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Diciembre 2001 - 20 años
Testimonio
Las hijas de neoliberalismo

Carlos del Bianco junto a sus hijas Agustina, Celeste y Florencia.

Celeste del Bianco

20 de diciembre de 2021 07:42 h

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Una habitación ensombrecida. En la cama estaba mi papá, tieso, inmóvil, con la mirada fija y las manos cruzadas sobre el pecho sosteniendo un crucifijo plateado. No hablaba. Ni siquiera parpadeaba. En la mesa de luz había una radio, un cenicero, tres atados de cigarrillos Particulares y una estampita de la Virgen de Luján. Respiraba suave mi papá. Un hilito de agua le caía por el costado de los ojos grises.

Siempre tuve miedo de entrar en esa habitación y encender la luz. Sentía una tensión fuerte en el cuerpo. Al apretar la perilla me acercaba despacio para ver si aún respiraba. Recuerdo la frustración que me generaba preguntarle si se iba a levantar de la cama para almorzar con nosotras. Entre tanta incertidumbre, había una certeza: su respuesta, que era “no”. Mis hermanas Florencia y Agustina tampoco lo lograban. Él se quedaba en el lado izquierdo de la cama matrimonial.

Mi papá, Carlos Alberto del Bianco, falleció hace un año, en 2020. Tuvo dos accidentes cerebrovasculares, uno en octubre y otro en noviembre, ambos el año pasado. Pero no fueron los únicos. Todo empezó hace poco más de dos décadas, cuando cerró 605, la fábrica de jugos que mi papá había fundado 18 años antes. Su empresa, pequeña, familiar, es una de las casi 40 mil pymes que cerraron entre 1998 y 2002, durante los gobiernos de Carlos Menem primero, y de Fernando de la Rúa después. Cuando la fábrica quebró mi papá tenía 51 años.

La fábrica de mi papá, pequeña y familiar, es una de las casi 40 mil pymes que cerraron entre 1998 y 2002, durante los gobiernos de Carlos Menem primero, y de Fernando de la Rúa después.

La fábrica estaba pegada a nuestra casa. Sólo nos separaba una puerta. Y como los protagonistas de Casa tomada, el cuento de Cortázar, papá fue dejando de habitar espacios. Primero dejó de ir al galpón de producción y se refugió en las oficinas. Después dejó de usar su escritorio y se instaló en un piecita más chica, con la puerta cerrada y envuelto en el humo de su cigarrillo. Un día no pisó más la fábrica y se quedó en la cama. Tuvo un accidente cerebrovascular, el primero, que le afectó la parte izquierda del cuerpo. Y se deprimió. Así pasó más de veinte años, la mayor parte del tiempo en esa habitación, con la luz apagada y la radio encendida, día y noche, en el mismo dial: AM 590 Continental.

Cuando todo se quebró, mi mamá, Susana, tenía 48 años. Mi hermana Florencia tenía 20 y Agustina, 10. Yo había cumplido 15. Nunca sabremos si fue el ACV o la depresión lo que dejó a mi papá en ese estado. Lo que sí sabemos es lo que lo provocó.

Las hijas embotellan jugos mientras la madre salva las cuentas del banco

Es el año 1997. En la oficina de la fábrica de jugos 605, en Luján, mi mamá revisa las facturas, los recibos de los proveedores y los cheques. Aprende tan rápido como puede los detalles de la administración que mi papá había soltado. Saca cuentas en la calculadora con un rollo de papel Olivetti y mueve los dedos sobre las teclas. Los números que se reflejan en la pantalla no ayudan. Cuando se acerca a la habitación para preguntarle a mi papá alguna cuestión administrativa, él dice que no sabe nada. Mi mamá, entonces, llama al banco y pide que no le corten la cuenta corriente. Salva un cheque, después otro, pide plata primero a su familia, después a los usureros.

En la pared de la oficina está colgada la foto de un auto de carrera que lleva la publicidad de la empresa familiar. Florencia, mi hermana, entra apurada a ese despacho. Busca las etiquetas para ponerle a las botellas de jugo. Son pocos los empleados que quedan en la fábrica: muchos se fueron cuando advirtieron que todo se iba a pique. Florencia tiene las manos anaranjadas, con olor a pulpa de cítricos correntinos y las palmas endurecidas por pegarle a las tapitas de plástico para cerrar las botellas.

Mi mamá, entonces, llama al banco y pide que no le corten la cuenta corriente. Salva un cheque, después otro, pide plata primero a su familia, después a los usureros.

Cuando se enfermó, teníamos que estar con mami en la fábrica. Trabajábamos los sábados, los domingos. Íbamos con ella en la camioneta a buscar los tanques de pulpa de 200 kilos a San Fernando. Otras veces viajaba con Moyinga, el único empleado que había elegido quedarse. Hacíamos el reparto de los pedidos en Las Flores, Arrecifes, Salto y toda esa zona de la provincia de Buenos Aires”, recuerda mi hermana Florencia, hoy de 43 años.

