Crónica
La revolución de las hojas A4, las protestas y represión en Shanghai por dentro
Apareció en uno de los pasillos en la Universidad de Fudan, la casa de estudios más antigua de Shanghái, y decía: “Antes muerto que esclavizado”. Escrito con una letra desprolija, en un papel mal recortado, que colgaba de un broche, daba la sensación de que su autor tenía apuro en esconderse y sólo quería tirar una botella al mar, una señal para que el que quiera entender, entienda. Las frases elípticas se multiplicaron en comentarios de las redes sociales chinas, como Weibo o Moments, que lograban esquivar a la censura y repetían “yo también soy una persona” o “los chinos también somos personas”. Brotaban al azar en letreros de la vía pública, en los postes de luz, o entre las manos de aquel hombre, vestido de negro y enfundado con un barbijo. Se detuvo ante los transeúntes a la salida del subte de Jing’an, uno de los barrios más elegantes de la ciudad y mostró un cartel: “No estamos haciendo lo suficiente/ vos sabés de qué hablo”, decía y se perdió en la multitud.
Ese mismo 26 de noviembre, pero de noche estallaron las manifestaciones en las principales ciudades chinas, como Pekín, Shanghái, Cantón y Chengdu o en la provincia de Xinjiang. Norte y sur, este y oeste del país asiático, en una dispersión geográfica y con una profundidad en sus demandas que sólo pueden ser comparadas con las protestas de Tiananmén de 1989. Sus consignas varían desde el relajamiento de las políticas de cero tolerancia al covid, que China mantiene desde el 2020, hasta demandas más profundas como derechos humanos o, incluso, la renuncia del presidente.
“Las personas tienen un mensaje común”, dijo al New York Times Xiao Qiang, un investigador sobre libertad de expresión de la Universidad de California. “Ellos saben que quieren expresar y las autoridades también, así que la gente no necesita decir nada. Si sostienes un papel en blanco, ya todos saben a qué te refieres”. De hecho, lo notable, lo extraordinariamente único de estas movilizaciones es que, por primera vez en treinta años, la población sale a las calles, no para cuestionar una determinada medida, sino para expresar su frustración con el sistema.
Hojas A4 en blanco se repiten en Internet o en la vía pública y desaparecen al segundo, absorbidas por el aparato de censura. Fotos de los usuarios cambian por emoticones sin labios, ficheros vacíos, ramos de flores y capturas de pantalla que dicen “error del sistema”. Hablan sin nombrar, en una muestra de creatividad política para expresar la disidencia a un régimen que no tolera la oposición.
El detonador fue el fuego en la ciudad de Urumqi, capital de la provincia de Xinjiang, una región en el extremo oeste, tan distante para el imaginario chino que su nombre significa la “nueva frontera”. Allí, el jueves 24 de noviembre, entre diez y cuarenta personas murieron en un incendio. La cantidad de víctimas varía según los relatos, ya que los medios públicos hablan de diez muertos, pero otros testimonios multiplican esa cifra por cuatro. De hecho, la reacción popular sólo se comprende, si se tienen en cuenta los rumores, la información paralela, que esquiva al discurso oficial.
Según los manifestantes, los bomberos no pudieron entrar al edificio ya que las puertas estaban bloqueadas. Los hidrantes no llegaron a tiempo porque las barricadas impedían el acceso. Medidas similares se tomaron en las cuarentenas de otras ciudades chinas, donde los comités de barrio (esas unidades heredadas del maoísmo que mezclan a delegados del partido con conserjes y vecinos que actúan como voluntarios) colocaron candados y bloquearon con paneles las salidas de emergencia, en un gesto de apoyo a las políticas de cero covid. Como resultado, los videos muestran cómo los chorros de agua apenas acariciaban las llamas que salían del edificio, mientras los vecinos gritaban.
“La capacidad de algunos residentes para rescatarse a sí mismos era muy débil… y fallaron al escapar”, explicó Li Wensheng, el jefe de la brigada que intervino en el incendio. Su aparición pública respondía a las primeras muestras de rechazo social. Y como respuesta, negó que las restricciones hayan causado las muertes, culpó a los autos estacionados y, de paso, a las víctimas, lo que generó una indignación mayor.
Grupos de manifestantes rompieron las cuarentenas y avanzaron por las calles, reclamando el fin de un aislamiento que ya llevaba más de 105 días. Se reunieron por las noches y empujaron las vallas, se enfrentaron a la policía sanitaria que viste de mameluco blanco y escafandra, los llamados da bai. “Mi familia no pudo salir a la puerta de su casa por más de cuatro meses”, cuenta Jack Wu, un peluquero de Xinjiang que trabaja en Shanghái. Como muchos de los migrantes internos, no ve a su familia hace más de tres años por las restricciones del gobierno.
No es la primera vez que las políticas de la pandemia provocan una tragedia en China. El 19 de septiembre un micro que trasladaba enfermos y contactos estrechos a una unidad de aislamiento chocó en la provincia de Guizhou. Veinte personas murieron y otros 27 resultaron heridos. Y este es sólo uno de los casos que tuvo escala pública.
“Ya fue demasiado, ¡no se puede vivir así por más de tres años!”, explica una estudiante shanghainesa que utiliza redes occidentales para postear en contra de las políticas. Su opinión representa a ese sector de la población, jóvenes de clase media urbana, que el fin de semana pasado se reunió en la calle Wulumuqi (Urumqi en mandarín) con mensajes de duelo. La tarde del sábado, en una de las arterias del centro de Shanghái, más de cien personas cargaban flores, velas prendidas o coreaban consignas al azar como “ziyou, ziyou”, es decir “libertad”. Como afirmó una de las manifestantes, la mayoría no tenían “ninguna clase de experiencia en protestar, no mostraban organización alguna y de hecho no compartían la misma consigna”. Su comentario remarca la naturaleza espontánea de estas demandas.
Cuarenta minutos después la policía delimitó las cuatro cuadras a la redonda, los primeros manifestantes fueron arrestados, incluso cuando los protestas eran pacíficas. Algunos de ellos denunciaron que fueron golpeados, como el corresponsal de la BBC, Edward Lawerence, que fue detenido junto con los participantes el domingo 27 de noviembre.
Esa misma noche, la policía cerró la zona. Jóvenes con barbijos y ropa de invierno encontraron las barricadas donde antes estaba el memorial a las víctimas del incendio. Y su respuesta fue sólo mirar en silencio. Se detuvieron para ver a los agentes de policía, frente a frente. Los miraban fijo sin decir una sola palabra en el más completo silencio.
Hoy, la esquina parece un territorio de guerra, no por el desorden, sino por los paneles que tapan las cuadras, los autos blindados en cada esquina, los camiones de policía y los uniformados que recorren, de punta a punta, una de las esquinas que supo ser de las más bellas de Shanghái. Su presencia demuestra hasta que punto las protestas fueron excepcionales, no tanto por el número de sus participantes, sino por la valentía de quienes decidieron salir a la calle.
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