Santiago Loza: “La Iglesia es el refugio de cierta sensibilidad queer y al mismo tiempo la castiga”
“Hay gente que me señala una supuesta híper productividad, pero la verdad es que yo tengo procesos lentos. Tardo bastante en caer a las cosas y las cosas toman sus propios tiempos también”, dice el escritor, dramaturgo y cineasta Santiago Loza. Loza habla bajito, pausado, como si se ubicara en la vereda opuesta de algunos de los personajes que creó, que siempre rodean el desenfreno y cierto desborde. Como Mario, interpretado encantadoramente por Mariano Saborido, el protagonista de la obra Viento blanco, uno de los grandes estrenos teatrales del año. Como el narrador de Pequeña novela de Oriente (Entropía, 2024), una voz construida para prestarse al desconcierto de unos viajes por Corea, Japón y China. O como el de Diario inconsciente (Bosque energético, 2022), también pegado a Loza y a su experiencia, que recuerda una internación psiquiátrica de su juventud (“cuando tenía veinte años y me volví loco, tenía piedras en los bolsillos”, dirá en el libro y más adelante reforzará: “Se vive y se narra. Se vive para contar, poner un orden a los acontecimientos. La crisis viene a desordenar o a decretar que no hay orden posible y todo intento es vano”).
Autor de más de 20 obras teatrales, de varias novelas, de libros híbridos donde se dedica a indagar en la escritura y director de una docena de películas, Loza es uno de los artistas argentinos más prolíficos y su obra una de las más radiantes de las últimas décadas.
–En tu obra pareciera haber siempre un tiempo suspendido, una demora para que los materiales afloren. Diario inconsciente, de hecho, no es un diario tradicional que va contando a medida que ocurrieron los hechos, sino que algo que es la reconstrucción de un episodio de juventud que viviste. ¿Necesitás tomar cierta distancia para narrar algunas cosas?
–Diario inconsciente se desprende de un libro anterior que era Nadadores lentos, un libro en el que de alguna manera pensaba en la escritura. En ese proceso me acompañó Andrés Gallina, que después con Eugenia Pérez Tomas armaron la editorial Bosque energético que publica exclusivamente libros a partir de diarios. En un momento del proceso de Nadadores mencioné en algún fragmento la internación que había ocurrido en mi vida y él me dijo “mirá, esto es otro texto, es otra cosa”. Entonces lo dejé, diría que lo esperé, que esperé su tiempo. En el fondo estaba la necesidad de que esa materia que tiene el Diario inconsciente, que iba tiñendo siempre otras cosas, hiciera su propia escena. Después, cuando escribía el libro, me surgía la fantasía de que, al poder reconstruirlo, de alguna manera iba a darle un cierre a eso. Lo cual es falso porque, a partir de que el libro salió, inevitablemente volví a hablar de la internación y de aquel momento. Pero sí hay algo que cambia. Me parecía que había un gesto, no sé, de justicia de alguna manera al poder reparar en ese diario un relato que en aquel momento no había forma de articular. Habían pasado 25 años o más, entonces me pasaba que yo podía ver de otra manera a esa persona que atravesó esa situación de los brotes, esa problemática de salud mental como se dice ahora. Lo podía ver como alguien que no era yo y, por el paso del tiempo, ya no estaba en las condiciones tan vulnerables que había tenido antes. Eso me permitía ciertas operaciones que tienen que ver con el lenguaje. En el fondo, la historia clínica no me interesa, en todo caso lo que me importa más allá del libro en sí es cómo opera el lenguaje cuando el lenguaje se retira.
–El libro coincide, de todas maneras, con la serie de otros textos en los que volvés sobre la escritura, a partir de distintas experiencias biográficas, si se quiere.
–Sí, me pasa que hay textos donde la aguja de la ficción está más cerca de lo que sería netamente ficción y están estos otros textos más híbridos, que están ligados a lo biográfico o que trabajan zonas de lo que aconteció. Fue muy liberador para mí empezar a escribir este tipo de textos. Pero, más allá de todo, me parece que hay que ver la manera de generar algún tipo de ilusión. Porque la escritura siempre genera la ilusión de que eso que se cuenta fue así. A mí también me empieza a suceder con muchos de esos textos después de haberlos escrito: empiezo a creer que eso que cuentan ocurrió así y no sé si eso ocurrió así. Empiezo a creer que la memoria es esa, aunque también sé que existe una distorsión. En todo caso, me interesa la escritura como posibilidad de distorsión.
