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Entrevista

Magalí Etchebarne: “En la adultez hay algo de teatro, estamos todos actuando un poco”

Magalí Etchebarne acaba de publicar "La vida por delante", un libro con cuatro relatos que obtuvo uno de los mayores galardones de narrativa breve en español.

Agustina Larrea

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Los cuatro relatos que forman parte de La vida por delante (Páginas de Espuma, 2024) ofrecen una aproximación reveladora a distintas rugosidades de la vida de sus protagonistas (la enfermedad, la muerte, el duelo, el fade-out infinito de un amor que no se termina de esfumar). Con un talento especial para meterse en los pliegues, para echar luz en los abismos, la escritora Magalí Etchebarne vuelve a confirmar en este libro que es una de las mejores observadoras de todo eso que no termina de irse y que puede moldear con maestría cuentos encantadores. Rescatista tenaz de esa materia intangible y radiante de la que está hecha la mejor literatura, pareciera tener siempre el oído dispuesto para ir a la pesca de palabras y escenas evanescentes, sin solemnidad, y a la vez sin escaparle al dolor en su versión más áspera.

Etchebarne acaba de volver de España, donde realizó una gira por varias ciudades por el lanzamiento de su nuevo libro, con el que ganó el prestigioso Premio Ribera del Duero, uno de los más importantes que se entregan a la narrativa breve escrita en español. En Buenos Aires recibe a elDiarioAR para hablar de esta publicación, que ya se ubica entre las más destacadas del año.

–La última vez que te entrevisté fue por la salida de tu libro de poemas Cómo cocinar un lobo. En esa oportunidad hablaste de una especie de “balbuceo de un nuevo lenguaje”, que intentaste en tu aproximación a la poesía. Un año y medio después, volvés a los cuentos y ganás un premio con un libro que, lejos de balbucear, afirma o confirma un tono muy marcado que ya tenías en tus primeros cuentos. A la hora de escribir, ¿pensás en términos de tono? ¿Un tono sale? ¿Se trabaja? ¿Se piensa?

–Supongo que todas esas cosas. Pero a mí me pasa que a veces mientras estoy escribiendo me cuesta darme cuenta si eso que escribo tiene un tono o si hay una voz. A veces pienso si es que no me estoy queriendo parecer a. También me da miedo de que en la búsqueda de que pasen cosas en lo que escribo pueda llegar a perder mi voz o que quede diluida. Por eso me interesan los espacios de lecturas que tenemos en esta ciudad, en librerías o en bares. Porque cuando te invitan a leer aparecen instancias en las que te das cuenta, no tanto de que tenés una voz, pero sí de que tu texto no suena como el del otro. Por más que se cuenten universos temas, o problemas, tu mirada es una y la del otro tiene su originalidad y eso que escribe lo mira desde otro lugar. En mi caso, cuando escribo no sé si estoy pensando en una voz o en un tono, pero sí hago un esfuerzo por pensar qué es lo que voy a contar y qué es lo que voy a mirar de eso. Con estos cuentos, trataba de pensar todo el tiempo en quién era la que narraba, desde qué lugar lo contaba, qué le pasa también en el tiempo a ese personaje narrador. Primero es una niña que está ahí, como escondida entre dos sillas, con los pies fríos y viendo qué puede escuchar de los adultos. A la vez pensaba que no todo lo podía escuchar, por eso algunas cosas se las cuentan a la mañana siguiente. Cuando sos chico está lo que te acordás y mucho de eso que te cuentan. Muchas veces las mujeres tenemos una relación de conversación intensa con la madre: las madres te cuentan cosas. Entonces para que se arme eso, que puede ser un tono o no, pensaba “bueno, qué le pudo haber contado y cómo”. Creo que ahí, eso sí es algo en lo que intento demorar y frenar: quién cuenta, cómo, qué ve y qué mira. Está esta frase de Claire Keegan que dice algo así como que un personaje es lo que mira. Y ahí es donde aparece la voz del narrador, me parece. Tal vez eso sí es algo que creo que hago con conciencia cuando escribo: qué elijo que los narradores o los personajes miren. Y ahí es donde me parece que capaz se forma un tono. Pero de todos modos siempre es difícil darte cuenta de si tenés una voz o no. Como dijo alguna vez Hebe Uhart: es como que le pregunten a un ciempiés cómo es que mueve las patas (risas).

–El título inicial del libro era una especie de enumeración de asuntos (la madre, el trabajo, el amor, etcétera) y al final quedó La vida por delante, que me llevó al título de tu primer libro, tal vez por la ironía. Los mejores días tal vez no eran del todo buenos, y acá la vida está por delante, pero hay muerte, vejez y duelo. ¿Pensar en la vida por delante es una especie de consuelo, una crueldad? 

