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Entre Frankenstein y la familia Mitchell: dos siglos de amor y terror a la máquina

Los Mitchell contra las máquinas, uno de los éxitos del confinamiento de la segunda ola.

Pablo Plotkin

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Un día de estos, las máquinas se van a encargar de nosotros. Lo sabe la anciana yoguini que abre la temporada 2 de Love, Death & Robots y lo saben los protagonistas de La familia Mitchell vs. las máquinas (ambas en Netflix). Mientras la humanidad se arrastra por la meseta alta del estrés sanitario, la ficción abraza a los viejos robots como chivos de un colapso menos deprimente: una aspiradora que se sale de control en un geriátrico futurista o un sistema de inteligencia artificial –una especie de Siri con trastorno pasivo-agresivo– que se rebela contra su obsolescencia y expulsa al homo sapiens de la Tierra.    

En 1942, en su cuento “Círculo vicioso”, Isaac Asimov definió por primera vez las Tres Leyes de la Robótica, un estatuto codificado “en el cerebro positrónico” de las máquinas que ordenaría filosóficamente el resto de su obra –sobre todo la colección de relatos Yo, robot (1950)– y que serviría de inspiración para los debates éticos alrededor de la inteligencia artificial. Primera Ley: Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por medio de la inacción, permitir que un ser humano sea lesionado. Segunda Ley: Un robot debe obedecer las órdenes recibidas por los seres humanos excepto que estas órdenes entren en conflicto con la Primera Ley. Tercera Ley: Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no sea incompatible con la Primera o la Segunda Ley.

La ventaja de esas reglas era que engendraban toda clase de paradojas, dilemas y posibilidades narrativas. ¿Un robot siempre estará en condiciones de determinar el grado de peligro en el que se encuentra un humano? ¿Qué pasa cuando la integridad de una persona depende, por ejemplo, de la muerte de otra? ¿Qué habría hecho, en aquel 1942, un robot obediente de las Tres Leyes si quedaba mano a mano con Hitler? (Décadas más tarde, el autor introdujo la llamada “Ley Cero”, que anteponía el bien común: Un robot no hará daño a la Humanidad o, por inacción, permitirá que la Humanidad sufra daño.) Más allá de esas encrucijadas morales, Asimov buscaba reinventar nuestra relación psicológica con las máquinas, separándose de la esencia tecnofóbica que movía a la ciencia ficción desde su mismísimo origen. Lo que él llamó “el complejo de Frankenstein”.  

La historia es muy conocida pero nunca está de más honrar la grandeza. Durante el invierno volcánico de 1816, después de la erupción del Tambora que dejó sin verano a Europa, Mary Shelley y su marido, el poeta Percy Shelley, visitaron a su amigo Lord Byron en Villa Diodati, Suiza. Inspirado en una antología alemana de cuentos de fantasmas que acababa de leer, Byron desafió a sus huéspedes –estaba, además, el médico John Polidori– a que escribieran una historia sobrenatural. Polidori respondió al reto con la novela El vampiro, que fue la inspiración para el Drácula de Bram Stoker e inventó todo un subgénero. Mary bosquejó la idea de Frankenstein o el moderno Prometeo, que desarrolló en los años siguientes y fundó la ciencia ficción (como se ve, el challenge de Byron resultó de lo más productivo). La historia no salió de la nada: la electricidad era entonces una energía misteriosa que algunos científicos de vanguardia utilizaban para la experimentación con cadáveres. En Europa, la Revolución Industrial alumbrara ilusiones y terrores nuevos: la idea del hombre forzando las leyes de la naturaleza en busca del poder divino. El Dr. Victor Frankenstein encarnaba esa ambición y su monstruo, seducido y abandonado, era el mensajero que castigaría a la humanidad por su omnipotencia.     

Durante los dos siglos posteriores, Frankenstein sobrevivió como la huella primordial para representar el horror desencadenado por la máquina –de Terminator a Matrix– y también los dilemas filosóficos respecto del poder que implica fabricar vida. Philip K. Dick expuso esas indagaciones como pocos en, por ejemplo, su novela corta de 1968 ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que en 1982 tuvo su adaptación libre y épica en la Blade Runner de Ridley Scott: la humanidad se exilia de una Tierra radiactiva mientras los últimos androides que sobreviven son perseguidos por cazadores de elite. En los comienzos de la revolución informática (el 68 fue también el año en que nació el lenguaje de programación LOGO), Dick exploraba el límite entre lo humano y lo artificial, e imaginaba las capas de conciencia que pueden desarrollar otras formas de inteligencia.

