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Opinión - Perdón que interrumpa
Corrientes: elecciones, balas y contradegüellos

Martin Rodríguez rojo Perdón que interrumpa

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El libro de César Aira sobre Alejandra Pizarnik, a partir de las cuatro conferencias que dictó en mayo de 1996 en el Centro Cultural Rojas, nace para reparar una injusticia: “el uso tan habitual de algunas metáforas sentimentales para hablar de A.P.”. Lo dice así: “Casi todo lo que se escribe sobre ella está lleno de ‘pequeña náufraga’, ‘niña extraviada’, ‘estatua deshabitada de sí misma’.” Nombrar a Pizarnik es la dificultad de hablar de la poética y no ser asesinado por esa misma poética. Agrega: “reduce a un poeta a una especie de bibelot decorativo en la estantería de la literatura…”. Congelar la literatura, dice, y cuando la tarea del escritor haya sido “descongelar el mundo”.

Ocurre lo mismo con Francisco Madariaga, “Coco”, el poeta correntino, nacido en 1927, llevado a los 14 días de vida a vivir al Departamento de Concepción de esa provincia donde pasa su niñez, y muerto en el 2000, un surrealista en los ríos más espesos del fondo del país. Hijo de un caudillo radical, dato que cobra relieve en su obra. Sus tembladerales, balsas celestes, o espeso palmar rodean, invaden toda escritura “crítica” que lo evoca; como escribió Daniel Freidemberg, “basta una línea de Francisco Madariaga para reconocer su procedencia”. “No un poema, ni siquiera un fragmento: una simple línea”, dice. Y alude a una: “el hada-yegua de los manantiales”. 

En 2016 se publicó su obra reunida en los dos tomos bajo el título Contradegüellos, en la Editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos (EDUNER), con el cuidado, recopilación y edición fundamental de Roxana Páez. Ahí está la obra inédita, la editada, la autobiografía (“Sólo contra Dios no hay veneno”), las fotos, los fragmentos de entrevistas, las mínimas menciones que otros poetas hicieron sobre él (algo al pasar de Néstor Perlóngher, un poemita de Washington Cucurto, un par de párrafos de Gerardo Jorge, etc.), también otros poetas ensayando sobre Madariaga (formidables lo de Silvio Mattoni y Liliana Ponce). Pero la entrada al libro, escrita por Diana Bellesi y Arturo Carrera, dos voces de la nobleza de la poesía argentina, sin embargo contiene algo de esta primera observación airiana. Madariaga los habla. No lo intentan fosilizar, en este caso, sino que la poesía de Madariaga tiene algo venenoso. “Aquel Asaltante veraniego que me subiera a la grupa de un alazán a los dieciséis”, o “ese niño incomparable, ese niño forzado como un pájaro a la contemplación…” dicen Bellesi y Carrera. Enamorados, rendidos, tomados.

Madariaga doma a sus lectores. Como una jineteada. Subirse al lomo salvaje de unos poemas que te despistan: ¿de qué habla esa poesía que se hace correntina a fuerza de su descontrol, de producir casi la imposibilidad verbal de un paisaje subtropical, que hace chocar la lengua con el fuego, la modernidad con la selva, el jaguar con el niño educado que vuelve en tren a su “país natal”? Zás: escribís sobre Madariaga, ya estás hablando (y mal) como Madariaga. Cómo hablar de Madariaga sin terminar siendo hablado por él. Tal vez no se puede. 

Estos días Corrientes fue noticia. Y le dio un sacudón a la agenda del AMBA, nos quitó los ojos del ombligo, diríamos, con ese resultado electoral de escala “formoseña” en una provincia radical (el gobernador Valdés ganó con 73 por ciento de los votos) y días antes, zafó de un tiro (¡a Dios gracias!) el diputado peronista, Miguel Arias, en la localidad de Tapebicuá, durante un acto de campaña. La bala de calibre 22 quedó alojada entre dos arterias. No se sabe exactamente que pasó. El atentado no tiene detenidos aún, la bala no pudo ser sacada de su cuerpo, el diputado se salvó y ya está en su casa. Oriundo de Paso de los Libres, el veterinario Arias espera. Otra bala “perdida” de la Argentina. El triunfo abrumador del Partido Radical en Corrientes cruzado con el atentando del diputado peronista. Eso. El silbido de esa bala, ¿de dónde viene?

