Inés Garland y una novela sobre el cuerpo: “El mandato es una jaula para las mujeres, pero también para los varones”
“A mi cuerpo le pasaba algo que tardé años en dilucidar. Los síntomas parecían desordenados, no se me ocurrió al principio que respondieran a nada específico. Nadie me había hablado de la menopausia. Di con algo que no encontraba en recuerdos puntuales. Escribir es dejar que emerja una verdad que parece estar por debajo de lo que pasó”, describe la narradora de esta historia. De verdades a punto de salir a la luz, de síntomas, de desórdenes, de silencios o palabras no dichas y de cuerpo, mucho cuerpo, está hecho Diario de una mudanza, el reciente libro de la escritora argentina Inés Garland.
Se trata de una novela hipnótica que tiene a una mujer en el centro, alguien que escribe y que pasa sus días dándole vueltas a varios cambios en su vida: los que llegan con el climaterio, los que se producen cuando decide mudarse a las afueras de la ciudad, los que se arman cuando escribe y busca palabras que intenta traducir.
El talento de Garland, autora de varios libros para adultos, jóvenes y niños, traductora y coordinadora de talleres de narrativa– está en su forma particular de rodear un asunto, de encontrarle una forma magnética al merodeo, de cambiarle de signo al lugar común –el de la menopausia, el del paso del tiempo–. Un hechizo que se despliega de maneras tan sorprendentes como los signos mutantes que vibran en un cuerpo y en su relación con los demás. Una narración nada común que se compone de fragmentos, como un diario, pero sin fechas concretas ni especialmente estridentes, como el tic tac sigiloso de cualquier día en la vida.
En diálogo con elDiarioAR, la escritora cuenta que estuvo muchos años haciendo acopio de escenas y de lecturas alrededor de la menopausia que fueron surgiendo de repente. “Hay una especie de conexión. Aparecen cosas. Una vez que me enfoco en algo, el universo –digo yo, que no sé cómo definirlo–, se encarga de ofrecerme algo. De ofrecerme lo que yo quiero. Lo que necesito. Es como si se algo sincronizara. No sé, me pasa con todas las cosas que escribo. Siempre entiendo que estoy en buen camino cuando empieza a pasar eso. Más que en buen camino, entro en una cosa, estoy concentrada en un tema y esa concentración es un imán, me empieza a pasar que otra gente me habla de eso, que caen libros en mis manos y así. En este caso cayó el de Flash Count Diary, de Darcey Steinke, y también una convocatoria de la escritora Alejandra Zina para escribir sobre la menopausia en una revista, cuando yo venía hacía cinco años con esto encima. Nunca faltan las sincronías”.
– El libro está muy pegado a algunas experiencias tuyas y al mismo tiempo es una novela. ¿La pensaste así, como un artefacto que tensiona la idea de novela?
– Diría que está ahí, en el borde. Lo que pasa es que esto nos embarcaría en una conversación bastante intensa o profunda, me parece, sobre qué es la ficción. Justo ahora estoy leyendo un libro de Terry Eagleton que se llama Cómo leer un poema donde hace unas definiciones geniales que espero acordarme más o menos. Entre otras cosas dice que en realidad la ficción es una serie de recursos que uno tiene para contar algo que no tiene nada que ver con si tal cosa pasó o no pasó y que, en todo caso, lo que hay por debajo es una verdad moral. Usa la palabra “verdad”, que siempre nos pone nerviosísimos…
– Y “moral” ni te digo.
— Y moral ni te digo (risas). Pero sí, después de todo, una verdad moral es un punto de vista sobre el mundo. Cuando leí eso ahí yo enganché y dije “sí”, me puedo dar cuenta de esto cuando escribo. Yo siempre parto de geografías conocidas porque quiero la sensorialidad, entonces necesito conocer. Parto de ahí como si fuese la punta de un hilo, empiezo a tirar, empiezan a pasar cosas. Esas cosas empiezan a pedir otras y ahí voy. Y termino armando algo que en realidad muchas veces tiene una verdad, aunque no haya sido así en los hechos. Pero es una verdad emocional muy profunda. Esto es algo que vine a descubrir a lo largo de todos los años que llevo escribiendo: que eso termina aflorando. Eso hace la escritura conmigo, ni siquiera soy yo.
– En este libro y en general en tu escritura la verdad es una verdad muy corporal. Podríamos decir que sos una escritora del cuerpo. ¿Pensás en estos vínculos entre cuerpo y literatura o a partir de lo que vas escribiendo es un asunto que aparece cada vez?