Por distópicos o utópicos que resulten los escenarios que modela, la ciencia ficción siempre nos está hablando de ambiciones y ansiedades contemporáneas. Volviendo al presente, La familia Mitchell vs. las máquinas es el apocalipsis robot en clave de comedia, un reflejo centennial y desfachatado del complejo de Frankenstein, pero además es una historia sobre lo complicado que es llevar adelante una familia en este tiempo y de cómo internet transformó todas nuestras relaciones. 

Por distópicos o utópicos que resulten los escenarios que modela, la ciencia ficción siempre nos está hablando de ambiciones y ansiedades contemporáneas.

La serie Love, Death & Robots también aborda, en algunos de sus relatos, el tema de la rebelión de la máquina, pero lo más interesante ocurre cuando se asoma a esa frontera borrosa de lo humano que tanto obsesionaba a Dick. El mejor de los episodios de la temporada 2 es el último, “El gigante ahogado”, que se sale totalmente de la ciencia ficción para encallar en el género fantástico. Basado en un cuento de J.G. Ballard, el corto narra la aparición de un cadáver colosal en una playa remota, y cómo los pobladores toman posesión del cuerpo, pasando de la fascinación al acostumbramiento, de la contemplación a la profanación. El narrador de la historia –un científico magnetizado por el gigante– es la voz lírica que sigue el proceso de descomposición y mutilación. Mientras los restos reaparecen como trofeos en distintas partes del pueblo –un fémur en la marquesina de una carnicería, el cráneo al costado de un granero–, el narrador se hace preguntas sobre el vacío, la permanencia y el misterio de lo real.

Estos estrenos en las plataformas de streaming son síntomas de una época en que la ciencia ficción se volvió parte central de la conversación pública. En literatura, autores como Michel Houellebecq, Ian McEwan o el Nobel Kazuo Ishiguro acercaron el género a un público que se sentía incapaz de leer historias con robots o mutantes. En la primera década de este siglo, Houellebecq e Ishiguro exploraron la clonación y la neohumanidad en dos distopías muy diferentes: la cínica La posibilidad de una isla y la romántica Nunca me abandones. En 2019, McEwan abordó el tema de la inteligencia artificial en Máquinas como yo, donde una edición limitada de humanoides altera las relaciones afectivas de los protagonistas. En este caso, la amenaza del robot surge de su código moral intransigente. La máquina ama, goza, se resiente, pero es incapaz de transgredir las normas, lo cual complica horriblemente la vida de sus dueños. 

Estos estrenos en las plataformas de streaming son síntomas de una época en que la ciencia ficción se volvió parte central de la conversación pública.

Ishiguro, a su vez, publicó este año la novela Klara y el sol, que conecta con la inolvidable Nunca me abandones. La narradora de la historia es Klara, un ejemplar de la línea de robots Amigos Artificiales, diseñados para acompañar a los adolescentes que se educan en sus casas a través de pantallas. En ese futuro cercano o presente corrido, los trabajadores de elite fueron reemplazados por sustitutos tecnológicos y una lotería siniestra designa a niños y niñas para un proceso de mejoramiento genético y ventajas formativas. Desoladoras y a la vez luminosas, las distopías de Ishiguro hablan del amor condenado a la pérdida, de los daños colaterales de toda transformación, de un mundo dividido entre salvados y expulsados. Más cerca del Bradbury de “Canto el cuerpo eléctrico”, el robot a energía solar de Ishiguro no es una amenaza, sino la encarnación de una conciencia mecánica que nos invita a preguntarnos qué es lo que nos define como humanos. En una escena, una vecina le dice a Klara: “Uno nunca sabe cómo saludar a una invitada como tú. Después de todo, ¿eres siquiera una invitada? ¿O te trato como a una aspiradora?” Muy lejos de ahí, desde el geriátrico hi-tech de Love, Death & Robots, la aspiradora asesina podría citar la advertencia de la criatura de Frankenstein: “Si no puedo inspirar amor, provocaré terror”.    

PP

 

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