20 años de kirchnerismo: origen, apogeo y largo declive de una ambición desmesurada
El 24 de marzo de 2004, avanzado ya el primer año de su gestión, Néstor Kirchner consagró el regreso de la pasión a la política argentina. Había habido convulsiones y había habido muertes, cómo no, en el estallido de la crisis de 2001, pero puede decirse arbitrariamente que fue en aquel acto de la inauguración del Museo de la Memoria en la Escuela de Mecánica de la Armada cuando Kirchner fijó el rumbo, selló el relato que aún perdura.
Aquel gesto de contrición de Kirchner en nombre del Estado nacional por los crímenes cometidos décadas atrás por la dictadura condujo paradójicamente al presidente hacia un largo camino de omisiones y distorsiones, de enfrentamientos y conflictos que contribuyeron a la construcción de su poder, a su propia identidad y a la del kirchnerismo y a la perdurabilidad de su proyecto. A la distancia, se han revelado nocivos fuera de esos objetivos. Si como muchos hoy aceptan, la apuesta más condenable de Kirchner fue el haber agitado una tradicional vocación fratricida de la sociedad argentina por medio de la confrontación permanente, impresiona que el juego se hubiera cobrado en él mismo a una de sus víctimas.
El kirchnerismo apareció a la luz de aquellas convulsiones de 2001, casi por azar. Aunque su genealogía hay que rastrearla una década atrás. A finales de 1991, desde los confines del país Néstor Kirchner había abrazado el liderazgo transformador de Carlos Menem y la audacia reformista de Domingo Cavallo y ordenado una economía pequeña y por entonces desquiciada como la de Santa Cruz. Detrás de un duro programa en el que sobresalieron las reformas administrativas y el rigor fiscal, Kirchner debutó en la gobernación con un decreto por el que dispuso el no pago del salario de diciembre y el medio aguinaldo de funcionarios y empleados públicos y un recorte de los salarios de enero, además de la suspensión de las discusiones paritarias del sector. No fue sencillo imponer un ajuste de esa dimensión en una provincia aún hoy indómita, pero Kirchner logró empuñar todos los cabos del poder local en el más puro estilo caudillista, maniató a la justicia, sometió a la prensa y, mediante sucesivas reformas en la Constitución provincial, se mantuvo ininterrumpidamente en la gobernación durante los siguientes doce años.
Es igual de cierto que, en la segunda parte de los ´90, Kirchner empezó a advertir sobre el costo social de las transformaciones de Menem-Cavallo, un eje en torno al cual iba a reconstruir su narrativa política temprana y sobre el que se elevó por primera vez la figura de Cristina Fernández en el Congreso de la Nación. Esas transformaciones encontraron sin embargo a Kirchner como uno de sus principales beneficiarios. Desde la perspectiva de la defensa de los intereses de Santa Cruz, el gobernador acompañó activamente el proceso de desregulación y privatización de la empresa YPF. La provincia obtuvo por esos años el reconocimiento por parte de la Nación de más de 600 millones de dólares en concepto de deuda por regalías petroleras. Las inversiones financieras a las que se destinaron esos fondos en el exterior fueron de la incumbencia de unas pocas personas en la provincia durante una larga década .
No es posible entender apropiadamente al kirchnerismo si se ignora este largo período, sobre el que menos se ha indagado. Incluso desde su temprana llegada a la intendencia de Río Gallegos, en 1987, Kirchner había puesto en marcha un proyecto que -así lo decía- lo llevaría en veinte años a la presidencia de la Nación. El dinero fungía ya como el principio organizador de ese proyecto, como se iba a revelar más tarde con mayor claridad.