Contradegüellos 

Hay un dicho popular que dice: “Si Argentina entra en guerra, Corrientes la va a ayudar”. La provincia de Corrientes se organiza bastante sobre la palabra “autonomía”. En las invasiones inglesas, en la Batalla de Ñaembé en que las tropas correntinas se plegaron al mando nacional del General Roca contra las fuerzas entrerrianas que rebelaba López Jordán. O el soldado Gabino Ruiz Díaz que peleó en Malvinas, un correntino de 18 años, el “Cambacito”, héroe en la batalla de Goose Green cuyo cuerpo fue identificado después de permanecer enterrado y anónimo bajo el cartel de “un soldado sólo conocido por Dios”. Su madre hace pocos años pudo poner el rosario bajo una cruz exacta. 

La analogía rápida: Madariaga es como Corrientes, autonomista, con su poética parece de igual modo un sistema blindado, entre versos completamente identificables. Lo vi una vez. Se parecía a sus poemas (y es un modo de decir su contagio): caminaba como un aristócrata criollo, ¡un peón del planeta! Madariaga no cayó jamás en el “tradicionalismo” o el “paisajismo”, aunque los contiene. Los contiene y los desarma. Empantanado en esteros, el retorno a Corrientes, como lo dijo, con la “herramienta de la imagen moderna”. Si el punto de largada de su poesía fuera casi literal, lo sería el segundo poema de su primer libro (El pequeño patíbulo, 1954). El primer verso de ese poema (“La selva liviana”) dice: “El sonido de un tren que se ahoga en la catarata de las hojas”. Así: nacido y crecido en Corrientes, llevado a estudiar de joven, su “vuelta” al “país natal”, a la provincia, incrusta el hierro moderno en la selva. Dice: “Su polvo ciudadano tiene miedo de la gran humedad de la tierra”. Es el desecho de una modernidad arrojada al corazón oscuro de la tierra para que lo trague. Como escribió en “Rieles borrados”: “Uno de esos grandes trenes cargueros abrazados por las lonas, vomitando un celeste desequilibrio”. “¿Estoy modernos?”, se pregunta en un poema, así, literal, y Roxana Páez le oyó leer eso y no pudo contener la risa. 

Y qué pasa si volvemos al origen en busca del “razonado desorden de todos los sentidos” de Rimbaud, cita Freidemberg para entender el viaje al origen de Madariaga. Ese razonado desorden de los sentidos podría mostrar el del mismo Partido Radical (el que aún gana las elecciones en esa provincia). Madariaga conoce, evoca, los ruidos de los tiros en los esteros de una política signada también por el yrigoyenismo. Formas de la política premoderna cuando empiezan a conocer la modernidad. La vieja violencia que sostuvo la irrupción del partido que dio puntapié a la sociedad del siglo XX, es decir, cuando las masas comenzaron a entrar en el sistema político. Primer tiempo del siglo XX. Leemos en la paleta de colores que hace saltar Madariaga las formas fugitivas de una violencia esteral, pero como una coreografía de pañuelos de colores políticos: “Lo que más me impresionó fue la presencia de los caudillos políticos, acompañados por sus hombres más leales, que se paseaban por el costado del tren allí parado, luciendo ponchos y pañuelos: celestes, los partidarios del Partido Liberal de Corrientes; colorados, los del Partido Autonomista, venidos de las estancias perdidas en los fondos de los grandes esteros; verdes, los hombres del Partido Radical, defensores del voto libre y de los más desamparados.” Así habla Madariaga en su autobiografía. Pañuelos que distinguen identidades partidarias. Eso que estaba al costado del tren: caudillos y formas políticas primitivas. El siglo XIX en el siglo XX. Ese puente colgante, roto, donde pasan jaguares, gauchos, cazadores, mulatas, bandoleros, peones, indios, militares y políticos. Siglos superpuestos. Uno arriba del otro. Como la bala que rozó el corazón del diputado: a un cierto ras, palabra tan de Coco, a un cierto ras se escuchan los viejos silbidos de disparos interminables, inmemoriales, de los que braceaban sigilosos en balsas. 

Decimos: el litoral de Madariaga es el del viaje invertido, no el del río que va al mar, es el del río que vuelve del mar. Frente a lo “oficial”, no oponer la selva y el tren, montarlos unos sobre otros, traer un grito, un “estremecimiento”. Una verdad que baja en canoa. La ley, “vestido viejo / ceñido por cobardes alrededor de su cintura”. Dios los cría y el agua los amontona. Otro gran poeta del río, del agua, Juan L. Ortiz, hace otra cosa con ese paisaje, ínfimo. En ambos la “política”, eso “social”, es esporádico. La naturaleza ocupa el lugar preponderante, se come los bordes de los versos (“las lágrimas de un mono”; “que se estremezca ante Dios / como ante una culebra en el amanecer”; “atravesando el puente moderno / de la tierra a la sombra / con sombrilla de té de atardecer”).

