Entre el bótox y los feminismos: la tensión por los mandatos de belleza, la elección sobre el cuerpo y el rechazo a los imperativos
La serie Mrs. America, estrenada el año pasado, retrata la reacción antifeminista de los años setenta en Estados Unidos. El segundo capítulo comienza con Phyllis Schlafly, militante contra la Enmienda de Igualdad de Derechos, haciendo abdominales: maquillada, con ropa elegante y pelo recogido, mientras se reparte entre tareas del hogar y llamadas políticas. De fondo, la publicidad de una gaseosa dietética.
En otra escena, la feminista Bella Abzug insta a su compañera a utilizar su icónica apariencia para convencer a los congresales de adoptar las demandas de las mujeres. El diálogo salió de la cabeza de los guionistas y la propia Steinem ha criticado la ficción. Sin embargo, hay algo real: su aspecto tomó estado casi público, debido a su irrefrenable militancia y al eterno ojo mediático sobre el cuerpo de las mujeres.
Tamara Tenenbaum en “La belleza es una Gloria eterna” señaló que aquello mismo que le valía a Steinem “la desconfianza y el ninguneo de cierta gente, le abría puertas que no se despliegan ante los pies de cualquiera, cosa que sabía y aprovechaba”. La activista no se refiere mucho al tema. ¿Por qué debería hacerlo alguien con tantas décadas de trayectoria política? (¿y cualquier otra persona?). En una entrevista, hace unos años, bromeaba con que solo pasó de ser una “chica linda” a una “gran belleza” debido a los prejuicios contra las feministas.
Tres agujas
El debate sobre los mandatos y estereotipos físicos no es nuevo, aunque, durante los últimos años, cobró un nuevo impulso. La militancia gorda tuvo un rol fundamental en denunciar la censura y discriminación que cae sobre los cuerpos que se corren de la norma. A esta se suman colectivos que combaten los preceptos que intentan moldear actitudes, pensamientos y corporalidades, a través de publicidades, medios de comunicación e instituciones sociales.
Paralelamente a las demandas renovadas de feminismos, que vuelven a patear el tablero y quieren deconstruir la propia idea de “belleza”, hay una disponibilidad y consumo cada vez mayor de tratamientos estéticos por parte de mujeres cisexuales. Más o menos invasivos: desde las mascarillas o cremas faciales hasta las cirugías. El skincare (o cuidado de la piel) experimentó un crecimiento notorio durante la pandemia y mueve mucho dinero. Pero también procedimientos como el bótox y los rellenos faciales se vuelven cada vez más populares.
Paralelamente a las demandas renovadas de feminismos, que vuelven a patear el tablero y quieren deconstruir la propia idea de "belleza", hay una disponibilidad y consumo cada vez mayor de tratamientos estéticos por parte de mujeres cisexuales.
Existen hace décadas pero, en los últimos años, tanto las cuentas de profesionales que los aplican como las consultas se multiplicaron. Y ya no apuntan exclusivamente a la farándula o a un público de altos ingresos, sino a personas de clase media, de distintas edades y profesiones.
“En la confluencia de un juego de oferta y demanda, de avances científicos y tecnológicos, estos tratamientos se han vuelto más accesibles. Ante el crecimiento de la comunicación digital apoyada en imágenes, la importancia de la construcción de sí en la singularidad y las renovadas exigencias de los mercados (de trabajo, sexoafectivos), las personas buscan allí elementos que apuntalen su seguridad”, reflexiona Karina Felitti. Ella es doctora en Historia, miembro del Conicet y del Instituto de Investigaciones en Estudios de Género de la Universidad de Buenos Aires.
“Muchas veces actuamos como profesionales del modelaje. Esto aplica a las mujeres pero también a los varones cisexuales. El mercado de tratamientos de recuperación capilar -desde el shampoo a la intervención médica-, el boom de las barberías y la alta presencia masculina en los gimnasios son datos fácilmente observables”, continúa Felitti.
