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7 de agosto de 2022 00:02 h

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Es mediodía de martes. Sergio Massa ya es ministro de Economía, pero recién mañana asumirá formalmente y anunciará medidas. Juan Grabois, desde su oficina en Vicente López y en un tono estudiado, quiere hacer(le) llegar su mensaje: “Sergio Tomás no es ningún tonto. Sabe que sin estabilidad social no hay estabilidad política. Y sin estabilidad política no hay estabilidad económica. Así que le prendo una vela, no sé si a su corazón, pero al menos a su inteligencia para que tome una medida que recupere los ingresos de los sectores más pobres”, dice. 

Pero mañana entre los anuncios no habrá compensación para los y las trabajadoras informales, todas esas personas a las que no les tocan los beneficios del Estado. Así que Grabois hará un movimiento. El jueves avisará que el Frente Patria Grande, su partido, “discutirá la pertenencia de los diputados, legisladores y concejales al bloque oficialista”. La diferencia entre encender una vela y encender una hoguera es romper con el Frente de Todos. Para el viernes, Grabois ofrecerá entrevistas en radio y televisión. Repetirá la advertencia: sin estabilidad social no hay estabilidad política; sin estabilidad política no hay estabilidad económica. Para hoy, domingo, sus bancas seguirán en el mismo lugar, dentro del bloque oficialista. 

¿Quién es Juan Grabois? ¿El pibe que en los noventa, mientras cursaba en el ILSE, intentaba sacar a los chicos de la droga militando en un gimnasio de Avellaneda? ¿El nene bien que en diciembre de 2001 decidió entrar en los barrios y rascar el fondo de la olla, olla que en su casa siempre estuvo llena? Es hijo de un histórico del peronismo, Roberto “Pajarito” Grabois, ex pareja de Matilde Menéndez, que lo crió. Juan Grabois: 38 años, abogado, licenciado en Ciencias Sociales, docente, traductor; autor de varios libros, el último es Los Peores. El dirigente social, y fundador y referente del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) y de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP). Juan, el agitador, el que está dispuesto a que “corra sangre”, suya y de sus compañeros

Quiere que reconozcan con derechos laborales a los trabajadores de la Economía Popular, una fuerza bruta negada por la política. Para ellos reclama un salario básico universal, una plata que recomponga, por lo menos, el 38% del poder adquisitivo perdido. Grabois tiene militancia propia y tiene, también, devotos: si él es capaz de encenderle una vela a Massa, hay quien le da fuego a una vela en su nombre. 

Y tiene detractores. Detractores que dicen que se disfraza de pobre y que en su agenda de contactos el único nombre que figura es el suyo, la metáfora de una construcción de Poder individual. “Zurdo con máscara de peroncho”, “pequebú”, “un universitario al que le cantaban el arrorró en cuna de oro y que te viene a explicar cómo es la vida”. Grabois, -una mujer, tres hijos- changuea: da clases, hace traducciones, negocia un laburo que le permita pagar el arreglo del auto. Hace unos años, un grupo de periodistas extranjeros quiso saber qué tanta cercanía tenía con el Papa y le pidieron una reunión. Juan hizo su minué. No dio precisiones pero los periodistas quedaron impactados: ese chico tenía línea directa con Francisco.

Ahora, en este mediodía de martes, Juan Grabois ceba mates mil veces lavados. Su oficina es un departamento en el primer piso que da al pulmón del edificio. Hay dos sillones de cuero negro. Deben ser cómodos, pero él elige sentarse en una silla plegable de chapa. Hay cigarrillos sueltos sobre la mesa. Toma uno, lo enciende. El aire será pronto de ceniza. Hay un cartel que dice “economía popular es trabajo”. Hay una pizarra, bibliotecas ocupadas con tomos y tomos de Derecho, y dos tubos blancos encendidos en el techo. Hay, afuera, un cielo ancho y profundo. Pero visto desde aquí, desde la ventana, es apenas un cuadrado gris y tenso. Hoy hace frío. Andamos con la campera puesta. No hay calefacción en su oficina.

-¿Qué es un movimiento popular?

-Los movimientos populares buscan representar a un sujeto históricamente invisibilizado, o visibilizado como objeto de asistencia. Nosotros hemos intentado construir una representación de un sujeto trabajador cuya característica fundamental es la precariedad en sus condiciones laborales, es decir los trabajadores sin derechos, los excluidos. Y las excluidas, las trabajadoras. Que son la mayoría, las que se dedican a las tareas de cuidado, sean comunitarias o familiares, de la agricultura familiar, rural y urbana. Cartoneros, vendedores ambulantes, feriantes, costureros, todo el trabajo sociocomunitario que se hace en los barrios, desde recuperación de adicciones o la organización de los liberados que salen de los penales sin ninguna oportunidad y se forman para trabajar en cooperativas, espacio de primera infancia, educación popular…

-¿Un desempleado, un desocupado y un excluido son lo mismo?