El colapso de 2001 adelantó cuatro años aquel vaticinio. La llegada al poder de la mano de Eduardo Duhalde en 2003, con un peronismo ya fragmentado y tras el renunciamiento de Carlos Menem al balotaje, rediseñó el perfil de un kirchnerismo a escala nacional. El neoliberalismo se convirtió en anatema y el proyecto de Kirchner se aupó en las corrientes populares que encarnaban Chávez en Venezuela, Lula en Brasil y al poco tiempo, Evo Morales en Bolivia y el Frente Amplio en Uruguay. La economía de la región y del mundo se reconfiguraba con el ascenso de las clases medias en China, dando inicio al ciclo del boom de las commodities. Aparecían las primeras señales de la emergencia de lo que hoy conocemos como Sur global.
Eduardo Duhalde aún cree que habría ganado las elecciones de 2003 si hubiera vuelto a ser, como en 1999, el candidato del peronismo. Es difícil de asegurar, pero sí es verdad que la recuperación económica que marcó el gobierno de Kirchner había dado las primeras claras y visibles manifestaciones con Duhalde a cargo del gobierno provisional, resultado de su acuerdo con el radicalismo de Raúl Alfonsín para la salida de la convertibilidad. Como recuerda Jorge Remes Lenicov en su libro 115 días para desarmar la bomba, una vez pasado el colapso, Kirchner recibió una economía creciendo al 8%, con una inflación de 3% anual, equilibrio fiscal y superávit comercial y de cuenta corriente y un tipo de cambio competitivo. “Kirchner recibió la mejor herencia de toda la democracia”, afirma Remes. Más difícil habría sido sin embargo para Duhalde administrar el fuerte rechazo que despertaba todo el arco político, rechazo que desde luego lo incluía y que venía acompañado de un monumental estrago social: la pobreza alcanzaba el 58,2% en el segundo semestre de 2002. Kirchner, un desconocido, supo descifrar esa clave.
Si su llegada a la presidencia fue un albur, su permanencia en la escena política argentina no pudo haber sido casual. Kirchner comprendió el espanto con que la Argentina asistió al vacío de poder en 2001 y desde su débil legitimidad de origen -el 22% de los sufragios, detrás de Menem- ofreció un liderazgo caracterizado por la desmesura con el consentimiento implícito de casi todos los sectores, incluidos muchos que más tarde le dieron la espalda. En boca de un ministro de aquellos años, “Kirchner ejerció un liderazgo a patadas en el culo”.
En poco tiempo, Kirchner reconstruyó la figura presidencial, acabó con el reinado de Duhalde en el peronismo de la provincia de Buenos Aires, capturó el conurbano y se encaminaba a entronizar desde esa base de operaciones a su mujer como su sucesora. Sus ambiciones por entonces parecían no encontrar límites. Barrió con todo vestigio de la “mayoría automática” menemista en la Corte Suprema de Justicia después de que su presidente, Julio Nazareno, impulsara un fallo redolarizador que habría derribado el frágil andamiaje económico surgido de la devaluación y el fin de la convertibilidad. Y en una diferencia sustancial con sus prácticas en Santa Cruz, impuso limitaciones al Poder Ejecutivo para la renovación de la integración del máximo tribunal, una de las tareas por la que acaso sea mejor recordado.
En un escenario de recuperación tras el colapso, Roberto Lavagna fue el artífice de la renegociación de la deuda en default desde finales de 2001. Con el desplazamiento del ministro de Economía, Kirchner reprodujo a finales de 2005 un formato de gobierno y una noción de ejercicio del poder de una fidelidad asombrosa a su historia en Santa Cruz. Cumplió en un mismo movimiento con su deseo de manejar la política económica sin intermediarios y lograr un mayor nivel de autonomía en la materia: la cancelación de la deuda con el Fondo Monetario Internacional. Para él había sido la decisión más trascendente de su gobierno. En términos prácticos, el pago de unos 10.000 millones de dólares al FMI con reservas del Banco Central ocupa para el kirchnerismo el lugar que, en Santa Cruz, una década antes, tuvo el cobro a la Nación de las regalías petroleras adeudadas.
