Alejandra Kamiya y un libro de cuentos encantador: fósforos húmedos, duelos, Japón y un amor no correspondido
“Toda la oscuridad del mundo cabe en una habitación pequeña. Porque la oscuridad no deja intersticios como dudas. No distingue entre rincones o espacios abiertos, no hay para esa boca nada demasiado ínfimo ni demasiado grande. Es de lo que no tiene medida, como Dios o el miedo”, se lee en las primeras líneas de La paciencia del agua sobre cada piedra (Eterna Cadencia, 2023) el reciente libro de cuentos de la escritora argentina Alejandra Kamiya. Como un avance, como una muestra pequeña de todo eso que vendrá después y no siempre es ostensible al primer vistazo, los cuentos de Alejandra Kamiya exploran distintos tipos de oscuridades. A veces con la pérdida y el duelo en primer plano, a veces con eso que apenas se puede mencionar intentando salir a la superficie, la escritora, una de las más interesantes y sutiles de la literatura argentina contemporánea, busca en las hendiduras.
En este tomo de cuentos encantador, las historias cruzan animales con humanos (una mujer convive con un mono; otra recuerda todos los perros que la acompañaron en su vida); vidas vigorosas con otras que se aproximan al ocaso; melancolías con entusiasmos desenfrenados, como dejarse llevar por un elefante.
En todos los casos, se trata de narraciones que se ubican en los intersticios, en una zona que parece cotidiana y a la vez se nutre de lo onírico. Cubrir a estos cuentos de adjetivos –ya hay muchísimos por acá, sí– les juega en contra, los recarga de algo que es ajeno, los aplasta. Porque Kamiya escribe desde la simpleza, desde la imagen más desgranada, desde la gota de agua que, en su austeridad, no para de moverse.
“Creo que un tono o un estilo no es algo que uno piensa y después lo busca. Hay un movimiento hacia adentro que tiene que ver con intentar ser lo más auténtico posible y tal vez ahí sale el estilo que tenga que ser. Obviamente, después de que salió te sorprendés y te alegrás con eso, hasta por ahí pensás 'claro, me gusta, esto soy yo'. Pero no se busca una estética de manera exterior sino explorando hacia adentro”, señala ante elDiarioAR.
En el trabajo con el texto en sí, ¿cómo vas hacia esa simpleza?, ¿corregís mucho?
Primero pienso mucho y ya antes de sentarme a escribir: voy quitando cosas o, mejor, voy buscando el camino más limpio. Sí, limpio es la palabra. Más neto en mi cabeza. Después, ya cuando me siento a escribir, la forma lo va tomando casi todo. Es raro pero es un procedimiento parecido a esculpir, vas quitando y aparece algo cuando vas quitando. Algo así.
A veces hay muchas fantasías alrededor de la escritura o sobre cómo surge eso que narran los escritores. ¿Vos en particular tenés registro de algún tipo de punto de partida? ¿Es una imagen, es una palabra, es una idea lo que te convoca a decir “empiezo a escribir esto”?
Yo lo siento como una fricción parecida a la del fósforo en el borde de la cajita, ese movimiento que enciende algo. Puede haber muchos fósforos húmedos, pero de repente hay uno que enciende. Está entre algo externo y algo interno. Eso externo puede ser desde una escena que veo en la calle o una escena de una película, hasta lo que está hablando alguien en la otra mesa del bar. O algo que miro por casualidad. O algo realmente importante. Cualquier cosa. Pero tiene que haber esa fricción y esa primera chispita.
¿Por qué en general lo tuyo termina en formas breves, como el cuento?
A mí me gusta mucho el cuento por esto de la síntesis y de la intensidad que tiene que tener. Conmigo y con lo que escribo suelo usar el verbo pavear para intentar explicar esto: en el cuento no se puede pavear ni una línea. Así y todo ahora estoy dándole vueltas a una novela, pero no por la novela en sí, o porque piense que la novela es mejor que el cuento, sino porque lo que voy a encarar creo que me pide una novela. Es algo más extenso, que se tiene que ir desarrollando en más espacio. A veces el formato te lo pide lo que vas a contar.
En todos tus relatos aparece muy fuerte la sensación de que no está solamente lo que se ve, que hay una suerte de condensación. ¿Te lleva mucho tiempo llegar a eso?
