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El cine imposible: 5 películas que ya no se pueden filmar

El cine que no se podría haber filmado hoy

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Siempre dije que las películas no envejecen, envejecemos nosotros. Cuando escribí esta nota me sentí tentada a cuestionarme esa idea ante ciertas películas que claramente envejecieron, y en varios casos muy mal. Sin embargo sigo en mis trece: las películas no envejecen. Siguen brillando como en el día de su estreno, pero nosotros (individuos y sociedad) a medida que envejecemos cambiamos. A veces para bien, otras no tanto. Y así cambia nuestra forma de leer esas obras. La pregunta es: ¿se puede juzgar a una película lejos de su tiempo? Las obras están creadas en un momento determinado, pensadas para y dentro de esa coyuntura. ¿Tienen la obligación de resistir el futuro? 

La complejidad reside en que no todos los casos se pueden medir y analizar de la misma manera: hay películas que no resisten el paso de las décadas y la desnaturalización de conductas machistas, pero hay otras que ya en el momento del estreno resultaban incómodas. Porque hay obras que repiten un pasado aunque estén filmadas en el presente. Es primordial aclarar que no estamos hablando de cine independiente sino del industrial. Ese que los grandes estudios producen por docenas cada año con la intención de llenar las salas e inundarlas de pochoclo. Que no se confunda esto con un juicio de valor. Una película no es mejor ni peor por ser independiente o industrial. Pero juegan con reglas muy distintas. Una de las reglas del mainstream tiene que ver con los permisos y las censuras. También con la autocensura con la que muchas veces trabajan sus autores. Por poner un ejemplo, no mide, el público ni la industria, con la misma vara una película de Star Wars que una de Gaspar Noé. Cuando afirmo que estas películas no podrían filmarse hoy, me refiero a esa industria que genera obras, pero también las etiqueta y clasifica buscando la mayor cantidad de público posible. 

Quisiera ser grande (Big)

Salvo contadas excepciones, los niños desean ser adultos lo antes posible para gozar de mayores libertades. Josh (David Moscow), el pequeño protagonista de Quisiera ser grande (1988) se siente excluido del mundo cuando un adulto no le permite subirse a un juego en un parque de diversiones por no tener la altura mínima indicada. Por no haber crecido lo suficiente aún. Josh tiene 12 años y, tras la furia de ese episodio donde se sintió humillado, decide pedirle un deseo a una misteriosa máquina que promete cumplirlo: Zoltar el mago. Introduce una moneda de 25 centavos y pronuncia en voz alta “Quisiera ser grande”. A la mañana siguiente Josh despierta en el cuerpo de un adulto. Un adulto interpretado por Tom Hanks. Penny Marshall dirige, con guión de Anne Spielberg y Gary Ross.

Josh ahora tiene pelos en pecho y piernas, sin embargo, sigue pensando, sintiendo y actuando como un chico de 12 años. No importa si ahora usa varios talles más grande la ropa: sigue siendo un niño. El personaje escapa a Nueva York y busca un trabajo hasta que encuentre la máquina mágica para pedirle que lo vuelva niño (físicamente) otra vez. Josh es contratado en la empresa de Juguetes MacMillan, donde conoce a Susan (Elizabeth Perkins), una mujer muy hermosa que intenta seducirlo. El protagonista no comprende el (sentido del) lenguaje en el que le habla Susan: cuando ella le propone quedarse a dormir en su casa (un enorme departamento repleto de pinballs, arcades y muñecos inflables), Josh le responde “está bien, pero yo voy arriba”. Se refiere a la cama marinera, no a una posición sexual porque ni siquiera se le pasa eso por la cabeza. Josh se pone su pijama de robots y se va a dormir como cualquier noche mientras la mujer se queda despierta desconcertada en la cama de abajo. Hasta aquí no hay nada demasiado extraño, el problema es cómo se va transformando esa relación: en determinado momento, Susan besa a Josh y, acto seguido, se quita su camisa. Tras una elipsis entendemos que tuvieron sexo. El protagonista llega a su oficina de buen humor y, por primera vez en su vida, no pide leche malteada sino café. Café bien negro. 