“Verlo así, sin reacción, me daba bronca. Por ahí le echaba culpas porque no había hecho las cosas de tal manera y porque no me había enseñado a manejar la fábrica. Pienso que podría haberme explicado algo más y no solamente a poner el jugo en una botella”, dice Florencia. La incertidumbre económica generó pánico y estrés en muchos trabajadores y trabajadoras de la Argentina. De acuerdo a estadísticas oficiales, para el 2001, las consultas de salud mental en hospitales públicos habían aumentado un 40%.

La fábrica de jugos se convierte en un Club del Trueque

Mi papá nació el 2 de mayo de 1948 en San Antonio de Areco, provincia de Buenos Aires, pero siempre vivió en Luján. Terminó el primario pero no cursó el secundario. Trabajó en una fábrica automotriz, vendió huevos en una furgoneta, puso un almacén y después construyó la 605, que tuvo dos sucursales. Junto a otras personas abrió la escuela de fútbol social e infantil “Los Pumas” y una sociedad de fomento en el Ameghino, uno de los barrios más pobres de Luján. Le decían “el gordo del Bianco” y andaba siempre en una camioneta F-100 verde.

Los motores de las máquinas dejaron de sonar en 1999 y un silencio metálico ocupó el lugar. Por meses permaneció ese olor a pomelos y naranjas con el que nos criamos. El timbre del teléfono fue el único sonido que interrumpió esa mudez. No se podían hacer llamadas por la falta de pago, pero sí podíamos recibirlas. Eran los acreedores. Mi papá perdió más de 30 kilos en ese tiempo.

No se podían hacer llamadas de teléfono por la falta de pago, pero sí podíamos recibirlas. Eran los acreedores. Mi papá perdió más de 30 kilos en ese tiempo.

En 2002, el año en que mi hermana Agustina festejaría su Quince, el galpón donde se producía el jugo se convirtió en un Club de Trueque. Hombres y mujeres del barrio Zapiola se acercaban a intercambiar mercadería: tortas, verduras, ropa, electrodomésticos, plantas. Todo estaba ahí. Alrededor de cinco millones de personas participaron de los trueques en todo el país durante la crisis económica. “Un par de veces fui, aprovechaba que mami llevaba cosas e iba con ella. Yo vendía unas plantas que me daba el verdulero de la esquina y me quedaba con una comisión en créditos que era el billete que se usaba”, me cuenta mi hermana menor, Agustina.

Mi mamá pasó de ser ama de casa a jefa de hogar, sin escalas e igual que tantas otras mujeres. Siempre en trabajos precarizados. Después del cierre de la fábrica, trabajó en una panadería, en un restaurante, en una heladería, limpió oficinas y encaró diferentes emprendimientos. Según un informe del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), entre 1995 y 2006, la participación de las mujeres como jefas de familia se extendió del 24,2% al 32,6%.

“No puedo hacer otra cosa más que hacer fuerza”

La radio fue otro de los sonidos de esos años. Papá la encendía para escuchar los partidos de Boca, el programa de deportes de Víctor Hugo y a Luisa Delfino en Te escucho. En 2006, ya recibida de periodista deportiva, entré a trabajar en Continental. Creo que, de manera inconsciente, pensaba que si él escuchaba su apellido en el “aire” iba a ponerse contento. Pero nunca me hizo un comentario, así que me di por vencida.

El año pasado, durante la última internación en el hospital, quiso incorporarse de la cama. Se puso colorado, hacía fuerza, veía cómo se le hinchaban las venas. Le pedí que se quedara tranquilo, que no tenía que esforzarse, que no hacía falta. “No puedo hacer otra cosa más que hacer fuerza”, me contestó. Papá ya hablaba muy lento, le costaba comunicarse. Esa noche, entendí que su fortaleza estuvo en permanecer con nosotras las últimas dos décadas. A pesar de todo.

Siempre digo que el neoliberalismo mata. A veces de manera directa, brutal, como fue en la represión de 2001 que dejó al menos 38 personas muertas. Hay otras muertes, más veladas pero igual de despiadadas. Cuando murió Carlos Menem leí en las redes sociales muchas historias de familias rotas. El tipo de políticas que en ese momento se implementaron desarmaron las bases económicas de la sociedad, los lazos comunitarios, el tejido social. Y desarmaron, también, a las figuras de las que dependen nuestros pequeños universos, como a mi papá.

Celeste del Bianco es periodista. Este texto fue finalista del concurso de crónicas del Festival Basado en Hechos Reales en el año 2019.

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