En la introducción que escribió Agustín Alzari del libro “Estas primeras tardes… y otros poemas para la revolución”, una selección de “poemas políticos” de Juan L. Ortiz, Alzari muestra la cuerda entre la poesía de Juanele y el Partido Comunista Argentino al que perteneció. Se pregunta en la primera oración: “¿Cómo es posible que una poesía como la de Juan L. Ortiz, musical y etérea, llamada a dialogar con las ínfimas presencias del paisaje, pueda considerarse, a la vez, una poesía comunista?”. Alzari repone el primer lugar en que la política interpela a Ortiz: el Grito de Alcorta. La conmoción del sur santafesino en la pelea entre arrendadores y arrendatarios. Y la proximidad de Ortiz a ese primer radicalismo, tan promotor de una democracia del voto a voto como amigo del fusil contra fusil para defender la voluntad popular. Se pregunta también Alzari por qué en ese campo entrerriano, en sus ínfimas presencias, no está el paisaje productivo del agro ni el trabajador rural. Sin embargo, dice, aparece en lo que “torna inestable la percepción del paisaje por parte del poeta”. Y para quienes destinan al “drama de los desheredados”, la posibilidad futura y revolucionaria “de un cambio social que admita el acceso a todos los misterios del paisaje”. Hacer cosas con paisajes. Martín Prieto recuerda, además, y lee en voz alta en sus clases, el poema “Estas primeras tardes…” donde al final Juanele sustituye al pan como promesa “La tarde para todos, compañeros”. Esas tardes “tan celestes, tan puras”. Lo ínfimo también para todos. 

Dice Madariaga en “Elmalgarzareal”: “Yo no tengo País, / tengo isletas voladas por el agua…”. Lo antiverbal, ¿qué es eso? Dice: “mi destino antiverbal”. Leer como “surrealista” su herramienta moderna, pero no un programa. Una sublevación, una inconformidad. Surrealismo es el macheteo de una fórmula para inventar su propia fórmula. Lo dice “yo grabé un orden bárbaro”. El grabado, una acuarela móvil. Poesía en las cosas, ¿pero qué cosas? No hay una Historia en la poesía de Madariaga sino la Historia convertida en un caleidoscopio que hace girar una y otra vez sus obsesiones, su historia también personal. Llegada de un jaguar a la tranquera, acaso su mejor libro, publicado en 1980, esa cantata a Corrientes, es también el poema a un hijo. El jaguar. Una provincia donde la naturaleza hace también su guerra contra los hombres. En “Escritorio criollo y niño ahogado” dice: “¡Poncho criollo! / Viejo Narciso, / ¿por qué me entregaste a Corrientes? / Al color de los mogotes de palmerales, / al espeso palmar, / al palmar aire, / al agua levantándolo al palmar, / al huevo de ñandú en el palmeral, / al potro yaguané al borde del palmar, / al novillo enredado en el bajofondo del palmeral, / al ciego de la arpa y el mandolín / que oyó un vuelo en el palmar / y tocó una sinfonía amarilla de frutas del palmeral (…) ¿Para qué me entregaste a Corrientes, / gaucho de transparencia liberal? (…)”. Y así. Todo así. 

Madariaga trae el tiempo y el espacio del viejo mundo de la Argentina pre peronista. Sin estatuto del peón de campo, pero el peón, su estatura, su carne de cañón de las guerras de la tierra, las cosechas y los comicios. La larga marcha antes del Partido. Las aguas que también bajan turbias en Madariaga, pero enloquecidas ya. Leemos este verso demencial: “Una cocina sucia llena de lechos sucios y de tarros con jazmines calentados del ex-alba”. Un surrealismo bancado con trapos verdes, rojos, celestes. “Barbaridades telúricas y castigables en un arrebato bélico de acordeones”. Una política de pañuelos, como las ciudades del siglo 21, pero otros pañuelos. Viejos trapos. 

Volver a Madariaga es volver a esos dos andariveles: el de la poesía y el de la política, el de una escritura que está a cinco minutos de la “politización” y queda afuera (por suerte). Y frente al riesgo ilustrado de una romantización de la “barbarie”, en tal caso una única posible que hace Madariaga justamente porque nos arroja a su paisaje, al “viaje del lobo”. Un camino terminado. Un sistema final. Nadie podrá recoger el hilo que dejó. Madariaga también fue a buscar la modernidad. “Yo no tengo País, / tengo isletas voladas por el agua…”. País volado.

MR

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