Sos más interesante que esta gente, así que no tengas miedo
La situación es esta. Hanna Horvath va con su novio nuevo, el rubio de buenas intenciones con el que se está viendo en un intento honesto de sostener una vida normal con un trabajo normal y una pareja normal, a ver una obra en la que actúa su ex novio Adam. La obra es un site specific de esos que están de moda hace una o dos décadas: una casa enorme, con muchos cuartos, todos los cuales dan a un patio central. La obra es una especie de homenaje a un crimen que sucedió en la década del ‘60, una chica violada y asesinada a la que ninguno de los vecinos asistió: en cada cuarto hay una escena, y la obra invita a los espectadores a ser “testigos silenciosos”, testigos indiferentes, igual que lo fueron los vecinos que ignoraron los gritos de la chica. No importa si suena interesante: la obra es pésima. Tampoco importa. Hanna y sus amigos circulan por las distintas habitaciones y cuchichean sobre sus problemas, hasta que entienden que finamente se viene la escena del asesinato. Se escuchan gritos: en el patio central, dos maniquíes inmóviles iluminados por una luz azul representan el crimen de forma tal que no se entiende si en serio o en chiste, en un ejercicio de producción ridículamente barato que no se corresponde con el tamaño de la obra aunque sí con su calidad. No importa. Lo que importa es que Hanna mira por la ventana y ve a Jessa acomodada en la escalera de incendios, Jessa hermosa, Jessa que es siempre hermosa y está más hermosa que nunca, Jessa con su gesto de Brigitte Bardot reencarnada, con la calidez en los ojos entornados de quien se sabe mirada pero no como siempre, no mirada por todos, no mirada por cualquiera. Y Hanna busca la mirada de quien está mirando a Jessa y se encuentra con Adam, su ex novio, fumando con el codo apoyado en la ventana, mirándola a Jessa pero con otra expresión, no extasiado como ella, mirándola con la calma liviana del que no necesita clavarle la mirada a la chica porque ya sabe que la tiene. Y Hanna los mira a los dos de vuelta, son varios planos, con una música retro que podría ser de la obra, es de la serie. Hanna los mira otra vez en un edificio viejo de Nueva York haciendo algo que en Nueva York es siempre nuevísimo y siempre viejísimo, haciendo teatro y haciendo la de enamorarse, y entiende que su ex novio se está cogiendo a su ex mejor amiga, en las próximas escenas va a tratar de averiguarlo, se lo va a preguntar a todo el mundo pero lo pregunta por preguntar, no porque necesite saberlo. Ya lo sabe.
Recuerdo perfectamente cuando vi este capítulo de la temporada 5, lo recuerdo porque me encantó pero no solo por eso, lo recuerdo porque pensé qué hijaputez, que Lena Dunham está haciendo algo que es mucho más que cualquier bajada de línea o etiqueta que le quieran adosar. Que está haciendo algo que tiene muchísimas capas. Está construyendo un lenguaje y un mundo visual, y a la vez se está insertando en una tradición. Está produciendo algo denso que se inserta en muchas historias, en la historia de escribir en Nueva York, la historia de las chicas que escriben sobre conquistar Nueva York, con Sylvia Plath y Joan Didion. Está haciendo todo eso y casi nadie se va a dar cuenta, porque además de todo está haciendo algo que no hicieron ni Sylvia Plath ni Joan Didion, ni Vivian Gornick, ni Norah Ephron, ni ninguna de sus heroínas: está construyendo a la protagonista femenina más pesada, egocéntrica e insoportable de la historia de la ficción. Está poniendo en el centro de la escena a la chica que nadie quiere ser, a la amiga gordita y ansiosa de la protagonista dulce y melancólica, y encima de todo, la está actuando ella misma. Y mucha gente no va a entender el movimiento: van a decir que es innecesario que esté en pelotas todo el tiempo, van a creer que ella propone a Hanna Horvath como un modelo generacional y no como la pesadilla que es, van a creer que no es irónica, van a creer que es irónica. Lo que es peor: mucha gente se va a quedar en esta discusión sobre el valor de Hanna Horvath (como si se tratara de una persona real) y perderse toda la sutileza de lo que Dunham está haciendo, va a perderse la maestría narrativa con la que enhebra todas las líneas y la belleza que encuentra para retratar esa escena en la que Hanna se entera de todo, una escena que podría ser en una fiesta, que podría ser un mensaje de texto, pero que es un homenaje al cine, al teatro y a las ciudades del pasado en las que una se enteraba de cosas mirando por la ventana, todo a la vez.
