La anatomía de una cierta (¿posible?) estabilización de precios
Los flashes en el quinto piso del Ministerio de Economía empiezan a apagarse. La llegada rutilante de Sergio Massa, dos meses atrás, y los resultados iniciales que alejaron el colapso inminente abren paso ahora a una etapa donde el camino será más escabroso, tenso, friccionado. La muy relativa calma financiera, lograda con fórceps y alquimias cambiarias, sobrevivirá si –y solo si– el Gobierno logra reducir la inflación de forma sensible.
Es impensable que a velocidades de 7% mensual solo el enfriamiento que ya se observa en la actividad económica y la restricción fiscal y monetaria que está implementando el ministro alcanzarán para dar vuelta el escenario proyectado de los precios en los próximos meses. Son instrumentos necesarios, sin duda, que bajo ciertas circunstancias desinflan los precios. Pero el tiempo para que eso suceda y los equilibrios sociales en las sociedades democráticas muchas veces complican el proceso. El ajuste es apenas una condición necesaria, pero se requiere más, bastante más, para lograr una estabilización consistente.
Así como están presentadas las cartas, es inviable que la inflación pueda bajar 40 puntos en 2023, como proyecta el presupuesto. Pensamiento mágico, que esconde el habitual uso discrecional de los excedentes fiscales al que apela todo gobierno cuando la meta es superada. O, tal vez, la pista de que está en proceso un intento más consistente de estabilización del que está puesto sobre la mesa hasta ahora.
La historia de las desinflaciones, aquí y en el mundo, enseña que los planes se van consolidando, a veces durante largos meses, con medidas previas, que pueden incluir retoques en ciertos precios (combustibles, tarifas) o incluso salarios y jubilaciones. Están los programas basados en típicos ajustes macroeconómicos, o los que buscan consensos sociales más o menos amplios para hacer menos dolorosa la transición.
En la Argentina hubo de todo tipo. Las experiencias de 1959 (Frondizi-Alsogaray) con 120% de inflación y 1985 (Alfonsín-Sourrouille) con 700% giraron sobre la disciplina fiscal y monetaria y la contracción de la actividad y los salarios. El “hay que pasar el invierno” de Alsogaray incluyó una devaluación real del 15% y un apretón monetario de 8 puntos del PBI, en el contexto de un acuerdo con el FMI. El Plan Austral, en tanto, redujo 4 puntos el déficit primario y en 1985 el PIB cayó 7 puntos.
Por el contrario, el Pacto Social de 1973 fue un ajuste expansivo (subieron salarios, PIB y agregados monetarios), se apreció el tipo de cambio real y no hubo ajuste fiscal. Todo centrado en “coincidencias programáticas” y un plan trianual que logró bajar la inflación… un año.
En el otro extremo aparece la convertibilidad, que pulverizó la inflación a costa de una grave desarticulación productiva y un desempleo muy elevado, pero que además requirió de un masivo flujo de dólares y un violento ajuste previo (la cuasi-hiper de 1989 y el draconiano recorte fiscal y monetario de 1990). Nada de eso está disponible hoy.
Massa ya tiene en la cancha varios instrumentos estabilizadores. El ajuste del gasto primario en términos reales es significativo, para cualquier comparación de este período de gobierno. Las tasas de interés vuelven a ser positivas, como en la era Macri. Se viene acelerando la depreciación diaria del peso y las tarifas públicas abandonan sus tiempos populistas. Habrá quienes digan que no es lo suficientemente agresivo para bajar la inflación, pero lo cierto es que el viraje hacia la ortodoxia es innegable. Es un ajuste peronista inserto en un equilibrio social inestable.
Sin embargo, una anatomía más adecuada y quizá posible para cierta estabilización de los precios hasta el final de la gestión Fernández requiere de otros elementos. El principal, dólares en las reservas para estabilizar las expectativas una vez decidida la devaluación. En 1959 los dólares ingresaron por el fuerte impulso a la inversión extranjera directa, aportes del FMI y la liberalización del mercado de capitales, que llevó el déficit de cuenta corriente por encima de los 4 puntos del PBI en 1961. En 1985 las reservas fueron apuntaladas por el FMI y el Tesoro norteamericano. En 1991, por las privatizaciones y el seguro de cambio de la convertibilidad.
No solo eso. Esta inflación, un bestia que cambió de forma en los últimos años y se volvió más resistente, demanda acciones para reducir la inercia, el ajuste de contratos (salarios incluidos) mirando la inflación pasada. Es probable que no se necesite, como en 1985, un “desagio”, pero sí un congelamiento posterior a la corrección y ruptura de contratos.
El riesgo de espiralización sigue latente si no se anclan las expectativas (para lo que se necesitan suficientes dólares en las reservas del Banco Central), y siguen sin aparecer señales claras respecto de la política salarial.
La estabilización es un camino doloroso, que demanda tiempo (escaso para este gobierno) y coordinación. Si sus costos iniciales se sostienen políticamente y las reformas y acuerdos son creíbles, la inflación empieza a ceder. ¿Massa cuenta con opciones menos duras? Seguir con este ritmo inflacionario es condenarse a una rápida aceleración. ¿Podrá instrumentar cierta estabilización en el último año de gobierno, elecciones mediante? Casi siempre, las temporadas en el quinto piso del Ministerio no son como se quieren, sino como se pueden.
RD
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