciones) el mismo ADN. Sostuvo que la tierra está construida en gran medida sobre la base de células que se reproducen, toman sus nutrientes del agua y producen incesantemente residuos. Ambos entran en asociaciones ecológicas, en ocasiones simbióticas, absolutamente necesarias para el reciclado de residuos, lo cual determina que el reino celular se expanda. Margulis expone que la química de la atmósfera, la salinidad de los océanos, no son fortuitas, están relacionadas con la respiración de trillones de microorganismos que la modifican.
Si destruimos ese sistema de biodiversidad, la vida del planeta, tal como la conocemos, no será posible. Uno de los más grandes efectos del colapso actual de los ecosistemas es precisamente esta pandemia de origen zoonótico que estamos padeciendo. Dicho de manera procaz: estamos destruyendo la vida en el planeta. Nos estamos suicidando.
El lema “preservemos las dos vidas” responde a aquello que Donna Haraway llama la maldad de la negligencia cuando se refiere, simplemente, a ese patético rasgo humano de creernos el centro del universo y no sentir ninguna empatía con ese infinito conjunto de especies que nos mantiene vivos. Ya no está la Santa Inquisición como en épocas de Galileo. Pero siguen existiendo, con una fuerza arrolladora, la estupidez y la necedad humanas.
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