Pinochet, un vampiro que sigue aterrorizando Chile y que sacude al Festival de Venecia
El 11 de septiembre se cumplirán 50 años del Golpe de Estado de Pinochet al Gobierno de Salvador Allende. Un hecho que sigue marcando al país, que hace pocos días veía como, por fin, se condenaba a los militares que asesinaron, pocos días después, al cantautor Víctor Jara. Pinochet, sin embargo, y como otros dictadores como Franco, nunca tuvo un juicio. Murió en plena impunidad. Esa impunidad, ese morir tranquilo en la cama ―aunque el juez Garzón intentara juzgarle antes de morir―, provocan un halo de eternidad que se queda pegado a los huesos de sus ciudadanos. Cuando un dictador no es condenado, cuando no es sentenciado públicamente delante de la gente, se le seguirá otorgando una legitimidad falsa, a pesar de los asesinatos y crímenes que hayan cometido.
Desde ese punto de partida, tan interesante como triste –por lo cerca que nos toca– es desde donde construye Pablo Larraín su nueva película donde, por primera vez en su filmografía, Augusto Pinochet se convierte en carne. Aunque las referencias al dictador estuvieron presentes en todo su cine (desde No, de forma evidente, hasta El club), siempre lo hizo de dos formas; o como fantasma que sobrevuela la historia y las heridas del país; o como palabra, como simple verbo nunca encarnado por ningún actor.
¿Cómo dramatizar y recrear lo terrible, lo que tanto nos marcó? Parece preguntarse constantemente Larraín con sus películas (las rodadas en Chile); y en El conde, su nuevo filme presentado en el Festival de Venecia ―antes de estrenarse en Netflix el 15 de septiembre―, donde compite por el León de Oro, parece haber encontrado la respuesta. Solo había una forma de hacer a Pinochet un personaje de ficción, y era convertirlo en un vampiro que sigue aterrorizando al Chile actual. Vuela por la noche, come corazones de jóvenes y se mantiene vivo aunque nadie lo sepa. En la realidad paralela creada por el director, Pinochet fingió su propia muerte y es un ser de la noche aislado en una casona en un paraje desértico donde vive con su mujer y su fiel criado, un ruso que se vengó del comunismo matando a cientos de personas en la dictadura chilena.
La metáfora es clara. Pinochet sigue vivo en el Chile actual. Está vivo porque nunca se le juzgó, porque nunca hubo un buen ejercicio de memoria histórica, y el cine viene a mostrar los errores. A hacerlo desde la sátira, desde el género y desde la exageración. Esa idea es la columna vertebral de El conde, y es una idea tan potente, tan brillante y tan suicida que a la película se le acaban perdonando sus errores. Le cuesta coger el tono, a veces no es tan divertida como debiera, y sin embargo está plagada de mala baba, de fogonazos de genio y de perlas políticas que se convierten en los mejores gags.
La trama avanza con la llegada de los hijos del dictador con la noticia de no querer seguir viviendo y ante el horizonte de poder repartirse todo lo que robó durante décadas. Sus hijos, tan víboras como él, herederos de una fortuna manchada de sangre y que vivieron en impunidad. A pesar de ello quieren más, como le pasaba a su padre. Como su madre, una Lady Macbeth en la sombra. Parte de los gags se los lleva algo real, lo mucho que fastidiaba a Pinochet que le acusaran de ladrón. Le daba igual que dijeran lo que había matado. “A usted le gustaba robar, a mí matar”; le dice su ayudante en El conde, a lo que el Pinochet vampiro contesta sin dudar: “No, a mí también me gustaba matar”. Pocas veces se metió tanto el dedo en la llaga a la dictadura chilena. Ni se hizo con tanta gracia.
A España le toca su parte. Por supuesto hay mención a Garzón, ese “juez español pesado” que le quiso juzgar cuando estaba mayor según su familia; y nuestra dictadura, otra sin juzgar, se lleva la mejor frase de la función. Aparece en el interrogatorio que una monja hace a los hijos para ver cuánto dinero hay escondido en los sótanos de la casa. Una de sus hijas habla de su educación, que fue “en un colegio tan católico que tres monjas se suicidaron cuando se murió Franco”.
Pinceladas del humor más político. Memoria histórica desde la sátira y el terror. Es, El conde, una película sangrienta y bestia, a veces incluso puede que demasiado. La cabeza de una mujer aplastada en los primeros compases suena a excesiva cuando esa misma salvajada se puede sugerir y no mostrar.
A Larraín le cuesta mantener la brillantez, y la película desbarra en ocasiones, aunque todo está rodado con un gusto impecable, con una puesta en escena inteligente y con ecos del expresionismo alemán, una dirección artística lóbrega (esa casa en descomposición) y con una fotografía en blanco y negro que solo se rompe en un epílogo final que vuelve a demostrar el genio y riesgo de Larraín. Llega tras un giro que conviene no desvelar y que apunta a que los dictadores ni se crean ni se destruyen, solo se transforman y en ocasiones hasta se les considera demócratas.
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