Susan no sabe que Josh es un niño (por más que note actitudes aniñadas en él). En su momento, Quisiera ser grande no llamó la atención de los espectadores al mostrar un vínculo sexual entre una mujer adulta y un menor de edad. La incomodidad más relevante al ver esta película en 2021 es descubrir la romantización que hay alrededor del vínculo entre Susan y Josh, cómo los guionistas disfrazan con argumento el abuso de un menor. Cuando el protagonista le confiesa la verdad, que acaba de cumplir 13 años, Susan desespera. Lo persigue en un taxi porque intuye que Josh buscará la máquina para que su cuerpo retorne al de un niño. Quisiera ser grande es una película romántica, y ese punto es el más inquietante. En una escena, el mejor amigo de Josh, Billy (de 13), le pregunta a Susan quién es. “Soy su novia”, responde. Billy pone cara de asco.  A veces los personajes de la misma ficción nos avisan del horror.

Hace tres años, el actor que interpretó al Josh de 13 años, David Moscow, dijo en una entrevista que Quisiera ser grande no podría ser filmada en la actualidad porque es un retrato de una relación entre una mujer y un niño. “La prensa estaría destrozándola incluso antes de que se estrenase. Los fanáticos religiosos estarían hablando sobre ello. No creo que pudiera realizarse (...) Si 'Quisiera ser grande' fuese rehecha en 2018, puedes apostar a que la relación de Josh con Susan sería alterada, si no es eliminada del todo”, dijo. ¿Qué hacer con las películas que quedaron desencajadas del presente? ¿Es la cancelación una solución, o es sumar otro problema? Las obras existen y es peligrosa la idea de resolver un discurso incómodo (o incorrecto para la sociedad del presente) borrando la creación de un autor o autora. Las películas son un documento que retratan un momento en la historia, en la sociedad. Y películas como Quisiera ser grande nos permite leer vínculos que en los años 80 pasaban desapercibidos, y hoy ya no. ¿Cómo construir el presente sin poder ver y leer el pasado? 

De mendigo a millonario (Trading Places)

En 1983 John Landis estrenó una comedia que fue un gran éxito de público. Protagonizada por Eddie Murphy y Dan Aykroyd, y escrita por Timothy Harris y Herschel Weingrod, De mendigo a millonario narra el cruel plan de dos hombres de negocios con puntos de vista diferentes. Realizan entre ellos una apuesta para confirmar una teoría acerca de la naturaleza humana, sus virtudes y fortalezas: si reside en la educación o es una consecuencia de la genética. Para averiguar la respuesta, y ver quién gana la apuesta, modifican la vida y el futuro de dos personas de clases sociales distintas: Billy Ray Valentine (Eddie Murphy) es el típico mendigo pícaro de este tipo de relatos, y Louis Winthorpe III (Dan Aykroyd) un joven ejecutivo nacido en cuna de oro. La película, partiendo del relato clásico de Príncipe y mendigo de Mark Twain, transcurre entre peripecias, alguna aventura y un retrato caricaturesco de las clases sociales.

Sin embargo, la escena que hace ruido está cerca del final, y poco tiene que ver con la trama general. Aliados el mendigo y el millonario, son amenazados y llevados a punta de pistola al vagón de carga de un tren de pasajeros, en el que se celebra una fiesta de disfraces. En esa bodega se encuentra enjaulado un gorila. La tensa escena se rompe cuando entra un pasajero disfrazado de gorila al vagón, y es golpeado por el matón que amenaza a los protagonistas. El gorila reacciona y noquea al matón. Entonces se desarrolla una escena, en tono jocoso, que se revela escalofriante. Luego de taparle la boca con cinta, proceden a vestir al matón con el disfraz de gorila, y entre miradas cómplices y divertidas, encerrarlo en la jaula con el gorila real. Lo que sigue, no es sorpresa, es la violación por parte del gorila, que cree estar en compañía de otro primate. La violación masculina como castigo es algo común en ficciones de todo tipo, y es uno de los recursos más despreciables de cierto tipo de humor mustio. Pero en este caso, además, la violación se presenta como una forma de justicia retributiva. Como una forma válida, y graciosa, de hacer pagar a un villano por sus maldades. La incorrección política no siempre es un signo de valentía contra un discurso hegemónico imperante, a veces también es perpetuar discursos crueles e indefendibles como este. Aún cuando se perpetúen desde la inocencia o inconsciencia de unos autores buscando el gag ideal para su comedia.  

Se busca novio (Sixteen Candles)

En los años 80, John Hughes era el director especialista en comedias juveniles. Se busca novio, estrenada en 1984, gira alrededor de Samantha (interpretada por su actriz fetiche Molly Ringwald), quien además de estar furiosa porque toda su familia olvida su cumpleaños número 16, sufre porque el chico que le gusta no la registra. Jake (Michael Schoeffling), el galán y bravucón del colegio, está de novio con la chica más popular de la secundaria: Caroline (Haviland Morris). Hay un cuarto personaje, un chico nerd de primer año llamado Farmer (Anthony Michael Hall) que anhela algún día ser popular, ganarse el respeto de los demás y, sobre todo, la atención de una mujer.