–¿Por qué creés que volvés una y otra vez a pensar la escritura?
–¡Es como mi monotema la escritura! (risas). Ahora estoy en un período donde me está costando escribir y mi monotema es por qué me está costando escribir. La escritura es y sigue siendo muy nodal en mi construcción personal. No sé si llamarlo oficio porque yo no sé si tengo oficio. Soy muy desordenado. Pero el hecho de leer, de escribir, de habitar la escritura y de permitirme la escritura ha sido clave. Por eso siempre he tratado de que se vuelva algo cotidiano o lo más cotidiano posible. Con el tiempo, de alguna manera se ha vuelto mi trabajo. Me pasó también con la escritura de teatro, de pensar qué valor tenía en el circuito del teatro. Por eso los he vivido siempre como procesos de conquista. Y también como una necesidad de enunciación: en la juventud yo era muy receloso y, aunque tenía una vocación muy temprana con la escritura, era muy temeroso y no me parecía que esa escritura tuviese valor por sí misma. Entonces con los años hice cine y después teatro, pensando que esos espacios por ahí podían reparar una escritura que estaba medio cachada o que a mí me parecía que no estaba del todo bien. Igual hasta hoy me sigue pasando algo así. De hecho creo que quienes leen y me editan antes de publicar me corrigen bastante.
–Pequeña novela de Oriente es un libro donde se relatan tres viajes. Dos a Corea y Japón y uno fallido, a China. ¿Lo pensaste así de entrada? ¿Solías leer libros de viajes?
–Algo leo, pero no soy un gran lector de libros de viaje, pero los voy leyendo y me gustan mucho. Cuando empecé a hacer esos viajes, sobre todo el viaje a Japón, tenía la idea o el proyecto de escribir allá. Yo me había propuesto escribir una página por día. Pero una vez ahí, algo de la resolución cotidiana del viaje hizo que se volviera imposible escribir. No había forma porque estaba cansado o porque no llegaba. Pasó y no escribí nada. De todas maneras tenía siempre en mi cabeza el proyecto de que ese viaje y el de Corea se iban a completar conociendo China. Y, como con la pandemia no pude viajar a China, de todas maneras empecé a unirlos. En la escritura yo sentía que toda esa experiencia contada de esa forma generaba un relato particular, un periplo en el que a ese personaje le acontecían una serie de transformaciones que pertenecen también a la ficción. Algo se le fue armando a él, entre ese deambular al principio más solitario y después con todos los encuentros que va teniendo. A la vez, cuando escribía, tenía la sensación de estar escribiendo algo que no quería olvidar. Pensé: “Estoy escribiendo sobre lo inolvidable”. Por más que sea banal. Cuando aparece la necesidad de contar es como si hubiera una parte de la memoria que empieza a reparar algo, a fijar algo así no se pierde.
La escritura siempre genera la ilusión de que eso que se cuenta fue así. A mí también me empieza a suceder con muchos de esos textos después de haberlos escrito: empiezo a creer que eso que cuentan ocurrió así y no sé si eso ocurrió así. Empiezo a creer que la memoria es esa, aunque también sé que existe una distorsión. En todo caso, me interesa la escritura como posibilidad de distorsión.
–¿Tenías algún vínculo previo con el universo oriental? ¿Te interesaba por algo en particular?
–La verdad es que era del orden del cliché. Siempre fui una persona medio introvertida y tengo cierta timidez y por cierto cine que he visto o por cierta literatura que ha leído, podía pensar en lo oriental como una aproximación a los demás, a la otredad, muy delicada. Entonces aparecía en mí la fantasía de que en ese espacio algo mío iba a estar cómodo. Ahora en parte me da un poco de risa. El otro día veía una serie que pasaba en Tokio y pensaba que los occidentales creemos que esos países son apenas como una especie de spa del mundo. Pero me parece que por lo menos algo de esa extrañeza y de esa distancia me permitía pensar en esos clichés, atravesar esa fantasía utópica de irse muy lejos. De ver quién es uno, quién es una ahí. Cómo uno deja de ser. Me interesaba ese gesto que es como un abandono, ese irse. Eso siempre me interesa porque hay una zona de la pérdida: ese personaje empieza a perderse, a fundirse con ese paisaje. Supongo que es lo que me interesa siempre: ver cómo es ese abandono del yo. Algo que también parece medio zen. Por eso es una escritura que podría llamarse “una escritura del yo”, pero que al mismo tiempo juega con el abandono de ese yo.