–Sí, hay algo parecido, son dos títulos un poco irónicos en el sentido de que Los mejores días no se sabe bien cuáles eran, si eran la promesa que le hacía un personaje a otro, si eran los que habían pasado de la infancia o qué. En este libro para mí tiene un poco de crueldad la frase porque el personaje al que se lo dicen está postrado. También se lo dicen con buenas intenciones, con la idea de que esto va a pasar y el futuro está por delante, que hay, diríamos, tiempo para rehacer tu vida. Pero la sensación que para mí le quedaba a este personaje es que eso no estaba tan claro. Y que además, sí, hay una vida por delante pero se trata de una mujer que está mirando todo el tiempo algo que le pasó. El trauma tiene eso: es algo de lo que te podés alejar, pero al mismo tiempo lo orbitás. Como una suerte de fuerza planetaria que se mantiene lejos, pero no tanto. Sobre la vejez, también está esto de que nosotras mismas, a nuestros 40, tenemos la vida por delante, pero también nos empezamos a preguntar qué forma de vida va a ser esa. El futuro no te saca necesariamente de lugares dolorosos. A mí me interesaba con ese personaje también pensar a alguien que no hubiera podido salir del dolor fácilmente. En general creo que es algo que recorre todos los cuentos, en los cuatro está eso, aunque no sé si es algo que pensé mientras escribía del todo conscientemente. Pero sí, cuando había avanzado, me daba cuenta de que había mucho dolor en todos, en todos los personajes y en todos los cuentos. En algún momento me llegué a preguntar por una salida positiva a esto. Pero al rato me decía “bueno, son personajes que están ahí sufriendo”. Ese es el tiempo de la narración: el del dolor.

Siempre es difícil darte cuenta de si tenés una voz o no. Como dijo alguna vez Hebe Uhart: es como que le pregunten a un ciempiés cómo es que mueve las patas

–Muchas veces cuando se habla de películas se usa la expresión coming of age para referirse a las historias que bordean el momento en que los protagonistas de algún modo se hacen grandes, llegan a cierta conciencia o adultez. Y pensaba que estos cuentos podrían ser como un reverso: ya no son historias de hacerse sino de deshacerse como grandes. ¿Te interesa particularmente el tema de la adultez?

–Un poquito me pasó en la vida (risas). Como que soy adulta y soy una señora pero en general todo el tiempo estoy pensando “esto lo hago porque es de mi edad”. Corresponde que haga esto porque ahora tengo esta edad. Pienso bastante en cómo debería actuar una mujer de mi edad en distintas circunstancias. Como todo el tiempo tengo esa extrañeza con la edad. Creo que por una falla psiquiátrica (risas). Cuando era chiquita la edad me obsesionaba tanto que me mandaba cartas a mí misma para leer cuando fuera grande y las cerraba con cinta scotch. Las dejaba selladas y ponía “Para que las leas cuando tengas 20”. A mí lo que me torturaba era pensar si yo iba a seguir siendo la misma, si crecer significaba que la que eras no quedaba en ninguna parte. Hoy me doy cuenta de que no queda en ninguna parte, que esa niña ya no existe más, que es verdad que te va comiendo una nueva persona. Así que me gustaría volver atrás y decirle a esa nena que sí, que todas esas profecías negras se cumplen (risas).

–En tus cuentos, hay una niña que observa a los adultos, a los que empieza a notar menos estables de lo que suponía, y al mismo tiempo los adultos parecieran estar jugando a ser adultos.

–Bueno, ¡eso es lo que me pasa por ejemplo cuando hablo con mis amigos que tienen hijos! (risas). Los veo y digo “ayer estábamos en otro mood y hoy sos padre o madre”.

–En la placita.

–¡Claro! Entonces pienso ¿y qué es esto? Para mí es porque en la adultez hay algo de teatro, estamos todos actuando un poco de eso. Como cuando alguien va al trabajo y habla y trata de hablar con seguridad a alguien para convencerlo de algo. Es una forma de actuación. Con la edad me pasa eso de preguntarme por esto entre lo que soy y la edad que uno tiene. Pienso mucho en esa distancia. En esto de no sentirse de una determinada edad o en los años en general. A los personajes traté de imaginármelos por los 40 años, pero hay uno, Julia, que es adolescente en el '94, entonces tiene un poco más, tal vez 50 y pico. Pero bueno, la mayoría son de esas décadas, que además son momentos de extrañeza para las mujeres en general, porque te empezás a encontrar con esto de que ya no sos tan joven pero tampoco sos una vieja.

–Hablando de mujeres, lo que noté en todos los cuentos es que aparecen pequeñas sociedades de mujeres, a veces más firmes y a veces más transitorias. Hay amigas, hermanas, mitad-hermanas, parientas, dos que parecen rivales y después se acercan. ¿Lo pensaste así? ¿Fue surgiendo en la escritura? 