En la intersección compleja de “lo personal es político”, la existencia innegable de mandatos sociales y el libre albedrío (mi cuerpo, mi decisión) y el impacto del incesante bombardeo fotográfico (principalmente en plataformas como Instagram, con sus “filtros” que modifican las facciones) el debate se tensa. ¿Cómo se ven estas intervenciones desde los feminismos? ¿Hay respuestas únicas? ¿Se contemplan las vivencias y recorridos particulares?
La propuesta de impulsar cuerpos, pieles, pelos, vellos y hasta pestañas “reales”, brinda a muchas mujeres un espacio de autoaceptación, conversación y de batalla contracultural válida. Es el ejemplo de la “militancia plateada”, de mujeres que se niegan a teñirse el cabello. Paradójicamente, el mismo mercado que impulsa los imperativos opresivos -como los de la delgadez y la juventud-, ha sabido deglutir esta pugna por el sentido común. Distintas marcas alientan los pelos con canas y las curvas naturales, o pretenden “romper tabúes” alrededor de la sexualidad y la menstruación: en ocasiones, menos por convicción, que por lavar su imagen o incluso para vender nuevos productos.
Felitti agrega: “Si nos empeñamos en seguir denunciando las exigencias estéticas para las mujeres y su cuña machista, nos estamos perdiendo un fenómeno social mayor y victimizando a quienes eligen eliminar arrugas o afinar su cintura”. En otras palabras, surge el peligro de cortar diálogos. ¿Qué pasa cuando ciertos discursos terminan atomizando los espacios de resistencia o dejan afuera de los procesos de cambios a quienes -por sus variados motivos- eligen las agujas?
Ahora que sí nos ven y nos vemos
Esther Díaz es ensayista, autora y una filósofa punk, doctorada en la Universidad de Buenos Aires con un 10 por su tesis sobre Foucault. En la película “Mujer Nómade” (2018), donde explora distintos aspectos de su propia vida e historia, se muestra acudiendo a una cirujana plástica. Feminista de trayectoria, comparte con elDiarioAR sobre su mirada alrededor de este tema.
Hace una primera aclaración: no es una militante de que las mujeres tengan que operarse, sino de la libertad. “Respeto tanto a las que aman sus arrugas como a las que no. Hay un lugar común de 'envejecer con dignidad'. ¿Por qué es más digno? Invirtiendo los géneros, sería como decir que los hombres son más dignos si no se afeitan después de los cincuenta. Afeitarse es también una tecnología, como las intervenciones estéticas: en la Edad de Piedra nadie lo hacía. Sin darnos cuenta, podemos caer en aquello mismo contra lo que nos rebelamos: poner directivas desde arriba para que cumplamos todas con lo mismo”, resume.
Hace varios años, un colega de cátedra de Esther Díaz fue consultado sobre ella por un periodista: podría haber hablado sobre las decenas de libros que publicó, su fama como docente... pero eligió comentar que tenía una “obsesión por las operaciones” y criticó cómo se veía. “Si a él le parece que queda horrible, que no me mire. Cuando me paro frente al espejo, me siento mejor así. No busco ocultar mi edad: siempre la digo, tengo 81 años, pero sí me gusta atenuar las arrugas. No voy a seguir fórmulas que supuestamente están para emanciparnos y nos cargan con más obligaciones”.
"No busco ocultar mi edad: siempre la digo, tengo 81 años, pero sí me gusta atenuar las arrugas. No voy a seguir fórmulas que supuestamente están para emanciparnos y nos cargan con más obligaciones".
“Hemos hecho tanto esfuerzo los feminismos por superar la (hetero)normatividad que durante siglos ha recaído sobre las mujeres, que pareciera que no podemos vivir sin normas. En mi larguísima vida luché contra el patriarcado y planeo continuar luchando mientras tenga lucidez. Entre los derechos por los que peleamos está el de la libertad, la libertad sobre el propio cuerpo”, reflexiona.