La política para Kirchner se sustentaba en el sintagma “cash y expectativas”, como él mismo lo había definido en una ocasión. La economía crecía al 7% anual y, presumía, nada la detendría, mucho menos el despertar de la inflación, que duplicó el índice de 2004 hasta alcanzar el 12,3% anual. El modelo se apoyaba en los superávits gemelos, fiscal y comercial, que permitían engrosar las reservas del BCRA y mantener autonomía financiera. Un tipo de cambio alto y el aprovechamiento de la capacidad instalada permitió a Kirchner ensanchar la base de la industria y hacer crecer el empleo. El atraso tarifario contribuyó a que se disparara el consumo. En 2006 había conseguido reducir a 31,4% el índice de pobreza.
Kirchner ya había enamorado a las organizaciones de derechos humanos hasta convertirlas en un apéndice de su proyecto político. Intentó reescribir la historia de los derechos humanos en la Argentina desde la recuperación de la democracia. Es literal: propició en 2006 una reedición del Nunca Más, el informe de la CONADEP creada por Raúl Alfonsín en 1983 con el agregado de un nuevo prólogo, que redefine según su mirada los orígenes de la violencia política en la Argentina.
Conviene volver aquí por última vez a Duhalde: en un diálogo con este cronista, el expresidente reveló años atrás que a poco de haber asumido en 2002, el periodista y entonces presidente del CELS, Horacio Verbitsky, le propuso avanzar sobre las leyes de impunidad como una señal de empatía con sectores progresistas de la sociedad divorciados de la clase política. Una manera de reconstruir un vínculo dañado por la crisis recuperando la bandera de los derechos humanos con la que Alfonsín había dado un fundamento ético crucial a la recuperación democrática. Duhalde, que había desechado la propuesta, contó que también su antecesor, el fugaz presidente Adolfo Rodríguez Saá, le confió que había recibido en su momento con sorpresa la misma idea del periodista. Aunque no pudo afirmar que Verbitsky hubiera llevado esa misma iniciativa a Kirchner, Duhalde asumió que así fue.
La incondicionalidad demostrada hacia Kirchner desde muy temprano por los organismos habla de la consolidación de una alianza que iba a terminar por redefinir el lugar del expresidente en la historia. Kirchner pasa a ser en ese sentido para los derechos humanos la idea que los organismos de derechos humanos defienden de Kirchner. Por encima de la reapertura de los juicios y de la indagación de las complicidades de la sociedad civil con los crímenes de la dictadura, ¿contribuyó en algo la política de Kirchner a la construcción de una etapa superadora de las divisiones que llevaron a la tragedia argentina? ¿O ahondó en esas mismas divisiones en busca de rédito político?
La pregunta ampliada debería ser: ¿creía Kirchner en su propio catecismo? Son innumerables las oportunidades en las que intentó persuadir a su interlocutor de que no, de que en realidad era un político en extremo pragmático e incluso componedor; de que si fuera necesario abrazaría el dogmatismo como una forma de pragmatismo, como en los años finales. Ninguna otra describe ese juego como la frase de su propio cuño: “No escuchen lo que digo, miren lo que hago”.
En Kirchner y su gobierno convivían muestras de profunda racionalidad política y administrativa con demostraciones de irracionalidad extrema, inspiradas casi en una tradición romántica. Cada día suponía una nueva toma de la Bastillla. Este costado tal vez explique el surgimiento en los últimos años de la vida de Kirchner de una corriente de fanatismo kirchnerista que aún pervive. La irracionalidad sin embargo tenía otras manifestaciones más pedestres, como por ejemplo la intervención de Indec y la manipulación de los datos estadísticos de crecimiento, pobreza e inflación ya presentes en el tramo final de su gestión.
La sucesión por la vía de Cristina Fernández se tomó con naturalidad en el contexto de su iniciativa de “concertación” con sectores de la oposición radical. El entonces jefe de Gabinete Alberto Fernández consideraba que la candidatura de Cristina suponía un rasgo de nepotismo.
