Sobre mostrar y esconder todo en el mismo acto
Cuando era chica a veces leía los libros que me gustaban como si fueran series, no en orden o enteros sino yendo a buscar mis capítulos preferidos, mi capítulo preferido del momento. Durante un tiempo que recuerdo como largo (no sé si fueron meses o años, o quizás incluso semanas; el tiempo a esa edad se siente tan grande como todo lo que no es una misma), mi capítulo favorito de Mujercitas fue “Feria de vanidades”. Lo tengo bastante claro en la memoria, aunque algunos nombres se me van o se me mezclan: el asunto era que Meg, la mayor de las hermanas March, se iba a pasar unos días a la casa de una amiga de plata, Moffat creo que se llamaba la familia, y se iba con dos vestidos, uno muy de día que era de poplín y uno más de noche, de tartán blanco (cada uno recuerda los detalles que recuerda). La cosa es que una vez que llegaba ahí se daba cuenta de que su ropa estaba muy por debajo de la ocasión (me acuerdo también del paraguas, que le había pedido a la madre que le consiguiera uno blanco y negro y le compró uno verde y amarillo) y empezaba a usar el vestido de tartán para las ocasiones informales, porque el de poplín no daba ni para eso, y finalmente dejaba que le prestaran uno elegantísimo y escotado para la fiesta más importante de la estadía. También dejaba que la maquillaran, tomaba champagne y flirteaba con los caballeros; y justo cuando se estaba sintiendo la luz más rutilante de la alta sociedad aparecía Laurie, el vecino amigo de las March, y la descubría haciéndose la linda de una manera que a su familia la avergonzaría profundamente. Todo termina, como suele pasar en Mujercitas, con una lección moral sobre la tristeza de la banalidad y el valor profundo de la sencillez; por supuesto, esa era la parte que menos me interesaba del asunto.
Mirando la serie Inventing Anna, que cuenta la historia de una chica que logró hacerse pasar por una heredera europea entre los chetos de Manhattan por bastante más tiempo del que una creería posible sin tener un centavo, pensé en que hay algo que se ve muy actual de todo eso —el énfasis en Instagram como el instrumento para inventarse una vida falsa, la fauna de los emprendedores que son más conocidos por sus charlas Ted que por el éxito de sus empresas, la sensación de las redes sociales como una eterna vidriera de todas las fiestas a las que nunca te van a invitar, fiestas que son mucho más divertidas de postear que de acontecer— pero que en realidad el corazón de esa historia es algo mucho más antiguo.
Inventing Anna es un producto olvidable, cuyo mérito estético más relevante sea quizás el de ser una serie muy poco fina sobre gente muy fina; si me interesa, y si le interesa a mucha más gente, me parece, es porque hace al menos un par de siglos que nos seducen las historias sobre gente que logra pertenecer sin haber nacido para eso, el que descubre la forma de parecer rico sin serlo. Cualquiera logra atravesar todas las puertas VIP si nace rica, famosa o hermosa, igual que cualquier persona puede comprar un buen vino con dos mil pesos; la que sabe de vinos compra un buen vino con menos de mil, y la que sabe de mundo puede entrar a todas partes sin belleza, talento ni plata.
Como todas las buenas historias, entonces, la de Anna Sorokin —esta estafadora rusa que se hizo pasar por una heredera alemana imaginaria con el nombre Anna Delvey— combina un tema existencial casi atemporal, la pregunta de qué significa pertenecer y para qué sirve, con una inquietud más actual sobre qué es pertenecer y cómo se pertenece concretamente en el mundo de hoy. Sobre lo primero, más que ideas tengo neurosis; es un tema que me obsesiona y sobre el que escribo seguido (ya escribí en esta columna alguna vez mi tesis de que la historia de La sirenita se trata de eso, y escribí una obra de teatro que también se mete con el tema de engancharse con un tipo como una forma de conquistar su mundo), pero siento que puede llegar a ser el trabajo de una vida entera desentrañarlo, separar las emociones de los conceptos cuando se trata de la sensación de sentirse en casa. Sobre lo segundo, el carácter específico que toman estas preguntas en nuestra época, creo que tengo algunas ideas intuitivas: vivimos en un mundo en el que el éxito es cada vez más importante y al mismo tiempo cada vez más imposible de medir. Escucho a unos amigos hablar sobre una colega, uno dice que es famosísima y le va bárbaro, que trabaja para afuera, que seguro gana muchísima plata; otro dice que nadie la conoce y es todo venta de humo. Muy seguido estoy presente en conversaciones sobre tal o cual medio independiente (este diario podría ser uno de ellos), que según algunas personas es un caso de éxito total y según otras un fracaso total: en el fondo, es muy difícil entender si lo consume mucha gente o solo nuestros amigos. De hecho, el caso de las series es bastante ilustrativo: hace veinte años teníamos las planillas de rating; hoy tenemos que creerles a las plataformas cuando nos dicen que Inventing Anna o cualquiera de sus propias series es un hit de audiencias. Hay algo eterno, entonces, en la historia de Anna Sorokin/Delvey, pero también algo muy de ahora: quizás nunca fue tan fácil como hoy hacerse la heredera, porque la etiqueta de otra época se mantiene y preguntar demasiado sobre la plata de otro sigue siendo de pésimo gusto, el misterio sobre la propia vida no genera desconfianza sino interés, y por otro lado ese hermetismo que te da un aire de chica interesante puede combinarse de una manera bastante curiosa con una híper exposición de tu supuesto estilo de vida. De alguna manera extraña, hoy es posible mostrarlo todo y esconderlo todo, al mismo tiempo y en el mismo acto.
Muchas más cosas se pueden decir sobre lo que revela la historia de Anna Sorokin/Delvey sobre el mundo de los ricos y famosos, y en especial sobre la ingenuidad y estupidez abismal de gran parte de la gente que lo integra, pero otra cosa me quedó resonando. Esta misma semana el twitter gringo estuvo particularmente obsesionado con una declaración de Kim Kardashian, una heredera millonaria que no debe haber lavado un vaso en su vida, sobre la gente que no quiere trabajar. No creo que haya sido una declaración ingenua; si Kim Kardashian trabaja de algo es de llamar la atención, y ella sabe que la mala prensa no existe. Pero lo que más falso suena en Inventing Anna es el modo en que todos, Anna y los ricos “de verdad” que la rodean, hablan tanto sobre pertenecer como si fuera un tema puesto sobre el tapete: justamente, si esta historia es posible, y cada vez más posible, es porque no pertenecer es el nuevo pertenecer. Nadie habla ya de “crear un club exclusivo”; se habla de crear lugares abiertos, que no reproduzcan las inequidades del pasado, donde todos sean bienvenidos, para después armar códigos de pertenencia cada vez más sutiles, cada vez más herméticos, cada vez más confusos, confusos de formular pero precisos en las circunstancias que producen y reproducen.
TT
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