El tema del tiempo es interesante porque varía. Siempre doy este ejemplo: el cuento El pozo, que es uno de los textos más largos que escribí, lo escribí en una sola sentada muy rápido. creo que tardé menos de media hora porque antes le había dado muchas vueltas en la cabeza. Lo escribí tranquila, ya estaba segura de para dónde iba. Entonces no hay una proporción entre las líneas escritas y el tiempo que te lleva hacerlas.
Conmigo suelo usar el verbo 'pavear' para intentar explicar esto: en el cuento no se puede 'pavear' ni una línea.
¿Cómo es la selección, en un libro de cuentos, para decidir cómo y cuántos se reúnen, cuánto falta o cuánto sobra?
No lo sé con certeza, pero creo que hay un ritmo interno. Porque llega un momento que decís “creo que tengo un libro”. Porque obviamente a los cuentos se van escribiendo de a uno y los guardas. Después ni siquiera se respeta el orden en el que fueron apareciendo: vas escribiendo y van a parar a un archivo. Pero hay, aparece, existe una necesidad interna. Es como encontrarte con un amigo. No es que decís “bueno, quedamos en vernos cada tres meses”. No, por lo general decís “ay, hace tanto tiempo que no veo a tal persona, la voy a llamar”. Y no es que para llegar al encuentro te planteás tener una cantidad de cosas para contar, no, vas acomodando todo para reencontrarte. En este caso me pasó que tenía esa sensación interna de un libro, tuve un encuentro con esta nueva editorial, dije “sí, ya estoy”. Sabía que había un par de huecos, entonces escribí los cuentos para esos huecos. Igual, de todos modos, a mí me gusta más la idea de obra que de libro en sí. Este libro podría mezclarse perfectamente con los dos anteriores. Eso es lo que me gusta ver, la obra más grande.
La escritora Virginia Higa escribió un texto muy interesante que analiza qué es un escritor o una escritora nikkei. Ella habla ahí de cierta mirada, de un vínculo con Japón que se convierte en una zona extraña y familiar a la vez. ¿Cómo ves esta cuestión vos?
Me encantó cuando leí ese artículo de Virginia Higa porque es exactamente eso lo que noto en mi caso y ella marca: es un amor no correspondido. Porque sí, sentimos en general un gran amor por Japón, pero Japón no sé. Esto tal vez tiene que ver con que Japón es súper estructurado, muy ordenado. Un lugar donde la jerarquía es muy importante: vos tenés jerarquías hasta para cómo sentarte, cómo servir una mesa, quién paga, quién no paga. Todo está regulado. Y eso a veces hace de algún modo una sociedad un poco clasista. Por momentos no creo que se trata de una falta de compasión ni nada, es que el lugar tuyo es este y el mío es este otro. Eso deriva en algunas cuestiones con los nikkei, los que somos hijos o nietos de japoneses, somos eso, hijos o nietos pero no japoneses. Cuando yo era chiquita me decían “¿pero vos qué sos?” y yo decía “soy mezcla”.
De todos modos algo de Japón evidentemente se mete en la escritura, en las imágenes, en las grullas que aparecen en las historias, a veces hasta en la puntuación.
Es que por más que sea mezcla, tengo una mitad japonesa. Aunque Japón reniegue, ¡tengo mi cara, tengo mis gustos, tengo mi cabeza que funcionan con algo de su ritmo! (risas). Y también tengo lo mío argentino.
¿Cómo lo pensás o cómo trabajás vos esto que a veces se señala como lo biográfico en la literatura?
A María Martoccia una vez le preguntaron algo de eso y dijo todo es autobiográfico. Y creo que Thomas Bernhard dijo, y también me encantó, algo así como que si lo que me pasó no me hubiese pasado, lo habría inventado.
¿Vas por el lado de “Madame Bovary soy yo”, esa frase que se le atribuye a Flaubert?
Sí, Madame Bovary soy yo (risas). Quiero decir que lo que yo invento también es autobiográfico. Al mismo tiempo, lo que otras personas creen que es muy autobiográfico y fiel es la mitad inventado, también. Muchas veces es una lectura, una interpretación de lo que creen que están recordando fielmente. No hay una línea divisoria perfecta, es todo más o menos autobiográfico. Todo es interpretado y los que escribimos estamos en la interpretación más que en los hechos. A partir del Nobel a Annie Ernaux hubo un montón de artículos sobre esto que a veces me daban mucha bronca porque decían algo así como que ella estaba hablando de sí misma todo el tiempo. Cuando, en realidad, es alguien que se ofrece a sí misma para hablar de cosas que nos pasan a todos. ¡Es lo contrario de una egocéntrica o una egoísta! No digo que se inmola, pero sí que se está ofreciendo. En todo caso hay distintos “yo” literarios. Es distinto alguien que te dice “yo, yo, yo” y nada más. El yo no es un problema, el yo se puede hacer para llevar a cabo maniobras generosas y el yo se puede usar también para lo contrario. Hay yoes feos y yoes maravillosos.