Piensa en una artista que, desde joven, se exhibe desnuda anualmente, con fotos de años anteriores, para mostrar cómo envejece. Y también en otra que muestra sus operaciones como obra de arte. Arte carnal. Arte que arde. Un tipo de performance cuyas máximas referentes son la española Esther Ferrer (que, con Autorretrato en el tiempo e Íntimo y personal evidencia el paso del tiempo en su cuerpo, e invita al público a cuestionar la cultura patriarcal y falocéntrica); y la francesa Orlan (quien ha transmitido cirugías en vivo, transgrediendo los límites de lo considerado “normal”, para reafirmar la diferencia y cuestionar los parámetros estéticos vigentes).
Las tecnologías para intervenir el cuerpo, como explica Esther Díaz, no son algo reciente. Las podemos ver en el papiro de Ebers, del 1.550 a. C. y en diversas obras de clásicos (en el sentido estricto del término). Y, desde la Antigüedad, fueron los hombres (los “machirulos”, acota la filósofa) quienes se encargaban de validarlas o censurarlas: tal es el caso de Ovidio en su Arte de Amar.
“Resulta que ahora pretendemos imponerles a nuestras pares, a las mujeres que han sufrido tanto o más que nosotras, que tengan que dejarse los pelos bajo las axilas”, ironiza Esther, para remarcar la necesidad de rehuir de los imperativos. “El paternalismo es algo que se puede meter en ciertas partes del movimiento, asumiendo mandatos machistas en contra de las mujeres, que además terminan siendo fagocitados por la industria”.
La “belleza” como mito y capital simbólico
“La presentación corporal es parte de un capital que se pone en juego en la vida social, en el mercado de trabajo y en el sexo afectivo. Nos mostramos y promocionamos en redes sociales, mucho más a partir de la pandemia y las limitaciones de la interacción presencial”, suma la doctora Felitti.
Eva Illouz y Dana Kaplan exploran esta idea en El capital sexual en la Modernidad Tardía (2020). Para Illouz, la sexualización de los cuerpos es funcional al neoliberalismo y las presiones sobre el cuerpo contribuyen a sojuzgar a las personas. En el libro, sin embargo, las autoras buscan romper la lógica binaria donde “la resistencia, la transgresión y el empoderamiento se consideran un extremo, y la dominación, la sumisión y el desempoderamiento, el otro”.
“El capital sexual -la capacidad de obtener autoestima de nuestras elecciones y experiencias sexuales- puede que se haya convertido en una estrategia de las trabajadoras (potenciales) para hacer frente a las inseguridades que les impone el capitalismo neoliberal. (...) Cuando el empleo es tan precario, los sujetos de la clase media se quedan sin apenas nada más que sus propias capacidades afectivas innatas, y en nuestro caso relacionadas con el sexo, para restablecer su autoridad”, concluyen. La precariedad del trabajo está, para las académicas, en el centro del análisis.
No son las primeras en plantearlo. En su ya clásica obra El mito de la belleza (1990), Naomi Wolf decretaba que las cirugías en las mujeres profesionales era “una obligación profesional más que personal”. Ahondó en la proliferación de obsesiones físicas, en el temor a envejecer y a perder el autocontrol. Su tesis: “Estamos en medio de una violenta reacción contra el feminismo, que utiliza imágenes de belleza femenina como arma política para frenar el progreso de la mujer: es el mito de la belleza”. La belleza como aspiración y trabajo individual incesante; como generadora de competencia y división; como motor de ganancia empresarial; como factor para la supervivencia de la estructura del poder.
Según la escritora, la persecución de modelos hegemónicos quitaba a las mujeres tiempo para el activismo y la reflexión: por lo tanto, las debilitaba a la hora de cuestionar y cambiar la estructura social. El libro, pionero, puede resultar algo lineal en este sentido. En una temática donde priman las preguntas, aparecen dos más: ¿hay un tipo ideal de feminista? y ¿son las mujeres sujetos pasivos ante los mandatos?
Experiencias, entre lo personal y lo político
En un artículo muy interesante, Kathy Davis y Montse Conill trazan “un enfoque biográfico de la cirugía estética”. Ellas parten de que los tratamientos de este tipo tienen que ver con una época histórica concreta, la existencia de jerarquías de género, la regulación de la feminidad occidental y el creciente arsenal de técnicas y tecnologías destinadas al “embellecimiento”. Pero optan por construir su texto en base a entrevistas con mujeres que pasaron por el bisturí: empirismo, luego teoría; escucha, antes que juicio.