– ¡Es un temazo! Creo que no todos los escritores escribimos desde los mismos lugares. Siempre aclaro que yo hablo de lo que me pasa a mí. Yo escribo con el inconsciente, estoy convencida. Después corrijo, pero las primeras versiones son desde un lugar que ni siquiera manejo. Y el inconsciente, claro, está en el cuerpo; el inconsciente y el cuerpo van juntos. Hace poco di un taller acá en Eterna Cadencia y mandé a los participantes a hacer un escaneo por el cuerpo, como una visualización. Les pedí que busquen un dolor y que a ese dolor le busquen una escena. Primero les pedí que lo dibujen, entonces no sé, podés dibujar un alambre de púas alrededor tuyo. Yo misma, por ejemplo, que tengo mucho dolor de hombros. Y después decís “cuándo empezó ese dolor”. Aparece. Vos creés que tu inconsciente te va a tirar un dato. No importa si es verdad o no es verdad, lo importante es que vos lo sigas. Te dirá un dato, bien. Escena relacionada, bien. Ahora contámela con todos los detalles, porque los detalles hacen a la escritura. El cuerpo tiene toda la información. Yo creo eso, o eso pasa en mi caso. Otros parten de otros lugares, parten de lugares más mentales, parten de ideas o de no sé qué. Yo busco las puntas para seguir, las busco en el inconsciente. O sea, no las busco, vienen. Se sueltan. Aparece alguna imagen. Empiezo a tirar del hilo y empiezan a aparecer cosas. Entonces dejo que vaya porque ya no soy, de algún modo no soy yo en ese momento. Y todo eso está muy ligado al cuerpo.
– En el caso de Diario de una mudanza, ¿tenés individualizada la imagen por la que partiste o es algo difuso?
— Estaba todo desparramado por ahí y tuve que armar, como creo que se nota en el libro. Con el tiempo me di cuenta de que tenía una unidad, pero cuando empecé a juntar las cosas no estaba muy segura de que la hubiera, pensaba que en verdad era un cocoliche. Lo que pasa es que confío en que si en algún momento yo sentí “es esto” las cosas van a marchar. Es como si hubiera una parte que va cosiendo sin que yo lo sepa. Tengo que confiar. Es lo más difícil del mundo confiar en ese lado inconsciente, en ese espacio donde no soy yo exactamente. Esto suena medio extraño, pero es la escritura que está por encima de mí. Es el inconsciente que está, que vaya a saber uno dónde se aloja en el cuerpo y en otros lados.
– Contaste que en el camino fueron apareciendo muchas lecturas de no ficción sobre la menopausia. ¿Qué pasa con la ficción en este asunto? ¿Hay menos? ¿Está menos narrada?
— La verdad es que no lo sé, porque tampoco he leído todos los libros del mundo como para saber dónde se habla de esto o dónde no. Lo que sí sé es que a mí nunca me hablaron, nunca me habló mi madre de la menopausia, nunca se habló en mi casa. También recuerdo que cuando empecé a buscar sentía esta avidez de otras mujeres por hablar del tema y algo vinculado con la vergüenza. Me parece que era Sam Shepard que decía “escribí sobre lo que te da vergüenza”. Si no era él era alguien por ahí. Soy una bestia porque tengo muy mala memoria. Pero me acuerdo de esto: “Hablá sobre lo que te da vergüenza”. Y yo soy mandada a hacer para eso, voy a lo que me da mucha vergüenza aunque sé que muchas veces son temas universales. En este caso a mí me daba mucha vergüenza escribir sobre esto, entrar.
– Pero una vez que lo hiciste, entraste con todo.
– Es que primero me da vergüenza, ¡pero después hago la contra-fobia! (risas).
– Algo curioso de la novela es que, mientras se describen estos cambios en el cuerpo de la protagonista, con toda la inquietud y todo lo que implica que nunca le hubieran hablado del tema, pareciera que los varones del libro están todavía más desorientados, mucho más a la intemperie.