-No. Hay una diferencia en la semántica y en la estadística. Dentro del 93% de la población económicamente activa, más o menos, la mitad son desempleados, es decir que no tienen a quien venderle de manera directa su fuerza de trabajo. Los desempleados no están en relación de dependencia, no tienen un empleador. Pero sí tienen trabajo. Y el ingreso que obtienen desde el punto de vista tradicional no es salario. Los excluidos del mercado laboral son los que inventaron su propio trabajo y desarrollaron lo que nosotros llamamos economía popular. Entonces un desempleado no necesariamente es un excluido, pero los excluidos son desempleados.

-¿Y los desocupados?

-Los desocupados son un mito. No existen. Todos se ocupan de algo. Las mujeres que trabajan en su casa están en una categoría más invisibilizada que desocupado incluso, que es “inactiva”. Una compañera que está siete horas laburando en su casa cuidando pibes para el sistema es “inactiva”. Chupate esa mandarina. Es una barbaridad conceptual y política en el Siglo XXI, cuando la economía de cuidados está medida en términos de producto bruto interno. 

Un desempleado no necesariamente es un excluido, pero los excluidos son desempleados. Los desocupados son un mito. No existen.

-La vicepresidenta insinuó que debe ser el Estado el que controle la distribución de los planes sociales.

-La luna tiene dos caras y los movimientos populares también. Una luminosa y otra más oscura. Y Cristina ve el lado oscuro. 

-¿Cómo es el lado oscuro? 

-En general, no son problemas atribuibles a los movimientos populares sino a las políticas públicas. Programas como el Potenciar Trabajo, por ejemplo, tienen cupos limitados, no son para todos. La organización dice si cobrás vos o cobra tu hermana, que está en la misma situación que vos. Eso genera una arbitrariedad. La arbitrariedad no es culpa de la persona o el grupo que está trabajando en el territorio, sino que es inherente a la falta de universalidad de los cupos: si no hay para todos, hay para algunos. La autocrítica que nos podemos hacer desde los movimientos populares es que deberíamos pelear más por la universalidad.

-¿Los planes sociales son insuficientes? 

-No se trata de calidad o cantidad. La palabra “plan” tiene un estigma, una carga de valor negativa. ¿A qué te remite? A un vago. Remite a cosas que no tienen que ver con un trabajador. Entonces la palabra plan es un problema. Si vos hablás del Previaje es un turista, no es un planero. Ahora… es un plan. Entonces el que se fue de vacaciones con el Previaje también es un planero. Me encanta, eh, que la gente se vaya a las Cataratas. Pero es gente que no se autopercibe como planera ni los medios la presenta como planeros, pero recibe un plan. Si vos ponés en la mesa la palabra plan, perdiste la discusión. 

-Vuelvo a los movimientos populares: ¿qué más hay en ese “lado oscuro”?

-Hay situaciones de abuso de autoridad, hay situaciones de clientelismo. Como pasa en los sindicatos y con los intendentes… Cristina planteó que los planes sean administrados por los intendentes… ¡Ah, mirá vos! Seguro que va a funcionar bárbaro. Nosotros creemos en un sistema mixto. Un sector público, un sector privado y un sector de la economía popular. Si vos sos del sector privado o del sector público, tenés tu sindicato, tu convenio colectivo y tu régimen laboral. En el sector de la economía popular tenemos que construir eso. Esos derechos están en un proceso de elaboración que va a tener avances y retrocesos. Y ahí lo que pasa es que los movimientos populares están muy atravesados por la política. Porque la enorme mayoría de los dirigentes sociales, no todos, tenemos roles políticos también. Para Cristina un dirigente social no puede ser un dirigente político, y se equivoca. Hay dirigentes sociales que son diputados. Nati Zaracho, por ejemplo. Cartonera, dirigente social y diputada. Vos tenés 40 y pico por ciento de pobreza. ¿Y en la Cámara de Diputados cuántos pobres hay? ¿O que fueron pobres? ¿Dos? ¿Tres? La democracia ya no representa a sectores sociales

-Los 80 tuvieron su hiperinflación; los 2000, un corralito. ¿Por qué ahora no revienta todo?

