Fede Rost es apicultor artesanal y busca pasar el legado de la producción de miel silvestre a Pablo, su joven aprendiz, en un contexto económico y ambiental cada día más difícil.
“Me pregunto si podremos repararlo —dice y sorbe un mate—. Me pregunto si nosotros acá en el pueblo… siendo tan pocos. Si podremos resistir, digo, si lograremos cuidarlas.”
Fede vive junto con su compañera Rocío y siete perros bien-de-campo —inteligentes, afectuosos— en Colonia Santa Teresa, un pueblo de 550 personas en la Patagonia argentina.
Sus condicionales saben amargo, como la bebida. De fondo se oye el murmullo del viento pampero que hace bramar los eucaliptos del boulevard y levanta tierra seca de las calles áridas en el invierno patagónico.
“Me pregunto si estaremos a tiempo, y si valdrá la pena.”
A ellos también les dijeron que este lugar podría ser considerado un lugar de paso. Casi en tono de menosprecio: ofensivo. Como si una zona rural, una localidad pequeña, un pueblo chico debiera resignarse siempre a la etiqueta de «infierno grande».
Para ellos, en cambio, la Colonia es el lugar indicado en el cual construir una madriguera, una base, echar raíces: un refugio ante la hostilidad del mundo. “Pero para que las plantas crezcan y las raíces profundicen hay que cuidarlas y abonar la tierra —dice—. Y la tierra se abona con bosta. Con mierda, básicamente. Acá se aprende eso: a extraer lo bueno de lo desechable, a aprovechar lo que nutre”.
A esperar, también.
Algo que se está perdiendo: la pausa.
La posibilidad de vivir a otro ritmo y encontrar gracia en lo simple.
El pueblo respira una cadencia apacible. Y como escribió Whitman: “la paz siempre es hermosa”.
Aunque las preguntas de Fede denotan angustia. Y tiene motivos:
Según el estudio Declive mundial de la entomofauna: una revisión de sus impulsores —publicado en la revista Science—, el desplome de las poblaciones de abejas es crítico debido a su papel fundamental en los ecosistemas, que podrían derrumbarse ante la falta de estos pequeños seres vivos. En las últimas décadas se ha registrado disminución de colmenas en todo el mundo; han muerto miles de millones y las proyecciones de los últimos tres años son peores.
Entre las principales amenazas se encuentra la degradación de sus hábitats, el cambio climático, las prácticas agrarias, el abuso de los suelos, los incendios y las especies exógenas. Las causas agrarias en particular toman forma en el uso de prácticas de la agricultura industrializada, como los monocultivos, que se traducen en menos diversidad y disponibilidad de alimento, así como plaguicidas tóxicos para estos seres vivos y los humanos.
La polinización que realizan las abejas permite que las flores sean fecundadas para dar semillas y frutos; es decir, son la piedra angular de la biodiversidad —informa la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO)—. Pero también de nuestra seguridad alimentaria: a nivel mundial, una tercera parte de los alimentos dependen de las abejas, así como un 90% de las plantas silvestres con flor.
“Son uno de los grupos más importantes de polinizadores que existen en el planeta; me atrevería a decir que entre ambos son el más numeroso”, dice Gerardo Ceballos, investigador del Instituto de Ecología de la UNAM —el ecólogo más citado en América Latina—. Varios agentes o vectores de polinización pueden transferir el polen de los estambres al estigma de la flor: el viento, el agua o algunos animales. Se sabe que cerca del 90% de las angiospermas (plantas con flores y cuyas semillas están en el interior de un fruto) requieren ser polinizadas por animales: insectos, mamíferos, aves y algunos reptiles.
Plantas y polinizadores llevan miles de años evolucionando juntos y probablemente constituyen el ejemplo más claro de mutualismo en la naturaleza. Sin estos agentes polinizadores “tendríamos problemas serios. Sin ser alarmistas, esto es realmente grave porque las plantas, a su vez, juegan un papel muy importante en la función de sus ecosistemas”: si desaparecieran, podrían desaparecer las especies animales que se alimentan de ellas. La extinción de abejas y abejorros también tendría un serio impacto en los humanos: “se reduciría nuestra capacidad de producir alimentos”, continúa Ceballos. Se calcula que la tercera parte de los alimentos que consumimos dependen de la polinización de las abejas.
“Estamos viviendo una sexta extinción masiva, lo que implica la desaparición muy rápida de la flora y fauna. Rápido en tiempo ecológico significa cientos de miles de años, pero la sexta es instantánea: hablamos de 100 o 150 años. Si no hacemos algo muy pronto, en los próximos diez o quince años perderemos una cantidad de especies gigantesca —advierte el investigador—, y esto va a socavar nuestra capacidad para sobrevivir”.