Cristina Kirchner casi dobló en votos a la candidata de la Coalición Cívica Elisa Carrió en las elecciones de 2007. La pretendida etapa “institucional” que debía abrirse a partir de 2008 derivó en el primer gran revés del kirchnerismo: la derrota en el debate parlamentario por la aplicación de retenciones móviles a los productores de soja, la histórica “resolución 125”. “La pelea con el campo”, como se la caracterizó popularmente, conmovió al país y su resolución representó un mazazo para el kirchnerismo, que había apostado a un juego de suma cero. Las crónicas de entonces coinciden en que la presidenta fantaseó al final de esa larga noche de desconcierto con presentar la renuncia. Aquel episodio resultó sin embargo clave en la construcción de identidad del kirchnerismo. Era, en los cálculos de Néstor Kirchner, preferible una derrota a una rectificación. Un razonamiento que reverbera en estos días en algunos sectores del kirchnerismo.
Ese período muestra cómo mientras Kirchner renunciaba deliberadamente al uso legítimo de la fuerza por parte del Estado en la vía pública pareció sublimar esa violencia en un discurso rabioso y furibundo. Hay aquí un rasgo que emparienta a Kirchner con la última etapa del primer Perón, quien en su contexto histórico y aun en un ambiente opresivo, apelaba a una retórica incendiaria que no era correspondida en los hechos. Kirchner no incitaba a la violencia, pero su discurso de aquellos días contenía indiscutiblemente una carga violenta.
Desde el kirchnerismo se avanzó en una multiplicidad de objetivos con la intención de recuperar la iniciativa. El intercambio incluso constructivo que había mantenido con los medios en los primeros años derivó en una guerra abierta contra el Grupo Clarín, que proporcionó a Kirchner un enemigo necesario tras el revés con el campo y que al mismo tiempo podía explicar esa derrota. Clarín ý su significante se ajustaron como pocos al modelo de construcción política basado en la incentivación del conflicto y la confrontación que ejerció Kirchner a lo largo de su carrera política.
La estatización de los fondos de pensión de finales de 2008, una medida celebrada pero que acentuó la discrecionalidad en el manejo de los fondos públicos, consolidó la tesis sobre la relación entre el dinero y la construcción política advertida en la temprana gestión en Santa Cruz. El mismo Kirchner amplió ese concepto alguna vez en la vorágine de la guerra con Clarín y la iniciativa de reforma de la ley de medios audiovisuales que la acompañó: un ministro de su gobierno afirmó años más tarde haberle escuchado decir que, en una perspectiva estratégica, su proyecto demandaba, además de votos, el desarrollo de un poder económico propio y, ante la imposibilidad de compatibilizar intereses, la construcción de sus propios medios de comunicación.
Muerte, resurrección y derrota.
Los reveses de la gestión de Cristina Kirchner tuvieron su correlato en la sonora derrota bonaerense de 2009, año en que pareció despertar la oposición. La economía argentina había recibido el impacto de la crisis financiera de las subprime y del año anterior, pero consiguió recuperarse en 2010 y volver a crecer. La muerte alteró los planes de Kirchner de una alternancia en la presidencia con su mujer.
El kirchnerismo perdió desde la muerte de Kirchner la plasticidad para encerrarse en la intransigencia. Mantuvo la épica, pero resignó aquello que acaso mejor caracterizaba al expresidente: su extraordinaria pasión por la gestión.
La etapa “cristinista”, hasta finales de 2015, mostró una inclinación más marcada por el reformismo –aunque el ex presidente recelaba de la tibieza del término– e incluso una mayor tendencia hegemónica y autoritaria tras la consigna “vamos por todo” con la que la entonces presidenta inauguró su mandato de 54% de aprobación, ya viuda, desconcertada, en soledad.
La oposición fue a las urnas fragmentada y potenció el triunfo de Cristina Kirchner, por entonces y por un largo período, envuelta en luto. Mauricio Macri, convertido ya en el antagonista natural por el propio Kirchner, renunció a competir por la presidencia y fue por un nuevo turno en la Ciudad de Buenos Aires. Macri siempre defendió esa decisión, que privó a la oposición de una expectativa electoral competitiva.
