El regreso de las almas: rituales ancestrales en Santiago del Estero y la Puna
Mientras las calabazas de Halloween circularon en colegios y ciudades, en la profundidad del norte argentino se prendieron velitas junto a vasos con agua y flores de colores como hace siglos, en rituales en honor de las almas de los difuntos. Cada 2 de noviembre, las tradiciones de pueblos originarios tienen un sentido de homenaje celebratorio, lejos de la carga de sangre y terror de la tradición anglosajona.
Ya en la madrugada del 1 al 2 de noviembre, casas y cementerios se preparan para recibir la visita de aquellos seres queridos que han abandonado el mundo terrenal. Para los antiguos, se trata de un espacio de conexión espiritual. Un puente manifiesto entre dos dimensiones conectadas.
“En zonas tradicionales de Santiago del Estero a la muerte se la entiende de forma natural, no hay una contradicción entre vida-muerte”, cuenta a elDiarioAR Casilda Chazarreta, docente, quichuista, técnica en educación bilingüe de la Universidad Nacional de Santiago del Estero (UNSE) e integrante del Alero Quichua de esa provincia. “La recibes sin desesperación —señala—. He tenido casos de vidaleras a quienes se le ha muerto un hijo y a la semana tenían que cantar en algún encuentro. Y qué dice: todos vamos a morir, unos antes otros después. Mi hijo ya está muerto, yo tengo que participar con ustedes cantando”.
Entender a la muerte como parte de una continuidad es clave en la cosmogonía de los pueblos originarios. Pasamos de ser “tierra que anda” a alma que trasciende. La música y compositora Micaela Chauque vive en Tilcara, en la Quebrada de Humahuaca. “La ceremonia para los difuntos es traer su memoria, honrarla y brindarles respeto”.
“Estos días se confirma que las almas de las personas queridas regresan a los hogares y se preparan distintas ceremonias para recibirlas”, explica. Los rituales varían según las zonas. Pero el eje es preparar un banquete con las comidas y bebidas que más le gustaban. “Se cree que después de un año vuelven con hambre entonces se preparan panes dulces, salados para que pueda disfrutarlos”, acota.
Pancitos con forma de animales, instrumentos musicales, autitos. Las ofrendas en pan se amasan de a dos, la dualidad tierra-espíritu de la que estamos hechos según la cosmogonía andina. “He visto preparar panes hasta con cinco bolsas de harina, tortas, asados -cuenta-. Las casas se decoran con las flores y los colores que a ellos más les gustaban para recibirlos porque, se sabe, el 1 llegan y el 2 se van”.
Entender a la muerte como parte de una continuidad es clave en la cosmogonía de los pueblos originarios. Pasamos de ser “tierra que anda” a alma que trasciende
La mesa que se preparó se acompaña con música y bandas de sicuris. Es una ceremonia en donde el banquete se comparte con amigos y vecinos porque también que las almas regresen, es un símbolo de prosperidad. Casilda Chazarreta cuenta que en el Santiago rural “se acostumbra a visitar a sus muertos en los cementerios en horas de la noche”. Se prenden velitas blancas y, si son niñitos, “velitas de todos los colores”.
Sobre cada tumba cada familia le rinde su tributo, le reza “le canta alabanzas contratando a la rezadora que ande en el cementerio y a esto lo he visto hasta no hace mucho en los cementerios del monte”, acota. En Catamarca, en la región geográfica de la Puna y la pre-Puna se sostienen ritos y patrimonios casi únicos. “Ante la muerte se dan dos circunstancias que tienen que ver con un entorno de puestos y ranchitos alejados. Esa pequeña comunidad se paraliza y se toma como algo natural que viene dado ya por la vida misma”, explica Eduardo Aroca, investigador, escritor y autor del libro “Una copla en la Puna”.
Sí causa “mucho dolor la muerte de ‘un angelito’ como dicen ellos cuando muere un niño o un bebé que conllevan rituales en donde se mezcla lo católico y las creencias ancestrales”, se reza, “se le ponen alitas (hechas con papel), se le hace una escalera de pan para ayudarlo a subir”. En esas regiones de la provincia, entre el 1 y 2 de noviembre, se preparan dos mesas separadas con abundante comida y bebida. “Una es para los vivos y la otra, ofrenda para las almas – explica-. Una vez estando en la Puna, estaba todo el pueblito apretujado en una mesa y yo decidí irme a la que estaba vacía… casi me han matado cuando empecé a comer de las ofrendas a los difuntos”.
Estos días “son de celebración donde hay mucha presión de la cuestión religiosa sobre el dolor que llevó a que muchos rituales cambien”. Aún así “se mantiene muy arraigada la tradición del respeto al difunto, del ajuar, de ofrendar y honrar a sus muertos en los humildes cementerios de la Puna”.
Sí se mantiene inalterable una ceremonia que aún los jóvenes conservan: siempre se ponen en las tumbas flores de papel o plástico con los colores más brillantes que puedan encontrar, un contraste tremendo con la tierra de volcanes y soles impiadosos. Dice Aroca, “estas flores de colores tan fuertes son para que desde el cielo los miren a sus muertitos, como ellos dicen. Buscan que se destaquen para que mientras el Sol no las destiña, sus muertitos sean mirados”.
Ser mirados como continuidad de la existencia y no ser olvidados “tanto por el Dios católico como por los dioses nuestros, el sol, la luna, la Pacha, el viento”.
SA/JJD
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