Esta afirmación es tan absurda, pretenciosa y narcisista que podría pertenecerle a Hanna, pero nunca dejé de sentir que Lena Dunham se estaba inmolando por nosotras. Cuando en el primer capítulo de la primera temporada hace que lo primero que le pase a la protagonista sea que le corten los víveres, que sus padres decidan que ya es grande para hacerse la artista mientras sigue viviendo de ellos, y que la protagonista conteste prácticamente, con todo descaro, que ser una mantenida en Nueva York es su derecho, me reí no solo porque era gracioso, ni solo porque reconocía en esa situación la vida de muchas personas que conocía (yo estaba tratando de mudarme sola pero todavía no había conseguido cómo, así que estaba en ese momento de juntar veneno contra toda la gente que te dice que vive sola en Palermo de su trabajito cool y vos no entendés cómo, si con el trabajito cool que vos tenés apenas te alcanza para las salidas del fin de semana viviendo con tu madre); me reí como me río cuando alguien toca la guitarra demasiado bien, me reí porque era virtuoso el modo en que plantaba eso con tanta desnudez, con jutzpá, como se le dice en ídish a cierta mezcla específica de valentía y descaro. Lena Dunham se inmoló para que pudiéramos escribir sobre un mundo de sensaciones sobre el que no se estaba escribiendo antes de ella, las emociones más vergonzosas e innobles del repertorio femenino: el momento en que le decís al espejo “sos más interesante que esta gente, así que no tengas miedo”, el momento en el que te hacés la sexy para conseguir algo y lo conseguís porque el otro está incómodo y no seducido. También habló de temas “serios”: habló del sexo que estábamos teniendo, de los bordes del acoso sexual, de la relación de nuestra generación (de cierto sector privilegiado de nuestra generación) con la plata, con el éxito, con la familia, con la idea de proyecto. Habló de vivir en las ciudades y de elegir abandonarlas, de casarse y de separarse. Tengo todo esto muy grabado porque hace diez años, cuando Lena Dunham estrenó Girls, yo también empecé a escribir. Es más: uno de los primeros textos que escribí en medios fue sobre ella. No es que mi obra valga la pena en ningún sentido, no es mi lugar decirlo, pero lo que sí puedo decir es que no existiría sin ella, si Lena no me hubiera enseñado la desvergüenza, el auténtico hacelo para contarla: que no solamente no importa si quedás mal en tu propia escritura sino que la mejor escritura autobiográfica es la que hace quedar mal, muy mal, a quien escribe.
A raíz del aniversario, Lena publicó en Vogue un texto sobre la experiencia de hacer Girls, pero sobre todo sobre su tema central: la amistad femenina. Podría ser un texto melancólico o celebratorio, pero no lo es: es un texto ansioso, inteligente y agudo, como todo lo que hace ella. “Y cuando hago una amiga nueva”, escribe Dunham, “como hice hace poco, soy brutalmente honesta con lo que tengo para ofrecer. Mataré por vos, le dije, pero jamás te voy a decir de tomar un café”. Para todo lo obsesionada que está con el tema, Lena no se promociona como una gran amiga: mataría por vos, claramente, porque el asunto de matar y morir me apasiona, pero lo de estar para las cosas chiquitas y pretender interesarme por tu vida quizás no sea para mí. Otra vez pensé, qué valiente que es, y qué inteligente que es, para pintar un tipo de antiheroína que ella es 24-7, pobrecita, pintarla y encarnarla; qué aguda que es para ponerle el cuerpo a ese monstruo que las demás apenas podemos reconocer en secreto, o por escrito.
TT
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