–Sabés que cuando hicimos una lectura en Madrid hace poquito, yo estaba diciendo que para mí, a pesar que el libro se llama La vida por delante, lo que lo recorre es la muerte y el duelo. Y una chica me dijo que si bien eso era verdad, lo que para ella también lo atravesaba es que en los personajes había como una especie de salida que es la amistad. Claro, yo obviamente que fui consciente de que en el primero de los cuentos está este grupo de amigas que son muy importantes porque son como una suerte de moiras que opinan de lo que les pasa. Pero después de eso empecé a notar que había más mujeres amigas. Y pensándolo creo que pasó porque mientras estaba escribiendo, algo que me llevó muchos años, hablamos algunas veces con amigas como Cecilia Fanti y Eva Álvarez que en general habíamos leído poco en relación a grupos de amigas. Quiero decir algo así como grupos de amigas en la literatura. Entonces siempre pensábamos eso, nos tratábamos de recomendar. Y yo creo que se me coló esto de alguna manera. También, obviamente, porque creo que en mi vida son importantes mis amigas. Y creo que las amigas en general para las mujeres son como una red vital. Todo flaquea y las amigas quedan ¿no? Mi mamá decía eso. 

–Mencionabas al duelo y a la muerte en general y el libro también se puede pensar desde los finales. Quiero decir, hay instancias intermedias que atraviesan los personajes, o estadíos de cosas que no se terminan de cerrar del todo. Como si no hubiera finales posibles. Incluso la última de las historias, la historia de una pareja, da la impresión de que podría seguir y seguir.

–Sí, yo creo que en general los cuentos podrían haber terminado incluso antes, o incluso varias páginas después. Hoy estoy citando mucho a Hebe Uhart, pero siempre pienso en algo que ella decía sobre los cuentos. En el cuento algo ya pasó, decía ella, y yo le agrego un “pero”. No sé si es que yo le agrego un pero, pero sí me imagino que a estos personajes ya les pasaron las cosas y lo que leemos es como una fracción del tiempo de sus vidas, una foto, un viaje. Como con una revelación o con un recuerdo que trae algo. Pero digamos que ya pasó lo que tenía que pasar o el gran suceso ya ocurrió y lo que leemos son los restos.

–Otro asunto muy presente en el libro es el de una especie de ocaso de la clase media argentina. Algo que tampoco termina de desaparecer pero que está en un abismo. 

–Sí, está esta clase media en crisis. Y también me interesaba que apareciera el trabajo en los cuentos, que los personajes trabajen, que yo misma sepa de qué viven. Que es algo que en general me preocupa en la vida y me preocupa cuando leo. No entender de qué vive un personaje me fastidia. En el caso de la clase media, sí, hay una suerte de limbo, todos los matices en general están desapareciendo. Como me decía un amigo hace poco, los personajes tienen un hedonismo berreta, ¿no? (risas). Pueden tomar hongos en la terraza o irse a una playa de medio pelo, evocar unas vacaciones en Río de Janeiro, pero en los ‘70. Esa idea de viaje al exterior, esas costumbres siempre me interesaron. También esos personajes que se mueven en una ciudad y el máximo lujo al que acceden es tomar un cafecito en Palermo. 

–En la entrevista por Cómo cocinar un lobo, me hablaste de Ricardo Piglia y su idea de la escritura como un ir siempre a tientas, como un nadador cada vez que se mete al agua, como estar siempre empezando. ¿Te pasó algo así a la hora de volver al cuento? 

–Quizás no fue tan a tientas como cuando escribí esos poemas, porque ahí sentía que estaba pisando un terreno desconocido. Y acá no es que me sienta como una experta, pero más o menos yo sabía por dónde quería ir. O quizás no lo sabía, pero a medida que escribía eso iba apareciendo. Incluso esto que decíamos de los finales, que si bien puede ser que no sean del todo nítidos, a mí sí se me aparecía alguna imagen de cómo iban a terminar. O me imaginaba la escena final. En algún momento de la escritura me aparecía la escena final y trataba de ir hacia ahí. Pero igual siempre escribo a tientas. A mí eso me divierte que sea así, no saber cómo lo voy a hacer. No saber si vas a poder escribir eso que imaginás: eso es lo lindo de la escritura. 

–¿El humor o esa cosa medio corrosiva que tienen algunas zonas de los relatos apareció rápido en la escritura?

