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El dinero, la familia y la herencia

Julieta De Marziani

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Hay personas que pasan toda la vida esperando una herencia palpable. Un campo, por ejemplo. Nacen sabiendo que van a heredar un campo. Son ricos de nacimiento. No es necesariamente una cuna de oro, alcanza con haber sido parido en un casco venido abajo cimentado en la tierra inherentemente fijada a la riqueza nacional y productiva. Sólo hay que saber esperar. Primero a que mueran los abuelos, luego la madre, el padre o ambos para finalmente gozar de esas fortunas amasadas. Son ricos de forma nominal, tienen un campo en el horizonte, y el horizonte en el campo, claro está, hermosos amaneceres y atardeceres contemplados mientras se suspira por heredar arriba de un potrillo que corcovea al sol. Pero pasaron los años, avanzaron la ciencia y la tecnología, se recorrieron miles de kilómetros de ruta, se divisaron miles de lotes de sembradíos arriba de un tractor verde o en fotos viejas nomás, y nadie se muere. Al heredero se le pasó la vida postergando el presupuesto de máxima y no fue rico, no tuvo disponible el negocio, ni la llave de la tranquera ni la posibilidad de quemar un par de hectáreas para darse un gusto, un buen gusto. Vivió en base a una promesa, ni siquiera despilfarrando a cuenta, porque lo único que había para heredar era el campo. Llegado el momento de tomar posesión de la herencia, el campo, se le hace imposible vender porque el mandato del linaje es dejarlo en perpetuidad. Es bastante ecológico, salvo para el resto de las familias que no tienen qué testamentar. Pero quién le quita al heredero su estatus de heredero que le ha brindado identidad y falseado una certidumbre a lo largo de la vida.

La familia tiene ductos económicos teñidos de pasión, dependencias, obligaciones y culpa. La familia se arma como un proyecto de sostén económico y de perpetuación del patrimonio. Tomando como referencia la familia tradicional y burguesa se sabe, lo hemos visto hasta el hartazgo, cómo es el ciclo. Unos padres entregan al mundo unos hijos crecidos que tienen, por un lado, que sostener lo logrado, lo invertido en ellos que, si bien ha sido una obligación de los progenitores: la obligación por ley de la manutención de los hijos menores de edad la vida -y los padres- se encarga de contrabandear la culpa en cada sacrificio realizado, ya sea por cumplirles los caprichos, como una forma de extensión de un capricho personal o una revancha lejana, ya sea por procurarles la educación, esa manera de hacer girar la rueda de las oportunidades o ya sea por no haberles podido dar mucho y entonces la culpa aparece en la descendencia por haber odiado su pobreza o por haber conmiserado a esos padres que no pudieron, no tuvieron, que no les alcanzó. Por otro lado, los hijos crecidos deben independizarse y aportar, ellos mismos, a la economía del clan. Con la independencia económica de los hijos se considera multiplicado el ingreso y descomprimida la carga. Se espera que la hija o el hijo emulen la forma de vida que se les ha brindado o, ni hablar, que levanten de clase a toda la familia con la conquista de un éxito impensado. Un verdadero resultado. Un hijo campeón, una hija bien casada, o al revés el día que cambie la brecha.

