Taylor Swift, el arte de contar pequeñas historias
Una joven con anteojos y el pelo sujeto en una cola de caballo. Al lado un genio humeante recién salido de una lámpara encantada. Y un pequeño texto: “¿Entradas para Taylor Swift? Sé razonable?”. El chiste fue publicado por The New Yorker el 25 de enero pasado. Empezaba la era de la Era’s Tour, que traerá a la compositora y cantante a la Argentina para hacer tres presentaciones en River el próximo noviembre –las entradas ya están prácticamente agotadas– y que hizo colapsar a Ticketmaster en los Estados Unidos.
Se trata, por un lado, de la artista más exitosa de los últimos tiempos, con ventas millonarias y nominaciones y premios incontables. Pero, ya se sabe, el éxito tiene sus razones y no necesariamente coinciden con méritos de otra naturaleza. Swift hace música pop. Es una artista pop, con todo lo que eso implica. Usa el octavador, hay un igualador tecno en mucho de lo que hace y si alguien busca riqueza armónica o resoluciones melódicas inesperadas en sus canciones es posible que no las encuentre. Y sí. El pop es tan generacional como el tango y los ochenta y los noventa, para algunos la decadencia y el final de todo, para muchos es la música de la niñez y la adolescencia. Seguramente para quienes no crecieron con el pop –con ese pop– es distinto que para los que sí. Pero además, si se atraviesa el límite del género (y de la generación), resulta que en Taylor Swift, cuyo nombre parece haber sido un homenaje de sus padres a James Taylor, hay otra cosa, empezando por esa extraordinaria tradición norteamericana que es la short story, ese tono a Dorothy Parker que impregna muchas de las mejores canciones populares del último siglo y al que Swift tributa con devoción.
Taylor Swift empezó alguna vez en el country –esa palabra en que la idea de país devino en género musical–, fue una celebridad a los 16 años, con su primer disco –Taylor Swift, de 2006–, fue criticada por novios fugaces, ex novios fugaces y, claro, críticos, ensañados con su inconsecuencia, con sus flirteos, con su moral y, obviamente, con su voz y su manera de cantar, y se dedicó a contestarle a cada uno de ellos. Finalmente, su voz no era la que otros querían; era exactamente la que le servía.
Se retiró durante dos años, en que nada se supo de ella, en el momento de mayor exposición mediática, convirtió un insulto (que ella era una serpiente) en símbolo, fue, en sus letras, del sexo explícito a la explicitación de que el sexo era parte de la felicidad, resolvió un conflicto con un sello discográfico que la había estafado volviendo a grabar sus primeros tres discos con el agregado de la leyenda “Taylor’s Version”, y, sobre todo, convirtió la canción de desamor en una de las bellas artes y supo construir, en la madurez, una épica de lo cotidiano femenino –incluyendo el elástico flojo del pantalón de la maternidad, el pasillo a oscuras y la luz de noche brillando en el baño y la patada en la vejiga de la persona por nacer–.
Las canciones son muchas cosas a la vez. Como puede leerse en los trabajos recopilados por Abel Gilbert y Martín Liut en Las mil y una vidas de las canciones, publicado por ese extraño milagro editorial argentino llamado Gourmet Musical, son parte –y a veces la parte más importante– de la vida de las personas. Pretender separarlas de la afectividad, de su lugar en la conformación de identidades y de sus funcionamientos sociales es, en todo caso, imaginarlas como algo que no son. Como esferas perfectas en el vacío en un mundo donde no hay vacío y las esferas están lejos de ser perfectas.
En los tres últimos discos de Taylor Swift, los casi gemelos Folklore y Evermore, de 2020 –frutos del aislamiento a causa de la pandemia– y el intimista –a su manera– Midnights, publicado el año pasado, la estética de las tapas ya habla de otra búsqueda. El (auto) retrato de la artista cachorra se ha convertido en la mirada de alguien que ha vivido muchas vidas en el lapso en que muchos no llegan a vivir ni una. El material sigue siendo, para bien de muchos y mal de otros, el pop. Pero lo que Taylor Swift hace con él –¿el pop después del pop?– tiene una llamativa densidad; esa manera de conseguir que una pequeña historia –y sus pequeños detalles– cuenten una gran historia.
DF
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