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Opinión

La cruzada opositora que busca destronar al “populismo” de López Obrador

Las elecciones de mitad de mandato del presidente de izquierda Andrés Manuel López Obrador (AMLO) son las primeras en la historia mexicana con paridad de género asegurada por completo en las listas, y con un padrón electoral donde más de las mitad de sus integrantes se identifican como mujeres.

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Todas las fuerzas del viejo México se han unido en santa cruzada para salir a la contienda electoral contra el Movimiento de Renovación Nacional (MORENA) del actual presidente Andrés Manuel López Obrador. Las otrora fuerzas irreconciliables del Partido de la Revolución Institucional -aquel PRI que había instaurado esa dictadura perfecta durante el siglo XX-, el Partido de Acción Nacional (PAN), que cuenta entre su palmarés justamente haber dado fin al continuismo priísta, y el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que en 2006 denunció que los partidos antes mencionados le robaron las elecciones, hoy conforman el frente “Va por México”. La coalición participa de las elecciones legislativas de este domingo, en las cuales serán electos los 500 escaños que conforman la cámara de diputados del Congreso de la Unión.

Para MORENA, las elecciones legislativas son decisivas de cara a la segunda mitad del sexenio de López Obrador -AMLO para los seguidores, López para los detractores-, quien tiene mayoría asegurada en ambas cámaras hasta el 1 de septiembre y sueña con renovar ese apoyo para la LXV legislatura.

Las encuestas, sin embargo, no alimentan esa aspiración. Morena es la primera fuerza política, con una amplia ventaja sobre el PRI y el PAN (42% vs 17,8 y 17,4% en el ponderado de encuestas públicas) y si bien ha congregado sus propios aliados -el Partido Verde Ecologista y el Partido de los Trabajadores- el aporte de estos no alcanza para una espera boyantes de los resultados.

Derivas de la Cuarta Transformación

MORENA llegó a Palacio Nacional encumbrando un discurso de izquierda y renovación que denunció tanto los efectos del neoliberalismo como del fracaso de la estrategia militar para combatir al narcotráfico. La tarea de convencer a los votantes no fue sencilla, considerando que el electorado de izquierda tiene en el zapatismo, aún hoy, el estandarte ético moral que se espera que alimente un proceso de transformación. En 2018 no fue raro que un voto de orientación izquierdista y zapatista se volcara a votar por AMLO con la esperanza de que se rompiera el ciclo de alternancia entre partidos liberales que habían favorecido el gran capital y en simultáneo habían dado amplios poderes al ejército para actuar dentro de las fronteras del país.

Andrés Manuel pregonó desde su ascenso a la presidencia que México vivirá “la cuarta transformación”, un proceso de reforma equiparable al proceso de independencia, a la presidencia de Benito Juárez y a la Revolución Mexicana.

Contrario a lo que hubiera cabido esperar de un gobierno que tuvo por principal lema “Por el bien de todos, primero los pobres”, el de Andrés Manuel no solamente no aumentó el gasto social, sino que incluso, bajo el azote de la pandemia, mantuvo una rigurosa disciplina fiscal. El monto de gasto social para enfrentar la pandemia fue de menos de 1% del PIB, mientras el Brasil de Jair Bolsonaro gastó una cantidad equivalente al 8,8% del PIB, Argentina 3,9% y Bolivia 5,1%. Simultáneamente AMLO no sólo se preció de no usar cubrebocas sino que además las medidas del gobierno apuntaron al establecimiento de cuarentenas y restricciones muy leves. Voceros favorables al gobierno defendieron las medidas con el argumento de que la economía informal de los mexicanos no aguantaría un cierre rígido de actividades. El saldo de la gestión del Covid-19 ha dejado a México en el cuarto lugar de muertos por el virus con más de 220.000 fallecidos.

Otro de los aspectos en los que el gobierno se apuntó otro récord negativo es el de la violencia. En 2020 se registraron 32.759 asesinatos, cifra apenas menor que en 2019, primer año del gobierno de AMLO. Ambos años registraron un aumento en los casos respecto de 2018, último del sexenio de Enrique Peña Nieto. Si bien uno de los mantras de las campaña de MORENA había sido que “el ejército vuelva a los cuarteles”, la administración actual creó la Guardia Nacional, una policía federal que llegó a desplegar 100.000 efectivos para enfrentar el crimen organizado. Al mismo tiempo el gobierno se ha apoyado ampliamente en el ejército y la marina para combatir el narcotráfico. El descrédito de las fuerzas armadas se trasminó a la Guardia Nacional, sobre la que pesan serias acusaciones de violaciones de Derechos Humanos. A pesar de la retórica, MORENA parece haber reeditado el enfoque confrontacional que en algún momento fue desplegado por el panista Felipe Calderón en su guerra contra el narco.

Durante todo el proceso electoral se han contabilizado al menos 30 asesinatos de aspirantes a cargos electivos. Al respecto, Andrés Manuel declaró que se tiene garantizada la seguridad de todos y que no hay que dejarse intimidar.        

Teoría y práctica conservadora

Los partidos como el PRI y el PAN, así como entre el duopolio televisivo, la intelectualidad liberal y conservadora y los sectores empresariales han seguido un guión que es conocido en el hemisferio sur del continente americano. A saber, que el proyecto del actual gobernante es totalitario, antidemocrático, con un encono hacia las libertades individuales y dispuesto a gastarse el erario público en bonos que nutran redes clientelares. Es decir, un discurso montado sobre la misma plantilla con la cual se atacó a gobiernos tan distintos como los de Lula da Silva en Brasil, Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua y, como encarnación de todo mal, Nicolás Maduro en Venezuela. De hecho, azuzar el miedo patente de seguir el “camino del desastre” venezolano es una de las saetas preferidas por el anti-obradorismo. Pero así como los susodichos resultan muy diferentes entre sí, igualmente AMLO ha seguido sus propios derroteros. 

Dentro de esas coordenadas de disputa política en México se puede verificar la intensificación de miedos atávicos de que el gobierno que pregona la preferencia por los pobres ha venido a esquilmar a las clases media y todos los estratos por encima. La mera enunciación de un gobierno con orientación por los pobres -aunque como se mencionó, ello no fue acompañado de mayor gasto social- desató una represalia que vilipendia a los carenciados y exalta como logro el privilegio heredado fomentando los valores que impulsan una agenda política que se encomienda al mercado al mismo tiempo que reduce el Estado. Lo anterior podría entenderse como parte del decálogo de cualquier proyecto liberal, pero en la campaña se ha visto revestido de algo que no está lejos del odio de clase y el desprecio racial. 

Paradójicamente, ambos partidos a la vez han gastado mucho de su tiempo de campaña en apuntar el carácter populista de AMLO, y junto a ello el peligro que significa para las instituciones mexicanas, no han dudado en hacer promesas de campaña igualmente populistas. Los candidatos priístas han ofrecido reducir el Impuesto al Valor Agregado, algo que puede tener atractivo para el votante, aunque deja en duda cómo se supone que quieren subsanar el boquete financiero que dejaría.

Para el PAN, lo que en México se llama “echeleganismo” es de fácil recepción en sectores acomodados, en su “war room” es consciente de que se han alejado del votante popular. La muestra más pletórica de populismo se la identifica en Ricardo Anaya, ex candidato presidencial del PAN y temprano postulante a unas próximas elecciones presidenciales, quien se lanzó a una gira por municipios pobres emulando un recurso usado en el pasado por AMLO. Con el fin declarado de conocer la realidad de la pobreza y el propósito no declarado de aproximarse a las personas comunes, se trata de revertir el aura plutócrata de su dirigencia partidaria.

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