Las tres funciones del auto
Esta nota constituye de alguna manera el “acto inaugural” de la nueva sección de Autos, Transporte y Movilidad (ATM) de elDiarioAR, más allá de la presentación de rigueur en la sección En Construcción. Así que voy a aprovechar este momento fundacional para compartir unas reflexiones personales sobre el automóvil, que de alguna manera van a definir un poco la manera en la que abordaremos el tema en este espacio.
Para arrancar, una convicción personal: el automóvil es el producto más importante que ha dado hasta ahora la era industrial. Y lo es no solo por su complejidad o masividad, sino porque se ha convertido en uno de los artefactos culturales más significativos que los humanos hemos concebido desde la irrupción de eso que llamamos modernidad. Como el cine, el fútbol, la moda y la música, el auto una es de esas cosas alrededor de las cuales gira buena parte de nuestras vidas, nos guste o no nos guste. Alcanza con tomar consciencia de cómo nuestras ciudades siguen siendo construidas alrededor de ellos, cuánto depende de ellos nuestra movilidad personal, cuánto de nuestros ingresos destinamos a comprarlos y mantenerlos y, –más aún– cuánto de nuestro deseo y nuestras aspiraciones están depositadas en estos vehículos personales de 4 ruedas.
En lo personal, comprender cómo funcionan esas relaciones es algo que me apasiona, mucho más allá de los productos en sí; para mí se trata de entender el rol que van teniendo los autos para nosotros, tanto como individuos como a nivel social.
Desde esa perspectiva, centrada en los usuarios (ya sean activos o pasivos), mi esquema teórico es que el automóvil tiene tres dimensiones o funciones: una utilitaria, una lúdica y una simbólica, que se estructuran siguiendo de alguna manera la lógica de la famosa Pirámide de Maslow.
La utilitaria tiene que ver por supuesto con el uso, con el rol del auto como herramienta para satisfacer necesidades de movilidad de personas y objetos. Esta es (en los papeles) la dimensión más tangible y “racional”, porque se trata de una relación costo-beneficio: tamaño, habitabilidad, equipamiento de conveniencia, seguridad, conectividad, etc.; todo sobre un “divisor” que es el precio. Pensar el auto de esta manera siempre está en función de necesidades específicas: si uno tiene una familia con varios hijos, va a necesitar un auto con un mucho espacio interior; si uno tiene un garaje pequeño, le conviene un auto que no sea tan grande; lo mismo vale si a uno le cuesta estacionar, salvo que el equipamiento de conveniencia incluya algún sistema de ayuda para esa tarea; si uno maneja mucho en la ruta, o con la familia, el equipamiento de seguridad debería ser muy importante; y si el usuario es muy dependiente de su teléfono celular (quién no en esta época…) la conectividad será un factor crucial. En una aproximación exclusivamente de este tipo, el objetivo será siempre resolver la mayor cantidad posible de esas demandas, gastando lo menos posible en la compra y el mantenimiento.
La función lúdica tiene que ver con el disfrute que el auto proporciona, ya sea el objeto en sí o su manejo. Aquí ya no juegan las necesidades sino el placer para los sentidos: la elegancia de un buen diseño (para la vista), la textura de un volante de cuero (para el tacto); el sonido a “buena construcción” cuando se cierran las puertas, o a “potencia” cuando se acelera el motor (para el oído). Y por supuesto el placer de un andar confortable, una buena respuesta dinámica o un manejo veloz. Todas esas cosas pueden ser experimentadas tanto por conductores como por pasajeros, viendo pasar los autos por la calle, o incluso en fotos. Desde el punto de vista de la compra, y siendo el automóvil un producto comparativamente tan caro, cualquier consumidor tiene la expectativa de obtener la mayor cantidad posible de esos “satisfactores”, aunque ya trasciendan el rango de sus necesidades racionales. Y lo relevante es que hay mucha gente que está dispuesta a pagar un plus (que puede ser muy grande) para obtenerlos. Este es el terreno en donde suele depositarse el interés de los entusiastas y los (autopercibidos) “expertos”, ya sea por el lado de la alta performance, el diseño, o la buena ingeniería.
La tercera dimensión –la simbólica– es para mí la más compleja e interesante, y muchas veces escapa a los análisis y tests habituales. Aquí ya no se trata de características tangibles, sino del vaporoso espectro de las ideas y las proyecciones. Porque tener o andar en determinado auto, pone en acción un sistema de valoraciones que afectan cómo nos ven los demás y cómo nos vemos a nosotros mismos. Es que cada marca y cada modelo tienen su capacidad –además de para trasladarnos, o divertirnos–, para proyectar una determinada imagen.
Yo no tengo dudas de que el automóvil es el símbolo de status más potente entre todos los productos de consumo “normales” (excluyo barcos y aviones privados). Y claro que esto es bastante evidente con las marcas o los autos “de lujo”, pero de manera más o menos sutil se extiende a todo el resto de los fabricantes. Porque no “da” lo mismo un Ford que un Fiat, ni un Citroën que un Chevrolet, incluso aunque los modelos sean muy similares. Y lo mismo aplica para los distintos formatos: en términos de imagen personal no es lo igual manejar un sedán, que una pickup, un SUV o una minivan. Y más aún: no es lo mismo una versión con el motor base, que la tope de gama con el biturbo de 320 caballos, aunque la mayoría de las veces no se trata del uso efectivo de esa potencia, sino de la sensación de poder que otorga el saber que “está ahí” (y sí, mucho de la noción de masculinidad se pone en juego en este terreno). Esta dimensión simbólica es donde más se comprometen las emociones: fantasías, deseos, aspiraciones de reconocimiento social… Autoestima, en definitiva. Y esa autoestima tiene un valor, y tiene un precio, que es alto. Por eso es uno de los aspectos donde más trabajan las marcas de autos para posicionarse en el imaginario de la gente –ponderando su propia historia, identidad y reputación; mediante la publicidad y las acciones de marketing–, simplemente porque es el espacio donde aparecen los mayores márgenes de ganancias para ellas. Seamos más o menos conscientes (o permeables) a ella, lo cierto es que esa capa de funcionalidades simbólicas incide decisivamente en la valoración que hacemos de cada automóvil.
Los que nos especializamos en autos siempre ponemos mucho énfasis en que no puede haber nada mejor –dado el altísimo costo del producto– que un consumidor bien informado. Y está muy bien saber cuántos airbags tiene el auto, las RPM a las cuales entrega el torque máximo, el tamaño del baúl, o si la distribución es por correa y va a haber que cambiarla a los 250.000 km.
Pero mi experiencia me dice que nuestras decisiones con respecto a la compra de autos son mucho menos “racionales” de lo que realmente creemos. Por eso me parece tan importante incorporar esas dimensiones simbólicas en el análisis de cada producto. Porque además de todas las características que se pueden medir, también compramos muchos de estos valores inmateriales: la aprobación social que proyecta determinada marca; la demostración de nuestro “buen gusto” en diseño; la (supuesta) manifestación de nuestras habilidades conductivas; un (supuesto) indicador de nuestra jovialidad o virilidad; incluso hasta una señal de nuestra predisposición para participar del mercado de las relaciones amorosas. Y si me apuran, hasta un indicador de nuestro posicionamiento ideológico.
Y todo eso se pone en juego, no solo cuando compramos un auto, sino también cuando lo deseamos. Es así: el reflejo que nos devuelven los autos va mucho más allá de lo que vemos en una carrocería recién pintada.
RT
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