El ciclo sigue así: esos hijos crecidos intentarán formar una familia con quien reproducir la especie, el dinero, achicar el problema ocupacional al compartir un lindo departamento -para empezar- y gastar e invertir en esos hijos que se sueñan y que se tendrán. Una vez nacidos los hijos se pagan todos sus gastos: comida, ropa, juguetes, lápices y cuadernos, calzado, salud, muebles, dispositivos electrónicos, cursos y talleres, salidas, vacaciones, fiestas de cumpleaños. Para dar el primer empujón al mundo, los padres en ciernes suegros desprenderán su última gran inversión: un regalo de despedida, una especie de indemnización, una manera de encaminar al hijo adulto, puede ser la fiesta de bodas o un departamento o bien un electrodoméstico importante, pongamos la heladera, para que el chico adulto pueda tomar bebidas heladas como en casa, tener cubitos de hielo y que no se le corte la crema. Luego, si todo sigue como esperábamos, el ciclo concluirá -el principio del fin más bien porque esto también puede durar- cuando los hijos crecidisimos deban hacerse cargo del geriátrico de los padres ancianos, cuando digo geriátrico digo también lo que antecede: el taxi al médico, el salario de una cuidadora, ir a cobrarle la jubilación. Con el mutis mortis de los padres ancianos sucede el reembolso final, la trascendencia sucesoria, el patrimonio neto por excelencia: la herencia. O el rojo: la deuda, el embargo, el no tener en dónde dejar yacer muertos a los padres. Las cosas vuelven a su lugar. El plan acumulatorio rindió sus frutos, la descendencia a salvo, el amor superó a la muerte. La familia económica sigue viva.

Los desperfectos, las fallas, los saltos y las burbujas del ciclo económico de las familias son ni más ni menos que los hechos que describen buena parte de la novela familiar y sus arquetipos: el niño malcriado, el treintañero mantenido, la madre que se quita el pan de la boca, la empresa familiar, el padre amarrete, la madre y la caja chica, el hijo ladrón, el tío prestamista, el primo deudor, la cuñada vividora, los primogénitos predilectos, los yernos chupamedias, el hermano garante, la abuela y los sobrecitos con plata a escondidas, la hermana exitosa, la madre compradora compulsiva, el padre acumulador. Diríamos que casi pueden ser personalidades del amor familiar, recuerdos constitutivos de una infancia, de una foto, de una pena personal.

El comportamiento con el dinero dentro de una familia suele ser ejemplar, en el sentido estricto de dar ejemplo. Somos una familia ahorrativa, gastadora, millonaria, austera, deudora, en bancarrota, propietaria o corrupta. El dinero tiene entre tantos poderes el de unir a la familia. Poder pagar una fiesta, una pileta en el jardín, unas vacaciones, la prepaga o el inicio de un crédito hipotecario hace que los nietos vayan a almorzar los domingos. Hay hermanos que no se hablan por disparidad de solvencia. El veredicto de la rivalidad infantil tiene lugar cuando ya adultos se miden en cuentas bancarias. Un veredicto tácito que mortifica y se desmiente por igual.

El comportamiento con el dinero dentro de una familia suele ser ejemplar, en el sentido estricto de dar ejemplo. Somos una familia ahorrativa, gastadora, millonaria, austera, deudora, en bancarrota, propietaria o corrupta

La abuela y la madre de una amiga mía, modista y cantante de tangos la una y la otra, solían relatar con jactancia tanto de linaje como de derrota la historia de su herencia yacente. Habían recibido el llamado más fantaseado: se les comunicaba desde larga distancia que a partir de la muerte de un noble francés sin hijos ni hermanos ni viudo ni asociación de filantropía favorita eran herederas de un castillo al sur de Francia. En Privas, en la región de Auvernia-Ródano-Alpes. La genealogía volvía un porvenir posible, impensado pero merecido -eso tienen las herencias y la sangre, la inmanencia del derecho-, hacia ellas. Hacerse del castillo les resultó imposible. Hacía falta pagar los pasajes y una serie de trámites de gestoría jurídica que nunca consiguieron. Recuerdo escuchar la historia y alegrarme y lamentarme por igual. ¡Cuánta buena y mala suerte! Después me daba lo mismo el cuento, incluso alguna vez dudé del circuito hereditario. Sólo el apellido hacía verosímil la anécdota. ¿Qué iban a hacer una costurera y una milonguera en un castillo europeo de un antepasado desconocido? ¿A quiénes le coserían los vestidos, a quiénes le cantarían tangos y milongas? 

AG

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