Elon Musk y la escasez mundial
Elon Musk (86.7 M seguidores en Twitter) se me representa como el extraordinario hombre que compraba. Un hombre que va, pregunta “¿a cuánto está?” y compra. Recuerda que había algo malo en esto del consumo, pero no recuerda qué y compra. Antes que nada pide que se hagan un logotipo, gorros y remeras por las dudas. Y así, un solo hombre es el dueño del mundo, su misión y su discurso.
El propósito de un terrícola vencedor, el pasado 25 de abril, comprar la red social de lo que está pasando para redirigir su discurso, se hizo realidad. En un mundo en donde el dinero es sagrado y sus anacoretas todavía idolatrados, la compraventa de la TIC más sexy y el recurso a formas del marketing dignos de una caricatura de ciencia ficción rompió los esquemas. Todos hablan de la noticia mundial: que el tentacular empresario, el hombre más rico del planeta, compró Twitter por 44 billones de dólares. Twitter: su contenido, su estética, su apuesta formal, su escritura, sus usuarios, sus hashtags, su run run interminable a fuerza de retuits -y no tanto- escalado y babélico. La transacción alimentó una catarata de opiniones.
Los pro y los anti afilan sus uñas. Los primeros arguyen que con su último proyecto Musk se muestra superior a todos los millonarios norteamericanos. ¡Qué lindo halago! Elon goza de una tribu -una generación de compradores- que asocia la libertad-valor del ser humano a su persona, la figura de un hombre que está, en este instante exacto, parado en la cima del poder económico de los tiempos de mayor riqueza de la historia universal. Elon Musk sería, para sus adeptos, el millonario que mejor describe el sueño ordinario - ya no el americano- y la frustración de los ciudadanos occidentales que viven en una sociedad que perdió su cometido de compartir. Si la mitad de los mortales caeremos por el borde de la olla donde se cuece el mérito, como Adán y Eva expulsados del Paraíso, que al menos uno (o diez) hagan su pasantía en la Tierra a todo trapo. Las megametas de Musk propenden al bien común, como sólo un ser superior -que lo debe ser, no lo niego- podría desearlo y planearlo a un plazo infinito. Tal es la estela de su yo. Es un gran bolsonero de trabajo, dicen los que lo defienden. A eso se le solía llamar rey, se le solía llamar señor feudal, se le solía llamar amo responden quienes tuvieron que bajar al sótano alguna vez.
Para sus críticos, en cambio, el hedonismo y la violencia interior son el clima de la modernidad. Y la solidaridad, a través de la compra de corporaciones estratégicas que mueven el mundo, es en realidad una broma de Elon. Para los detractores el problema es matemático. La proporcionalidad no les cierra. Miles y miles de formas de ilustrarlo: su fortuna es el PBI de tal país tercermundista, la deuda externa de tal otro. Infografías de cuánta agua potable, cuántas gasas, cuántos dentífricos, cuántos preservativos, cuántos colchones podría comprar Elon Musk por el precio de Twitter. Videos con mapas interactivos e iconitos de dólares que ejemplifican la asimetría entre la población mundial según el dinero que acopia. Son diez contra el resto. Somos el resto contra esos diez. Así hasta perder la cuenta de la injusticia. Una injusticia de la que no hay remedio porque, como se sabe, el dinero sólo busca una cosa: reproducirse. Con tanta mala suerte para la distributiva idea de la felicidad mundial que, como los parásitos, el dinero prefiere a un solo hospedador, un solo ser vivo que es imprescindible para el parásito que desarrollará su fase adulta en el anfitrión.
Un megamillonario es una persona sin escasez. Nada le es escaso. Esa es la diferencia con el resto de la humanidad que vive eligiendo qué no elegir, qué no comer, qué no vestir, qué no beber. El balance ético, dilemático entonces, se dirimirá en el fuero interno del mega million haciendo el bien a imagen y semejanza de sí mismo. Por supuesto que la ciencia lo logrará todo. Mucho más que el arte. No nos queda otra salida. Para los dueños de fortunas descomunales la benefactoría como lavapiés, pero no cualquiera. Tiene que ser creativa, con pufs, vistas vidriadas, snacks saludables, teclados ergonómicos y áreas de descanso comunes. Alguien tiene que dirigirla, pueden decir. Alguien tiene que dar la cara. ¡Alguien tiene que innovar!
Si yo fuera megamillonaria, repartiría lo que me sobra. El precio de una noche de un hotel dos estrellas por indigente hasta que todos nos quedemos sin nada. “Es imposible de hacer acto tan buenas intenciones, señora”, me dirán mis nietzscheanos asesores en finanzas, mis pragmáticos asesores en logística. “Porque le estaría cediendo el dinero al enemigo, señora”. El enemigo siempre es la contrapartida del acopio. La amenaza externa es y será el movimiento de las cosas humanas. “Porque va a planchar el rulo, señora, Nuestro rulo”.
Mientras -no podemos olvidar-, estamos en el Apocalipsis que nos tocó: COVID y la guerra de Putin. Como en una novela distópica con computadoras, robotización, pantallas, autos eléctricos y una vida apacible en algún exoplaneta para nuestros niños, no podía faltar un magnate de la tecnología, como un chico más, que después de comprar Twiiter hizo otro chiste: dijo que va a comprar la Coca Cola para volver a ponerle su dosis mínima, pero no por eso menos perniciosa simbólicamente, de cocaína. Como si nos hiciera falta más cocaína. Es como cuando el hijo de Ricardo Fort, nuestro exponente vernáculo de ricachón notable, anunció que planea agrandar el tamaño del delicioso bombón cúbico Marroc. Esta gente no tiene escasez de proyectos ni de caprichos ni de buenísimas intenciones. El pulpo Elon tiene entonces, bajo sus numerosas axilas, el problema de llevarnos a Marte, el problema de su propia muerte si es que quiere ver su hazaña, el problema de cambiarlo todo rápido: su hijo lleva por nombre un nombre impronunciable, es decir, sagrado. El problema de poder comprar lo que se le antoje.
AS
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