– Creo que hay una desconexión. Quiero decir: entre nosotras estamos empezando a hablar del tema, pero los varones casi no hablan de estos temas. O por ahí entre ellos sí lo hacen, pero no hablan con nosotras. Me parece que este es el tema: que el varón se tuviera que mostrar de una manera y hubiera una conversación imposible. Esto es algo que me desespera. No sé si es así para todo el mundo, no sé si en las nuevas generaciones es así. Yo hablo siempre desde mi experiencia y de la gente que me rodea o de lo que leo. La sensación que tengo es de mucha incomunicación con los varones. Y mucho más en una época determinada de la vida. Porque quizás la comunicación de más joven tiene que ver con la sexualidad, con la seducción, con la crianza de los hijos, con armar una familia. Pero cuando eso ya no está, es como si la comunicación se interrumpiera, como si no hubiera más interés en conversar. A mí me pasa mucho que por ahí cuento algo y mis hermanas o mis amigas me dicen “bueno, es hombre”. ¿Qué es eso? ¡¿Perdón?“ Por eso un poco me preocupaba que el libro saliera como un libro con el rótulo de ”libro sobre la menopausia“, algo que también parece dejar afuera a los varones cuando el libro reclama una conversación con los varones. En general pasa eso: no hay conversación y los personajes que aparecen no hablan de lo que a ellos les pasa con su propio cuerpo, con su eje. Como si no pudieran tampoco mirarse al espejo y proyectaran todo sobre las mujeres. Creo que hay algo de no querer exponer la vulnerabilidad que a mí me parece tristísimo en la vida. Por eso intento pensar en un llamado a conversar sobre esto, sería tanto más lindo yo creo. Sería más fácil.
– En el libro, hay mucho de cierta incomodidad que está en la cabeza de la narradora, pero por lo general los tipos no dicen. Como si fuera ella la que, además, tuviera que pensar sobre estas cosas.
– Sí, hay una especie de mandato. Lo que pasa es que, para mí, el mandato es una jaula para las mujeres, pero también para los hombres. Pasa que las mujeres estamos medio hartas ya, o más acostumbradas o empezando a tratar de salir. De alguna manera nos veo mucho más conscientes de esa jaula que a los hombres. Sin embargo, para mí ellos tienen mucho que perder no conversando con las mujeres, no leyendo, no entendiendo. No sé quién decía hace poco esto de “que nos devuelvan la cortesía de leer sobre los temas que a nosotras nos preocupan”, para que también ellos puedan contar los temas que les preocupan. Y dicho así pareciera que estoy hablando como si el mundo fuese solo heterosexual. Y no, no es así para nada. Pienso en algo más amplio. Es lo masculino y lo femenino lo que tiene que dialogar. Inclusive dentro nuestro, me parece.
– Hablando de lo femenino, en un momento la narradora que es escritora dice un poco en sorna que hay “una fantasía de que existe una literatura femenina”. ¿Por qué crees que siguen insistiendo en esos tópicos o esos lugares comunes?
– Yo me enojo un poco con esto, es como si se hubieran dividido los temas. Los temas más hacia afuera, los temas épicos, los temas geopolíticos o políticos, quedan como del lado de lo masculino. Me cuesta mucho y no me gusta hablar para llegar a generalidades. En el fondo son peleas de poder, me parece: el poder dentro de la literatura detentado por los hombres y las mujeres como una cosa de costado. Entonces, lo que a mí me indigna es un tono despectivo cuando se le dice “literatura femenina”. ¿Qué quiere decir y por qué hay desprecio? Es desesperante esto de que se piense en “minitas que escriben”.
– Mucho diminutivo, mucho de “cositas”.
– Sí, ellas con sus cositas, tal cual. Inclusive sé que este libro corre ese riesgo enorme de quedar en ese lugar. Pero abandoné esa gesta, pienso que los libros tienen sus propios caminos. A la vez, creo que no habría ningún problema con decirle a algo “literatura femenina” si es que hubiera que poner rótulos, el tema es el desprecio. ¿Por qué tienen que ser despectivos? Después de todo es una mirada, es una mirada sobre el mundo. Cuando yo voy a leer siempre busco eso: una mirada. No me importa la inclinación sexual. No me importa el género. No me importa la genitalidad ni nada de esas cosas. ¿Qué está mirando esta persona? ¿Y cómo lo está mirando? Y eso no tiene nada que ver con si es hombre, mujer o si es no binario. Lo que me desespera es que se mantengan algunas etiquetas despectivas. Y no sé si esto, más allá de lo que se cree, está cambiando mucho.
– ¿Cómo es escribir sobre alguien que escribe? ¿Por qué tomaste ese camino?
– Viste que hay muchos escritores que rechazan escribir sobre gente que escribe. Lo que pasa es que acá me interesaba también la reflexión sobre la escritura y el tema de lo que a mí me está pasando con las traducciones. Me dieron ganas de meter la reflexión sobre la traducción, sobre las palabras. Que es algo que yo hago normalmente y cada vez más. Entonces me parecía que podía entrar. También porque a mí me dejó de interesar esto de borrar el borde entre ficción y realidad, o mejor: entre qué me pasó y qué no me pasó. Me interesaba armar un personaje con algunos rasgos que son míos. Y uno de ellos es que escribe y que tiene una obsesión con el lenguaje, con los niveles de lengua.
– ¿Son inseparables en vos la escritora y la traductora?