Davis y Conill notan que, en cierta literatura feminista (quizás predominante), se coloca a estas personas en el corsé de la opresión patriarcal, de los discursos de feminidad y de un sistema hegemónico, “que la vigila, la condiciona y la subordina”.
Por el contrario, su tesis es que cuando las mujeres visitan a un cirujano, no solo se pone en juego la “belleza” (es decir, no todas buscan ser “hegemónicas”), sino cuestiones ligadas a la identidad, al pasado y al recorrido personal. “En un ordenamiento social genérico en el que las posibilidades de acción de las mujeres son limitadas y muy a menudo ambivalentes, la cirugía estética puede, aunque parezca una paradoja, proporcionar un camino para dejar de ser una mujer objeto y convertirse en un sujeto agente”, arriesgan. Ni las cirugías ni las inyecciones llevan a la liberación, pero pueden permitir otra relación con el cuerpo (y, en ese sentido, con otros aspectos de la vida individual y los vínculos).
EldiarioAR se acercó a mujeres y hombres que pasaron por las agujas, para conocer sus motivaciones. Paula tiene 35 años y comenzó a hacerse “retoques” (como los llama) hace cinco: bótox en la frente, relleno de ojeras y surcos nasogenianos. Su trabajo no tiene necesariamente relación con la estética, pero no descarta que se sienta más segura laboralmente ahora. “Pienso que las cremas, serums y tónicos están bien vistos, y nadie se avergüenza de usarlos. En la farmacia hay decenas de marcas de productos destinados a cada fracción de la cara. En cambio, el ácido hialurónico y el bótox causan más rechazo público, aún cuando muchas los utilizan. Me autopercibo feminista, estuve afuera de Congreso hasta que aprobaron el aborto, no me siento culpable por esto, ni creo que sean asuntos incompatibles”.
Pablo tiene diez años menos y se desempeña en el rubro del marketing. “Me hago los tratamientos (plasma rico en plaquetas y mesoterapia) porque es una forma de verme bien y darme autoconfianza y motivación. Los prejuicios no me importan, en absoluto. El gasto un poco sí. Es complejo darle continuidad a los tratamientos estéticos porque suben de precio muy rápidamente”, comparte.
“Tuve que vencer mis propias convicciones. Siempre consideré que los tratamientos estéticos o faciales eran cosas superficiales y hasta me burlé de quienes se los hacían. Antes de informarme, pensaba que los precios eran exorbitantes, inalcanzables. Comprobé que no es así, por lo menos para mi bolsillo en este momento, y que vale la pena, por la relación costo-beneficio. ¿Feminista? Sí, me puedo llamar así, sobre todo en el último tiempo”, relata Mariela, de 60, que trabaja en los medios.
Un debate con historia
En 1968, las Mujeres Radicales de Nueva York, junto a algunos grupos defensores de los derechos civiles organizaron una protesta frente al concurso de belleza Miss America. Instalaron un “tacho de basura de la libertad” -donde arrojaron textos, prendas y productos de belleza e higiene femeninos-, llevaron carteles -“¿Puede el maquillaje cubrir las heridas de la opresión?”- e instalaron su famoso cartel por la “Liberación de las mujeres”.
El hecho fue un hito de la segunda ola feminista. Sin embargo, poco tiempo después, Carol Hanish -una de las organizadoras y autora del texto “Lo personal es político”- cuestionó algunos aspectos de la acción. Si los dos propósitos eran despertar la conciencia latente de las mujeres sobre su subordinación y generar una hermandad, ¿habían sido efectivos los métodos? ¿Era correcto el mensaje?
“Las concursantes y otras mujeres quedaron como nuestras enemigas y no como compañeras que sufrían con nosotras (...). No fuimos lo suficientemente claras en decir que todas somos forzadas a actuar el rol de 'señorita América': no por mujeres hermosas, sino por un sistema que instituyó la supremacía masculina”, escribió Hanish. Su reflexión resuena, medio siglo más tarde.
JB/SH
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