¿Otra crisis de deuda en puerta?
Desde 2018 estamos inmersos en una crisis cambiaria, con momentos de mayor y menor tensión. Las distintas cotizaciones del dólar, el nivel de reservas internacionales y la relación con el Fondo Monetario Internacional (FMI) son, otra vez, una preocupación diaria. Para los próximos años no podemos esperar nada muy diferente. Las renegociaciones de deuda pública y privada en moneda extranjera sirven para ganar tiempo pero no resuelven el problema.
El año pasado el Gobierno cerró un acuerdo con los acreedores privados de la Argentina y ahora trabaja para hacer lo mismo con el FMI y el Club de París. Con los primeros logró reducir el monto a pagar, pero principalmente extender los plazos para su cancelación. Mientras que la negociación de la deuda con los organismos multilaterales se limita a conseguir más tiempo para su repago. Un resultado esperable es que consiga sólo pagar intereses hasta el cierre de su gestión.
Así las cosas, el Gobierno nacional va a necesitar un promedio de US$5.200 millones por año durante su administración para cancelar los compromisos en moneda extranjera. Si a eso sumamos los vencimientos de los gobiernos provinciales y del sector privado, la demanda anual de dólares asciende a US$18.600 millones. Para dimensionar, por año se va necesitar disponer de casi el 50% del stock actual de las reservas internacionales en el Banco Central.
La situación se vuelve aún más compleja durante la próxima gestión de gobierno. Los vencimientos del sector público nacional más que se triplican, hasta alcanzar US$17.100 millones promedio por año. Y al sumar los del sector privado y las provincias el monto asciende a US$25.000 millones. En resumen, para 2027 la Argentina necesita acumular aproximadamente US$156.000 millones para cumplir con sus acreedores extranjeros.
¿Cómo se puede evitar estar frente a un nuevo default en el corto plazo? Por un lado, sería lógico que parte de esa deuda se cancele con los dólares que ingresen de un nuevo ciclo de endeudamiento. Una práctica a la que el Gobierno ya recurre todos los meses para hacer frente a los vencimientos de deuda en pesos. Para evitar que el remedio sea peor que la enfermedad los nuevos bonos o préstamos deberían tener mejores condiciones de pago, menores tasas de interés y un mayor plazo, que la deuda que se está cancelando.
A su vez, la oferta de dólares de las familias y las empresas tiene que ser mayor a su demanda. Una tarea para nada sencilla, dado que sólo sucedió en dos de los últimos diez años. Por un lado, porque desde 2013 el saldo cambiario con el resto del mundo fue mayoritariamente deficitario. Y por el otro, por que el sector privado protege sus ahorros comprando dólares, muchos de los cuáles después salen del sistema hacia cajas de seguridad, colchones u otros países. Para contextualizar, en el sistema financiero argentino hay depósitos por apenas US$16.000 millones, mientras por fuera los argentinos guardan US$230.500 millones.
En resumen, necesitamos que nos financie el resto del mundo comprándonos más bienes y servicios, y ofreciéndonos financiamiento más barato. Pero también debemos buscar autofinanciarnos, incentivando a que los argentinos reingresen los dólares que pudieron comprar gracias a las oportunidades que tuvieron en el país. Y, por último, de ahora en más el ahorro no debería volcarse a la compra de dólares. Algo que difícilmente suceda mientras un plazo fijo siga rindiendo un interés mensual del 2,5% y la inflación crezca al 3,6%.
Desde el regreso de la democracia todos los gobiernos intentaron consolidar un modelo económico que aumente el saldo cambiario con el resto del mundo de forma sostenible y reduzca la demanda de dólar ahorro. Pero ninguno lo logró. Es evidente que algunas decisiones de política económica nos acercaron hacia una solución mientras otras agravaron los problemas. Hacia adelante deberíamos haber aprendido algunas lecciones, como por ejemplo que los cambios estructurales demandan políticas públicas perdurables en el tiempo.
La crisis que causó el Covid-19 dificulta aún más la acumulación de reservas. Porque amplificó las diferencias entre las demandas de los acreedores y los exportadores, respecto al resto de la sociedad. Mientras los primeros piden reducir el gasto público, los segundos esperan que el gobierno no reduzca su asistencia en un contexto de crecimiento de la pobreza, caída del salario real y perdida de dos millones de puestos de trabajo. A la par, los exportadores para ganar competitividad respecto al resto del mundo solicitan pagar menos impuestos y un tipo de cambio oficial que se asemeje al del dólar paralelo, el problema es que eso produce también menores salarios y más inflación.
No se puede contentar a todos por igual, hacer política económica es arbitrar para que las diferencias se diriman de la mejor forma para el conjunto de la sociedad. El conflicto siempre está presente. Hoy el desafío del gobierno es establecer lo antes posible un plan económico con un nuevo esquema de incentivos que surja del consenso entre el Estado, los trabajadores y los empresarios para garantizar que las reglas de juego no vuelvan a cambiar en el corto plazo. Sin olvidar que, si bien todos van a tener que ceder, cuentan con distinto poder de negociación.
Los objetivos son claros: dinamizar la inversión, aumentar las exportaciones y garantizar los recursos para mejorar las condiciones de vida de los sectores menos favorecidos. Tener un programa económico factible dará previsibilidad y puede ser la llave para garantizar los dólares que eviten quedar a las puertas de un nuevo default en el corto plazo. Por caso, puede incentivar a que el agro aproveche el aumento del 55% que acumula desde agosto el precio de la soja y liquide el 14,5% de la cosecha del año pasado que aún tiene en stock. Y a su vez, va a permitir que el Gobierno y las empresas aprovechen el abaratamiento del crédito internacional producto de la política monetaria y fiscal expansiva de Estados Unidos y la Unión Europea como respuesta a las pérdidas que causó el Covid-19.
CC
0