Has comentado en varios lugares que fuiste a los talleres de Inés Fernández Moreno y de Abelardo Castillo, y después vos misma coordinaste tus propios talleres. ¿Cómo pensás que funcionan esos espacios en tu propia escritura y para la de los demás?
Creo que es obvio, como decía Abelardo, que nadie te puede enseñar a escribir. Pero sí te pueden acompañar. Y ese acompañamiento a veces es muy valioso. A veces es muy activo y otras veces es casi pasivo, pero igual de valioso en las dos formas. A mí me encanta hacer talleres, aprendo un montón. Además yo no tengo formación académica en letras, vengo de otro planeta, de otro mundo que nada que ver, vengo del comercio. No tengo la teoría previa y muchas veces la voy armando o la voy deduciendo a partir de lo que hago.
Creo que un tono o un estilo no es algo que uno piensa y después lo busca. Hay un movimiento hacia adentro que tiene que ver con intentar ser lo más auténtico posible y tal vez ahí sale el estilo que tenga que ser
Sin esa formación tradicional en Letras, ¿cómo armaste tu mapa de lecturas?
Abelardo justamente era un gran ordenador de lecturas. Él tenía un sistema, te decía “si a vos te gusta un escritor tenés que leer los escritores que le gustaron a él y así ibas armando una especie de árbol genealógico”. Pero a pesar de eso yo siempre fui y seguí siendo muy desordenada. Porque voy a una librería, me quiero comprar tal cosa y me compro cuatro otras. Y siempre estoy siempre ávida de más. Además es muy impresionante la desproporción que hay entre los libros que a uno le gustaría leer y los que te da la vida, el tiempo de vida para leer.
¿En el caso de lo oriental o lo japonés fuiste lectora en ese terreno o te vino con el tiempo?
Fue con el tiempo. ¿Por qué? Porque cuando yo era chica vivimos una época sumamente racista, clasista, tradicional, dura, conservadora. Estoy hablando de los 70. Yo no podía aclarar que era japonesa, para todos yo era era china y los chinos eran como los marcianos o los perros. Era algo rarísimo pero ser diferente, era algo despreciable. Lo único que yo percibía en ese momento era eso, que había una diferencia. Con el tiempo vi que yo tenía ideas que creía que de alguna manera eran mías y después me di cuenta de que eran japonesas. Entonces fui agarrando todo lo que había disponible acá de literatura japonesa, casi como preguntando, buscando respuestas. Al principio fue más difícil pero ahora es impresionante porque llega cada vez más material. Igual falta un montón. Pero es medio caótico lo que se traduce. Por ejemplo, con mi papá y con un poeta hicimos traducciones de poemas de (Ryūnosuke) Akutagawa. Akutagawa es el más grande cuentista japonés y no estaban traducidos sus poemas. Eso es rarísimo. Estuvimos tres años trabajando muy duro. Y salió hace un par de años con el título Detrás del bambú.
Los títulos de tus libros son muy poéticos, también las imágenes y escenas de tus cuentos. ¿Nunca te animaste a escribir poesía más allá de esas traducciones?
Cuando era joven sí leía mucha poesía. Después fui más de narrativa. Después más tarde fui por los ensayos. Y ahora leo poca poesía, pero con muchísimo respeto, nunca devorándola. Para mí la poesía es como la cúspide de la literatura y por eso creo que no llego.
En todo caso preferiste no escribirla.
Solo cuando era más irresponsable (risas). Desde que fui más consciente, no. Hace poco me preguntaban algo parecido y justo había vuelto de las vacaciones cerca del mar. La poesía es algo parecido al mar, ¿viste cuando sentís como una especie de respeto? Porque es hermoso y te atrae y si me preguntan lo que me gustaría, sí, me metería así, mar adentro. Pero ahora estoy acá y tengo que ver dónde es la rompiente, hasta dónde yo puedo meterme sin ahogarme. Es una relación de respeto que te hace dar cuenta también de tu tamaño.
AL
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