–Es curioso porque yo siento que acá puse mis terrores. Para mí hay más muerte y más terror acá que en el libro de poemas. Porque creo que acá de alguna manera eso lo digo, ¿no? En el de poemas yo creo que lo bordeaba y acá me parece que, por cómo son personajes, es más nítido el terror a la vejez, a la muerte, a la enfermedad. Así que lo del humor a mí me sorprendió. Quiero decir: no es que me sorprendió como “uy, es gracioso, a alguien le resultó chistoso”. Pero pude ver que quizás alguien puede sonreír agridulcemente, amargamente. A la vez es muy difícil a veces medir qué puede ser lo gracioso o, mejor dicho, qué puede ser algo que le baje el volumen a lo doloroso. Pero enseguida me di cuenta que también estaba bastante fuera de control, porque quizás eso sí tenía que ver con algo de mi tono. Creo que es algo que está en mí y que quizás no lo controlo del todo: cada vez que un relato se ponía oscuro, si yo sentía que estaba entrando a lugares que me resultaban dolorosos, como en la vida yo intentaba salir. Y eso lo siento como un desvío un poco tragicómico mío. Tal vez eso después es lo que se lee como algo gracioso. Hoy estoy muy citadora de Hebe Uhart, pero ella dice que el humor es una forma de perdón en un texto y que es como una manera no de ponerse por encima del tema o del asunto de los personajes. 

–En varias notas contaste que para escribir te pusiste unos plazos para llegar a la fecha de cierre del concurso que ganaste. Además de concentrarte en la escritura, ¿te pusiste a leer especialmente a algunos autores o autoras o textos que tuvieran que ver con los asuntos de los cuentos?

–Siempre trato de leer cuentistas que me gustan para ver cómo hacen lo que hacen. Como para entender cómo se pasa de un párrafo al otro (risas). Siempre vuelvo a Claire Keegan, siempre. Me resulta una maestra de las transiciones. Siento que la leo y que en cada párrafo pasa algo. Y en el siguiente hay algo nuevo. Hay algo ahí de una construcción casi de relojería que me fascina. También Alice Munro. De acá, no sé, con Hebe Uhart me pasa que la leo muchas veces para destrabarme. Algo de su aparente austeridad para escribir me encanta. Uno lee a Hebe y te parece que estás escuchando hablar a tu mamá o a tu abuela y hay algo medio oral que siempre me conecta con algo muy de acá. Me pasa bastante eso también, cuando leo muchas traducciones o autores extranjeros después necesito volver a la literatura argentina porque también necesito recordar cómo hablamos acá. Y en general también leo mucha poesía. Cuando necesito una palabra se la robo a la poesía. Hago esto de leer un libro de poesía hasta dar con algo. Y con la poesía no es que doy con algo porque lo estoy buscando sino que encuentro una palabra que me parece espectacular, y digo “hay que usarla” y la uso.

–Otra vez aparece eso de querer atajar esas cosas que no se terminan de ir, una forma de rescatar.

–Me pasa mucho con algunas palabras. En España veía que se usa un montón “estropear”, que es re linda y acá la estamos dejando de usar. Cuando viajé había un cartel en un lugar que decía “no se apoye, persiana estropeada”. Y ahí dije “claro, nosotros ya no la usamos más”. Y es hermosa. Entonces también escribís para que algunas palabras no se vayan. Un poco lo que hice en el libro de poemas fue acordarme de las palabras que usaba mi mamá. Toda esa cantera del lenguaje que yo me di cuenta que se perdía y que, de hecho, se perdió. Hay palabras que las escribí ahí pero que ya no las uso y eso a mí me da pena porque las palabras que te rodean en un momento de verdad son tu mundo. Y eso sí sentí mucho: si se iban tantas palabras entonces se estaba descomponiendo una forma de mi mundo y una forma de contar el mundo que se fue con ellas.  

Siempre vuelvo a Claire Keegan, siempre. Me resulta una maestra de las transiciones. Siento que la leo y que en cada párrafo pasa algo. Y en el siguiente hay algo nuevo. Hay algo ahí de una construcción casi de relojería que me fascina

–¿Escribir es una manera también de exorcizar?

–Yo suelo exorcizar bastante. En general, lo que siento es que cuando estoy con un cuento inflo, inflo, inflo, y miento, miento, miento, invento, pero todo surge alrededor de un corazón, digamos, de cierta verdad. Siempre hay algo en el origen, una palabra o una imagen que a mí me produjo algo en el cuerpo: me pasó algo y me tuve que poner a escribir. Y muchas veces lo que me pasa es que me pongo a escribir porque algo me duele o porque algo me da rabia. Y quizás no es sólo la rabia sino simplemente la vida, que es muy difícil y te hace escribir.

–Muchas veces el germen es medio sonoro, por lo que has contado. Puede ser una palabra o una frase que escuchaste. 

—Sí, y ese dolor en general sale de algún lado. Y sale de algún lado que tiene que ver con el lenguaje. Y si no sale del lenguaje, el lenguaje es lo que tengo para hacerlo aparecer o darle forma. El que pinta lo pintará, los que escribimos encontramos en las palabras el lugar que tenemos para darle cuerpo a eso y pincharlo. 

AL/DTC

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