Hay un par de secuencias muy cuestionables cerca del final de la película de las que recién hace poco se empezó a hablar: en una fiesta Caroline toma mucho, se emborracha y pierde el conocimiento. Jake charla a solas con el nerd de la escuela en la cocina de la casa donde sucede la fiesta. Farmer le cuenta a Jake que tiene en su poder la bombacha de Samantha; Jake le ofrece un trato: que le entregue esa bombacha y a cambio él le permite llevarse a Caroline (su novia) hasta la casa. Se la entrega como un pedazo de carne. Farmer la alza, ella está totalmente desmayada. Cuando la suben al coche, Caroline pregunta quién es el conductor. Jake, engañándole, le responde “Yo”. Farmer se la lleva en ese auto prestado y frena en la casa de sus amigos. Les pide que tomen unas fotos de él abrazando a Caroline para que el mundo le crea. Farmer tendrá sexo con una chica que está inconsciente y ni siquiera recuerda su nombre. A la mañana siguiente, Caroline le pregunta quién es. Farmer le repregunta si le gustó haber tenido sexo con él. “Tengo la rara sensación de que sí”, contesta ella, y se besan. Hay dos temas en esta secuencia muy complicados: el primero es construir un chiste a partir de violentar el consentimiento de una persona para tener sexo. El segundo es la víctima de violación enamorada de su violador. 

Hay un punto interesante en esta película: la historia entre Farmer y Caroline no podría filmarse en 2021, sin embargo, en 1984 ya eran repudiables esas escenas. No solo por la acción sino por el tratamiento que se le da: el amor que nace a partir de una violación. En 2018, con el surgimiento del movimiento Me Too, la actriz Molly Ringwald vio con su hija adolescente Se busca novio y no pudo evitar sentirse mal. Quedó espantada al tomar consciencia de la situación por la que pasaba el personaje de Caroline, una violación que era tomada como un chiste dentro de la narración. Molly quedó perturbada y decidió comunicarse con Haviland Morris, la actriz que interpretó a Caroline en 1984. Tomaron un café, charlaron luego de muchos años, y Molly le preguntó si no pensaba que era realmente terrible por lo que pasa el personaje de Caroline. Haviland le respondió que su personaje era responsable de lo que atraviesa, que la violaran, por el hecho de haberse emborrachado. Culpa a la mujer, no al hombre que se aprovecha de la chica inconsciente. Molly quedó todavía más espantada. John Hughes falleció en 2009, varios años antes de que miremos con lupa algunas películas, y, sobre todo, que el tema del consentimiento esté en el centro del debate. 

¿Cómo hubieran sido las comedias adolescentes de John Hughes en este presente si no hubiera fallecido? ¿Se podría haber adaptado a ciertos cambios de paradigma o hubiera quedado afuera una industria que está siendo reeducada? El hecho de que en los años 90 se dedicara de lleno y hasta su retiro a un cine infantil que tiene como su mayor exponente a Mi pobre angelito (Home alone, 1990) quizás sea una pista.

Muchas generaciones crecimos amando a las películas juveniles de John Hughes. ¿Qué sucede cuando nos topamos con que esas obras tenían un discurso tan nocivo acerca de las relaciones sexuales y el consentimiento? ¿Las obras pierden su valor cuando el tiempo les juega en contra? ¿Soy una mala feminista si no cancelo Se busca novio? ¿Se puede seguir disfrutando una película tras comprender ciertos discursos? No de la misma manera. No tengo respuestas definitivas a estas preguntas. Seguro seguiré viendo películas y pensándolas, como cada tiempo me lleve a hacerlo.

Doble engaño (Soul Man)

En 1986 Steve Miner, conocido anteriormente por dirigir las películas de terror Viernes 13 II y III y House, estrenó la comedia Doble engaño. Escrita por Carol Black, la premisa es simple: un joven, Mark Watson (C. Thomas Howell), es admitido en Harvard para estudiar la carrera de abogacía. Todo es alegría hasta que su padre, un hombre rico, le informa que no pagará sus estudios. Es entonces cuando Mark, un chico blanco, decide hacerse pasar por afrodescendiente para obtener la “Beca Henry Q. Bouchard”. Una beca solo para estudiantes de color. ¿Cómo cambia el color de su piel Mark? Tomando una sobredosis de pastillas autobronceantes. También se le riza el pelo, no entendemos cómo, ni importa. “El problema es que Mark no es negro... ¡todavía!”, anuncia la sinopsis. 