La etapa comienza con la elevación y pronta caída del vicepresidente Amado Boudou, condenado años más tarde a prisión por el intento de apropiación de la imprenta Ciccone, que producía billetes, y la expropiación de YPF a Repsol, una decisión estratégica que siguió al descubrimiento de la formación de hidrocarburos no convencionales de Vaca Muerta. El precio a pagarle a la petrolera española superó todas las expectativas y la Argentina aún enfrenta un juicio en los tribunales de Nueva York por un reclamo residual de varios miles de millones de dólares, originado en el desconocimiento de uno de los acreedores local: la familia Eskenazi, viejos conocidos de los Kirchner desde la época de Santa Cruz.
Al episodio que involucró a Boudou siguieron las revelaciones de una trama de corrupción de escala desconocida incluso en un país como la Argentina, un sistema que involucraba a la familia Kirchner y a sus principales colaboradores y cuya verdadera dimensión se precisaría no mucho más tarde.
Las causas judiciales que se originan en la gestión de Néstor Kirchner han investigado negocios inmobiliarios y hoteleros enlazados a la adjudicación irregular de la obra pública en Santa Cruz y hasta una operatoria de recaudación de sobornos por más de una década con destino final en la misma provincia. Las historias sobre el trasiego de dinero sucio en los años del kirchnerismo alcanzaron una versión industrial en las crónicas de Angel Centeno, inesperado testigo de la corrupción de esos años desde su punto de observación estratégico como chofer del Ministerio de Planificación. La aparición furtiva del secretario de Obras Públicas de los gobiernos kirchneristas Julio López con 9 millones de dólares y un fusil de asalto en un convento bonaerense en 2016 llevó todos estos episodios a niveles grotescos. La vicepresidenta ha sido condenada en diciembre pasado a seis años de prisión por malversación de fondos públicos en el juicio oral por la obra pública en Santa Cruz. Su condena aún no está firme.
Pronto el modelo empezó además a mostrar sus grietas. Los superávits se transformaron en déficits gemelos. La política de subsidios a las tarifas energéticas impactó tanto en las cuentas públicas como en los niveles de inversión de las empresas. El gobierno de Cristina Kirchner perdió las elecciones en la provincia de Buenos Aires frente a Sergio Massa, quien había tenido un fugaz paso por la jefatura de Gabinete del primer gobierno de CFK. Lo que siguió fue una loca carrera del kirchnerismo por alcanzar las elecciones evitando un colapso económico. El ministro de Economía Axel Kicillof devaluó la moneda a finales de 2014, buscó un fallido acuerdo con los tenedores de deuda en default y renegoció los compromisos de la Argentina con el Club de París en condiciones reconocidamente desventajosas para la Nación. Al terminar el segundo mandato de Cristina Kirchner, las reservas del Banco Central estaban en rojo.
Repliegue
El actual repliegue de Cristina Kirchner sobre sí misma, sobre su “tercio”, como acaba de decir en una entrevista reciente, sucede en los estertores del experimento por la unidad del peronismo que llevó a la delegación de la presidencia de la Nación en Alberto Fernández en 2019. También coincide con la suave declinación de su liderazgo y del más acelerado declive de un constructo ideológico acuciado por las urgencias económicas nunca resueltas y su consecuencia de descreimiento y rechazo hacia la política.
Los periodistas nos hemos pasado los últimos veinte años prediciendo el final del ciclo kirchnerista. Nunca parece haber estado tan próximo como ahora, como ha vislumbrado incluso el presidente Fernández, él mismo uno de sus fundadores. Lo que en realidad aparece amenazada sin embargo es la arquitectura que proyectó e impulsó Néstor Kirchner, basada en la construcción de dos fuerzas antagónicas, de centroizquierda-populista una, y centroderecha la otra, que ha dado fundamento y estabilidad al sistema político y lo ha preservado de los desvaríos económicos e institucionales de la Argentina. Acaso lo que esté en riesgo no sea la continuidad del kirchnerismo, sino ese legado impensado que ha dejado Kirchner.
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