De manera inicial, los estudios señalaban a que los posibles factores de la desaparición de las abejas fueran agentes patógenos (como el Varroa destructor), parásitos (como el Nosema apis, que ataca su sistema nervioso), el estrés derivado del ambiente o por el manejo de las colmenas, que causa malnutrición de los insectos —afirma Elisa Hernández y Carlos López Morales, investigadores de la Facultad de Ciencias y de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México—. Y aunque hay porcentajes de pérdidas por estas causas, los estudios se han reorientado a otras posibilidades como los efectos de los pesticidas en las comunidades de melíferas.
La Organización Mundial de la Salud ha clasificado al glifosato como probable cancerígeno en humanos. Por su parte, Walter Fanina (docente del Departamento de Biodiversidad y Biología Experimental de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires, e investigador del Instituto de Fisiología, Biología Molecular y Neurociencias (Ifibyne-Conicet), encabezó un grupo de investigadores, quienes evaluaron la respuesta de una especie de abeja (Apis mellifera) a la exposición a dosis similares a las que se encuentran en los agroecosistemas. El estudio encontró en las abejas expuestas una reducción en la sensibilidad olfativa a la sacarosa y una disminución de su rendimiento en el aprendizaje y la retención de la memoria a corto plazo. Se infirió que si las abejas llevan al nido néctar con trazas de glifosato puede interferir negativamente el rendimiento de toda la colonia.
En otro estudio, también encabezado por Walter Fanina, se analizó la navegación de las abejas al ser rociadas con glifosato y se encontró que realizaron vuelos de mayor duración para llegar a casa, es decir, este herbicida deterioró sus capacidades cognitivas para el regreso a la colmena.
Hay que considerar, a todo esto, que Argentina es uno de los tres países que más glifosato usa en el mundo.
Liliana Galliez, ingeniera agrónoma de la Universidad Nacional del Sur y especialista en producción apícola, dice que la mayor parte de los argentinos no reconoce los diferentes tipos de miel y en general sabe muy poco de su origen. Y confirma: “sí, el uso de insecticidas ha disminuido considerablemente la cantidad de polinizadores naturales. Las abejas están en seria reducción de sus poblaciones. Estamos muy preocupados por el despoblamiento de colmenas, por la muerte de colonias.”
¿Es el ocaso?
Tal vez.
“Si dejamos que se llegue al grado de que queden muy pocas [abejas y abejorros], es muy difícil recuperarlas —sostiene Fanina—. La buena noticia es que, si llevamos a cabo acciones de conservación bien enfocadas en los factores que están causando la extinción, en la mayoría de los casos es reversible”.
Hay opciones: la agricultura comunitaria de pequeña escala tiene un papel esencial en el mantenimiento de los estilos de vida rurales, la protección de estos oficios de cuidado y el combate a la pobreza. Por otra parte, “a corto plazo, el primer paso es prohibir los productos tóxicos para las abejas —exige Greenpeace en un informe—. Y la solución definitiva es la adopción de la agricultura ecológica como única vía para una producción de alimentos respetuosa con todos los habitantes del planeta”.
Federico lo sabe, aunque también advierte que se necesitan más personas conscientes de la situación para que haya mejoras. Dice, además, que pasar el oficio no es sencillo: “menos ahora, que las tecnologías distraen tanto. Los pibes no se quedan en el pueblo. Y para los que se quedan, la responsabilidad les resulta extenuante.
No sé. Es difícil.
El esfuerzo es muy grande.
Cada vez hay que buscar más, cada vez hay que ir más lejos. Cada vez queda menos monte.
Los pequeños productores tenemos una lucha en enorme disparidad contra las corporaciones. Pero, ¿qué podemos hacer?“
Su pregunta queda en suspenso, mientras se ceba otro mate. Mira con un dejo nostálgico hacia el fondo del patio. Allá atrás prepara un galpón para tener su propia planta extractora. Él mismo es el constructor, con ayuda de maestros albañiles del pueblo. Los materiales son difíciles de conseguir o aumentan su precio semana a semana. No sabe si logrará llegar a tiempo a la próxima cosecha.
De pronto se responde a sí mismo: “Hay que seguir trabajando y concentrarse en cuidar bien las abejas.”
La transmisión de conocimientos y dominios de un oficio por parte de un maestro a su aprendiz ha sido relegada por distintos procesos de aprendizaje vinculados a la globalización y la virtualización.
La desigualdad económica, el cambio climático y las prácticas agrarias nocivas están disminuyendo la población de abejas y vulnerando la resistencia de sus guardianes: los apicultores artesanales.
MR/SH
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