La incomodidad que provoca Doble engaño se resume en una sola palabra: Blackface. La acción de pintar de negro a un blanco para usar un estreotipo como parodia. Aunque el Blackface sea condenable siempre, no es lo mismo el impacto que tiene en una película de Al Jolson como El cantante de jazz (primera película sonora de la historia) que en una de 1986. El mismísimo protagonista, Mark, afirma que los 80 son otra era, la era Cosby, donde ser negro no es un problema. El uso del Blackface que hace la película es obvio: chistes sobre baile, criminalidad, deportes y vigor sexual. Como suele suceder en estas comedias, hay una vuelta de tuerca sensible. Nuestro protagonista comienza a padecer el odio de los blancos conservadores y a entender lo fáciles que eran muchas cosas para él desde su lugar de joven blanco de clase acomodada. Sin embargo no alcanza. Se sabe: el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones.

El exorcista (The exorcist)

Pasaron 48 años del estreno de El exorcista, sin embargo, sigue siendo una de las películas más terroríficas de la historia. El tiempo no pudo inmunizarnos de la perturbación que nos causan varias escenas del largometraje dirigido por William Friedkin, basado en la novela de William Peter Blatty. La historia es conocida: una nena de 12 años, Regan (Linda Blair), es poseída por el diablo. Y la madre (Ellen Burstyn), desesperada, busca ayuda en un sacerdote. Una de las escenas más impresionantes comienza con los gritos de la niña. La madre, Chris, sube a toda velocidad por la escalera hasta el cuarto de su hija. Cuando abre la puerta ve que su nena se está masturbando con un crucifijo bañado en sangre, al igual que las piernas y el camisón blanco. Podemos escuchar la voz del diablo que grita (desde el interior del cuerpo de Regan) “¡Deja que Jesús te coja!”. Chris, muerta del susto, intenta arrancarle el crucifijo a Regan, pero la niña reacciona violentamente: sujeta la cabeza de su madre y la acerca a sus genitales al grito de “Lámeme, lámeme”. 

El exorcista es un caso distinto a los anteriormente mencionados. Acá estamos hablando del terror sin apartar la mirada. De un nivel gráfico que no se vio más en una película industrial a partir de los años 80. Y no me refiero al gore, al baile de sangre y tripas que pudieron verse después en tantas películas de terror, sino a buscar en los lugares más profundos e incómodos a la hora de generarnos miedo. Un miedo que pasado el susto, y terminada la película, sigue dentro nuestro. La película fue escrita y dirigida por personas católicas, creyentes y comprometidas con lo que pasa. Que no se tomaron la película como una fábrica de sustos nada más. Sin embargo, no es necesario compartir su fe para compartir sus miedos. La película además habla de la indefensión de los niños, un tema recurrente en el género. ¿Se expondría hoy a una niña a todo por lo que pasó Blair para lograr los espantos buscados en la película? ¿Se le permitiría a un director industrial en una película de gran presupuesto filmar una escena como la del crucifijo ensangrentado? Los años 70 fueron particulares en Hollywood, fue la época en que grandes guionistas, directores y productores llevaron, aupados por grandes presupuestos, películas personales y visionarias. Solo en ese contexto se entiende esta película. Después de algunos fracasos resonantes, los grandes estudios de Hollywood volvieron a sus prácticas habituales, a sus censuras y etiquetas. A buscar ganar más arriesgando menos.

La libertad de discurso permite que surjan desastres como Doble engaño, pero también que podamos criticarla. Y favorece que se hagan obras maestras como El exorcista, aunque tenga sus detractores. Entonces, no podemos juzgar una película fuera de su tiempo. Pero sí usarla como cápsula de tiempo para entender mejor ese pasado. Y no tienen, claro, la obligación de resistir el futuro, de hecho no lo hacen. Pero que sigan generándonos preguntas e inquietudes tiene un enorme valor. Seguir viendo estas películas, e incluso disfrutando algunas, no supone que uno no tenga una mirada crítica sobre ellas. Exponernos a una ficción no solo implica divertimento. También podemos usar las ficciones para analizar el pasado, para entender cómo funciona la cabeza de otras personas (incluso personas con las que no comulgamos), para entendernos mejor como sociedad. 

MD

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