– Es que la traducción me obliga a reflexionar muchísimo sobre el lenguaje. A obsesionarme con palabras. Hay una película que se llama Zelig, de Woody Allen, que siempre cito para esto. A mí como traductora me pasa algo como a ese personaje: me simbiotizo, me mezclo con lo que estoy traduciendo. Entonces durante el tiempo que estoy traduciendo estoy muy mimetizada con el lenguaje, con el lenguaje traducido. Yo a veces escribo y pienso en inglés, por ejemplo. Pienso pedazos de palabras y me aparecen en inglés, las tengo que buscar en el diccionario. Hoy lo que siento es que todas las escrituras que traduje de algún modo pasan a estar en mi escritura después. Sí. Me pasa eso, me habilitan universos. Me doy cuenta de que es como si entrara en las casas de otros y les revisara todo. Para mí es un trabajo espectacular. De hecho me encantaría traducir mucho más, pero es imposible, tardo un montón. Es que busco cada palabra, te aseguro que es un trabajo muy arduo para mí, no me conformo. Pero me gusta muchísimo. Enriquece mucho mi propia escritura. Me obliga a pensar tantas cosas. Hay un concepto de Lydia Davis que es el de la temperatura del lenguaje, que a mí me encanta para traducir, esto de la temperatura, de por qué una palabra sí, otra no. Por qué. También me gusta mucho algo que dice (John) Berger sobre la traducción: dice que vos metés una palabra y se genera una confabulación entre todas las palabras de alrededor y tenés que encontrar la palabra puntual para que la confabulación sea feliz. ¡Es preciosa la idea! Me imagino algo como cuando tirás un pan en un río lleno de mojarritas o pirañas, qué sé yo. Pirañas también podrían ser. Se las comen o conviven, o las rechazan, o se agreden. Es preciosa la idea de que algo así pase con las palabras. Me imagino algo que bulle. El lenguaje que bulle.
– Una de las escenas o de los momentos del libro tal vez más impactantes del libro tiene que ver con esta situación de abuso sexual que vive la protagonista con un hombre que maneja un camión en Inglaterra. ¿Cómo surgió la idea de escribirlo?
– Me pareció que era algo que también es una historia que es común a muchas mujeres, incluso para muchas puede ser mucho peor. Ella misma, de hecho, podría haber tenido una situación mucho peor también, pero finalmente la salva otro hombre. Esto también me pareció importante, para salir de eso de “todos los hombres son tal cosa”. Me parece importantísimo subrayar que hay hombres tiernos y amorosos. Inclusive ella ni siquiera juzga del todo al camionero. Porque una cosa es lo que te pasa a los veintipico de años y otra cosa es mirar esa historia mucho más tarde y decir !ah, acá estábamos los dos en una, yo no entendía, él no entendía“. Están las jaulas que decía antes. No nos entendimos porque él tenía una educación en la que probablemente le habían dicho si una mujer acepta un trago, listo, lo que te está diciendo es que se quiere ir a la cama con vos. Yo creo que ahora está todo mucho más suelto. Pero no sé cuánto y no sé si en todas partes. Hay ciudades más cosmopolitas, hay más corrección política, pero también seguimos siendo animales. Y en la juventud más animales que después. Hay instintos básicos muy difíciles. Me parecía importante esa historia y que lo que contara tuviese cierta universalidad.
– De hecho, podría pensarse como una genealogía, porque aparecen varias generaciones de mujeres en el relato.
– Sí. Por eso tal vez se lo leí a mi hija antes de dárselo a las editoras. Me importaba mucho lo que ella fuera a decir. Porque además hay partes donde aparece una madre que escribe con una hija adolescente. Obviamente, hay puntas ahí que saqué de nuestra vida, de cosas que ella me contó también. Y ella me dijo “esto es una madre con una hija, no sos vos conmigo”. Con eso me dejó muy tranquila.
– Últimamente hay una tendencia a que se publiquen textos muy pegados a la experiencia vital, casi testimoniales.
— Sí, lo que pasa es que son memoir, viste. Esto que escribí no es una memoir, yo no quise que fuera una memoir. Me ataría mucho. Ataría esa parte mía que cuando empieza a escribir empieza a imponerse algo que no tiene que ver con la realidad y que para mí la historia lo necesita. Yo no podría nunca sacrificar eso. Aunque haya personajes o cosas que se asocian totalmente conmigo, prefiero tener la libertad para que eso vaya para el lado que necesita el texto. Si no me ahogo. En ese sentido es que realmente la escritura es el arte de la mentira. En ese sentido.
– Con bastante verdad encima.
– Sí, con mucha verdad. Con muchísima verdad. Sí, totalmente.
AL/DTC
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