–Aparece, también, otra de las cosas que insiste en tu trabajo, que es la memoria. En este caso y en Diario inconsciente, una memoria un poco rota.
–Sí, me interesa la memoria como algo medio roto y exagerado. Porque lo que nos queda, en realidad, son las esquirlas de la memoria. La memoria siempre moldea las impresiones que tenemos y a partir de eso trabajamos sobre esas heridas que nos han dejado, sobre esas marcas para una reconstrucción que siempre tiene algo exagerado. Algunos personajes que van apareciendo en Pequeña novela de Oriente probablemente no son como las personas. Para escribir necesitás muchas veces amplificar los rasgos, crear un personaje. En este libro hay cierto corrimiento, sí, cierta distorsión. Yo no sé si soy tan solitario o tan temeroso, por ejemplo, como se puede leer ahí. Algo de eso se armó con ese personaje, me parece.
–¿Podés escribir varios textos a la vez?
–Por lo general estoy trabajando con dos archivos. Porque se me acaba la nafta rápidamente.
–La impresión es justamente la contraria, ¡con todas las cosas que hacés!
—No, no, se me va acabando el combustible. Entonces, cuando algo no funciona, voy al otro archivo, lo trato de releer. En realidad son como carriles.
Me interesa la memoria como algo medio roto y exagerado. Porque lo que nos queda, en realidad, son las esquirlas de la memoria. La memoria siempre moldea las impresiones que tenemos y a partir de eso trabajamos sobre esas heridas que nos han dejado, sobre esas marcas para una reconstrucción que siempre tiene algo exagerado.
–¿Por qué no dirigís tus obras de teatro?
–Porque dirigí hace muchos años y no soy bueno dirigiendo. No funcionaba. En el teatro tiene que ingresar otra dramaturgia desde la dirección y eso no me sale. Me parece que la gente que resuelve la escena, que potencia la escena, tiene algo de cierta paciencia que yo no tengo. El espacio escénico parece muy sencillo, pero es muy complejo pensarlo y que de eso salga algo atractivo. Puedo hacer una película y algo con la cámara, porque ahí encuentro una posibilidad, un lenguaje que yo puedo imaginar. En los ensayos de teatro no, me cuesta mucho ser un buen observador de esos procesos. Me pierdo. Me aburro. Algo de la repetición me agota. Entonces de alguna manera a mí se me armó esto que es escribir y que otras personas dirijan. Tuve la suerte de que esas personas que dirigen, sobre todo en las obras que son estrenos, le hayan revelado algo a la escritura que yo no había visto. Los textos, por suerte, se han corregido a partir de la dirección. En algunos casos he trabajado a la par con ellos y, como no soy muy celoso de los textos, entiendo las modificaciones que se han hecho. Así que estoy ahí. No participo de los ensayos, pero estoy activo. Y me gusta, me sigue encantando el teatro. Me gusta como experiencia, me gusta todo el accidente de lo teatral, me interesa lo que hacen las actrices y los actores con el accidente: qué ocurre cuando aparece lo imprevisto y cómo se opera sobre eso. Y a mí me divierte ver qué malabares hacen con el texto en ese momento. Porque ahí el texto claramente ratifica su condición de algo vivo, de materia móvil.
–Tu obra Viento blanco tiene puntos de contacto con los libros que mencionamos antes. En especial, esto de un personaje aislado, solitario, rodeado de sus fantasmas pero solo ahí en un paraje de la Patagonia. ¿Te interesaba volver a explorar la soledad?
–La soledad es algo que yo conozco. Que conozco y me inquieta. Me interesa desentrañarla. De alguna manera me parece que todas las personas están solas y hay algo de estos personajes como el de Viento blanco que están extremados en su soledad. Al mismo tiempo, hay algo de esa soledad o ese margen que habitan que les permite ver algunas cosas que probablemente lo grupal no les permita. A veces habitar la periferia les permite algún tipo de lucidez. Creo que nos pasa a todos, no sé, cuando estás en una fiesta y te ponés a un costado un rato y empezás a observar a los demás. Es a partir de un corrimiento que empezás a percibir algunas cosas. En Viento blanco hay algo de ese paisaje que está como abandonado a esa soledad. Como si esos personajes estuviesen en un lugar tan al sur que ya nada va a ocurrir o nadie va a vivir algo de eso. También el personaje de Viento blanco tiene una relación particular con su deseo a partir de esa circunstancia. Y aparece también el vínculo con la madre. Eso es algo que para mí, y en general para las personas que pertenecemos a ciertas disidencias, siempre ha sido muy complejo.