-Hay varios elementos. El más triste es que hay un acostumbramiento a la degradación de la calidad de vida. La cultura de la precarización y la precariedad se ha naturalizado. Que nosotros tengamos la mitad de los trabajadores asalariados del sector privado en la línea de la pobreza es algo que en la Argentina de hace veinte años no se toleraba. El segundo elemento tiene un aspecto positivo y otro... dudoso. Existe una red de contención dado por la seguridad social, que en la Argentina es muy fuerte y que durante el gobierno de Cristina se extendió muchísimo. Y después estamos los movimientos y las organizaciones populares que somos una red extraordinaria de contención. 

-¿Pero ése es el rol de las organizaciones sociales, el de atajar la posibilidad de un estallido? 

-No. Y ahí está el problema. Se asume que el rol de los movimientos populares es contener y garantizar su gobernabilidad y la estabilidad social, y ese no es nuestro rol. La política nos ha ubicado en un lugar -que a veces se acepta- de garantes de la gobernabilidad y la estabilidad. Tiene una parte “linda” que es bancar la parada en una situación crítica, pero al mismo tiempo parece que estamos para que ellos sigan.

-Es un dilema: -¿Garantizás la estabilidad o desarrollás una red de contención?

-Nosotros estamos para transformar la realidad, pero si no hay un avance progresivo de ampliación de derechos somos parte del status quo. 

La silla es de chapa, fría e incómoda, pero Grabois está iluminado, ancho. Le gusta hablar, le gusta escucharse redondear ideas. Viste una campera unos talles por encima del que correspondería: no es oversize, es lo que hay. Estamos envueltos en la voluta de sus cigarrillos. Menciono que en su libro marca como fecha de fundación personal aquellos días de diciembre de 2001, y que se reconoce como alguien que viene de la clase media. Así que le pregunto quién era antes de la represión, de los saqueos, de los muertos. Quién era y qué hacía cuando tenía 17, 18 años, y asistía a un colegio muchos más que privado, un colegio VIP. Entonces Grabois, ahora, sonríe apenas y se mete en la campera, como si fuera una tortuga.

-Juan, ¿cómo fue el pasaje de estudiante de Godspell College al dirigente social que conocemos ahora?

-Y… No sé. Era un cebado de la informática, leía mucho. Era un problemático estudiante de secundaria, digamos. Primero estuve en un colegio católico, el Santo Tomás de Aquino. Me llevaba muy mal con los curas. Segundo, tercero y cuarto año, y un pedacito de quinto, lo hice en el ILSE. La rectora tenía una fijación conmigo. Me perseguía. Hasta que un día me apretó, esa es la palabra. Me dijo que si no me iba, me haría perder el año por las amonestaciones. 

-¿Pero qué hacías?

-Me peleaba mucho con los profesores. Por boludeces, eh. No por grandes cosas, no me acuerdo bien por qué. La cuestión es que sí me acuerdo que me hicieron irme en el último año, que es muy feo. Y ahí terminé en un colegio re cheto, porque no es fácil conseguir un colegio en abril del último año. En el Godspell aprendí cómo funcionan los vínculos de Poder de las élites económicas de la Argentina, el entramado de colegios privados. Más que ir a aprender, vas a establecer vínculos, digamos. Fue bueno para mí. 

No hay insistencia que valga: Grabois dirá que tiene que hacer un esfuerzo, demasiada memoria, para explicar qué le marcó el destino. Egresó en ese diciembre fatal. Dirá que vio la miseria encarnada en los cartoneros. Pero lo dirá así: “Diciembre de 2001 fue un encuentro de muchos con algo que estaba sumergido en la Argentina. De la civilización neoliberal modernizada a la marginalidad y la exclusión. ¿Y cómo podés vivir en paz si hay un chabón de tu misma edad revolviendo tu basura, con sus hijos…? ¿Cómo podés vivir en paz?”. 

Unas horas después de esta entrevista, un pequeño grupo de manifestantes lo increpará. “Volvete a Cuba”, gritarán los tres, cuatro manifestantes en uno de los ingresos al Congreso. El extenderá los dedos en V y los mirará fijo. Nada más. El video se viralizará muy rápido. Al día siguiente, Grabois rescatará algo que pasa a sus espaldas: un ¿indigente? se pone de pie y pide silencio a quienes lo insultan. Desde en su cuenta en Twitter le agradecerá al hombre, que se llamaría Eduardo, con un recorte del video viralizado en el que alguien imposible de identificar demostrará su apoyo silencioso. Grabois es hábil para capitalizar las agresiones. El resto del video es idéntico. El indigente y los agresores en la vereda. Él, en el Congreso.

VDM/MS

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