–Uno de los grandes asuntos de la obra tiene que ver con el imaginario católico. ¿Tuviste una formación religiosa de chico?
–Sí, tuve una formación súper religiosa en la infancia, muy católica. En ese tiempo creía, sobre todo fogoneado por familiares, que yo iba a ser sacerdote. Entonces yo tenía una devoción plena. Lo que pasa es que eso entró en crisis en la adolescencia y dejé de ser creyente. Pero algo de ese imaginario y de esa devoción siempre me atrajo, porque me lleva a reparar en dónde uno pone toda esa fuerza mística, todo ese fuego, toda esa, sí, conmoción que traía la creencia. La escritura, creo, terminó absorbiendo en mí algo de toda ese energía. A la vez me sigue conmoviendo cuando alguien cree en algo, lo que sea que crea. No sé, hay gente que cree hasta en Messi, y me gusta escucharlos, escuchar por qué. O cuando la gente tiene cábalas. Me conmueven los amparos que busca cualquier persona para sobrevivir. Así que siempre que puedo trato de estar atento a eso.
–¿Y vos creés en Dios?
—No. Pero incluso yo digo que no ahora, dudando. Un día te digo que sí, otro día te digo que no. Me asombro que últimamente digo que no. Yo no soy creyente de Dios, pero yo creo en algunas cosas, como el arte. Suena un poco enorme, pero algo de lo artístico se me ha vuelto como una religión. Y creo con todo lo complejo que es creer. Porque a veces tengo períodos grises donde nada me enciende, momentos en los que me cuesta entusiasmarme con lo propio y con lo ajeno. Por estos días me está costando concentrarme, estoy preocupado con todo lo que pasa en el país y por momentos aterrado. Parte de mi actividad, que tiene que ver con el cine, está totalmente puesta en jaque. Y hay mucha movilización y se están discutiendo cosas que no creíamos que íbamos a tener que discutir o que parece surrealista que se estén discutiendo. Pero, bueno, creo que claramente en algún momento yo elegí el camino de lo artístico. Parece medio grandilocuente, pero es así.
Cuando escribía "Pequeña novela de Oriente" tenía la sensación de estar escribiendo algo que no quería olvidar. Pensé: “Estoy escribiendo sobre lo inolvidable”. Por más que sea banal. Cuando aparece la necesidad de contar es como si hubiera una parte de la memoria que empieza a reparar algo, a fijar algo así no se pierde.
–El imaginario católico que mencionabas, en Viento blanco está llevado a un extremo, con la ropa, las canciones, la extraordinaria actuación de Mariano Saborido.
—Sí, en Viento blanco a mí me divierte la cosa religiosa se ve hasta en términos de cómo se visten los sacerdotes, de cómo se muestran. Todo un mundo que tiene algo muy queer. ¡Todos esos púrpuras! En esta puesta está Pablo Ramírez haciendo el vestuario. Todo ese universo tiene algo muy marica. Lo hemos hablado mucho con Mariano: la Iglesia es el refugio de cierta sensibilidad queer y al mismo tiempo la castiga. Pero claramente la Iglesia lo tiene, entonces se arma un juego un poco perverso.
–También es un ámbito muy teatral, muy escénico, muy de lo performático.
–Por supuesto. Yo sigo pensando que mis primeras experiencias teatrales han sido las misas. Hay algo absolutamente teatral. Siempre hay una puesta cuando el cura con su homilía está haciendo su monólogo. Yo he visto a grandes monologuistas en la Iglesia y a otros muy malos, también. Pero hay algo de esa observación que a mí me ha servido para el teatro. No sé, a mí me interesa cuando veo a una pastora, a un pastor, a un cura, porque también hay algo del teatro ahí que tiene que ver con tratar de vendernos un buzón. El teatro es tan precario que lo que está tratando de hacer, con nada o muy pocos elementos, es venderte que vos creas esa realidad. Aunque no haya nada para creer. Como los actores, algo de eso lo hacen los pastores, las pastoras, los curas: lo intentan, a pura convicción, aunque vaya a saber uno en el fondo si la tienen. No importa si la tenés, es lo que intentás, es buscar algún tipo de conquista.
AL/DTC
Viento blanco, protagonizada por Mariano Saborido, con dirección de Valeria Lois y Juanse Rausch, se puede ver en la sala Dumont4040 de la ciudad de Buenos Aires, los domingos a las 20.30 y los lunes a las 20. Más información, en este enlace.
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