La amistad es un magnetismo de las almas
Un big bang paradojal: en su vientre crecía la vida al mismo tiempo que alrededor crecía la muerte, escribió años más tarde. Ese día no sabía qué hacer, su hijo nacería en un mundo literalmente de terror. Ni ella ni su compañero tenían indicios ciertos de que los estuvieran buscando, pero muchos periodistas estaban siendo asesinados o secuestrados. Ella trabajaba en la editorial Abril, en un suplemento especial de la revista Claudia Belleza. Y le resultaba inconcebible parir a su primer hijo lejos de su obstetra, en algún país extranjero. De modo que se quedaron todo aquel año en una Buenos Aires atravesada por las balas y los aullidos de las sirenas policiales, encerrados cada fin de semana cuando sus trabajos no los obligaban a salir, jugando obsesivamente un campeonato de TEG, el juego de mesa de moda en la época, hasta que nació ese hijo en diciembre del 76. Un mes más tarde, ella supo que era hora de partir. Su destino fue México, país al que llegarían entre ocho mil y diez mil argentinos y en el que “uno podía salir a la calle sin documentos”, según se sorprendería Carlos Ulanovsky, uno de los argenmex más célebres, cuyo libro Seamos felices mientras estamos aquí retrata ese exilio que en buena medida se instaló en Villa Olímpica, barrio del México DF construido para atletas y que luego fue hogar de exiliados del Cono Sur en los años ‘70.
La conocí en la siguiente década, cuando ya había regresado a Argentina, en la redacción de la revista Uno Mismo, dirigida por Juan Carlos Kreimer. Allí nos frecuentamos y nos hermanamos entre notas sobre reiki, espiritualidad andina, danzas afro, bioenergética, vidas pasadas, power yoga, visualizaciones, tarot, acupuntura, terapias florales, zen, macrobiótica, tai chi, arquetipos, shiatzu, eutonía, plantas mágicas y demás productos del supermercado de autoayuda en oferta en esos años.
La amistad es básicamente una atracción y un magnetismo de las almas, escribió, parafraseando a Thomas Moore, cuando ya era directora periodística de la revista: “Poner el hombro, dar una mano, poner la oreja, ser pata, hacer el aguante. El habla porteña da cuenta de las infinitas formas en que los amigos ponen el cuerpo en situaciones de crisis”. Y ella misma fue para mí un ejemplo vivo de ese “poner el cuerpo”: me acompañó en dos tajantes separaciones y en dos profundas uniones, en momentos de soledad y de fiesta, así como acompañó a otras hermanas y hermanos del camino con su presencia física y sus talleres sobre viajes míticos, ciclos de vida, diarios intensivos y mensajes oníricos. Publicó tres libros: Escritura meditativa, Diario de sueños y El poder de los mandalas. Pero quizá sus mejores páginas son aquellas que guardó para sí, sus diarios íntimos, allí donde “me permito ser una y muchas, voy y vengo por paisajes que son tanto infiernos como paraísos, pozos de torturante negrura como cielos despejados, textos secretos que son la comprobación de un amor incondicional al que de otro modo no accedería y que, con mis propias grandezas y miserias, me permite abrirme desde el corazón a los otros, a los prójimos próximos”.
Un día me llevó a una meditación de la risa que coordinaba la terapeuta Graciela Cohen Nalini, que si no me equivoco era una adaptación de un ejercicio de Osho, aquel maestro indio previamente conocido como Bhagwan Shree Rajneesh y cuya controvertida comuna en el estado de Oregon se enfrentó a tal punto con las autoridades y costumbres de los pobladores locales que su fundador terminó preso y expulsado de EE.UU. “La vida en su totalidad es una gran broma cósmica. Tómala demasiado en serio y la perderás”, decía Osho. “Tu risa te hace un pequeño niño inocente, tu risa te une con la existencia, con el océano rugiente, con las estrellas y su silencio”. En una gran sala de ejercicios, tumbados de espaldas sobre colchonetas en el piso, los ojos cerrados, la consigna era empezar a hacer que reíamos, a producir sonidos como de risas falsas, como si fuera una broma que nos hacíamos a nosotros mismos, y al final las verdaderas carcajadas de los otros se volvían tan contagiosas que nos terminamos riendo “en serio”. Todo resultaba muy ridículo, y liberador. Nada superficial era el asunto. Debatíamos: los dictadores se la toman tan en serio que nunca se ríen de sí mismos ni de sus delirios mesiánicos ni permiten que otros se rían de ellos, aunque sí son capaces de reírse con crueldad de sus víctimas. Inculcan el miedo, gran enemigo de la risa. Y con toda su seriedad y solemnidad siempre nos llevan al desastre.
Tras la crisis de 2001-2002, ella tuvo su segundo exilio, estableciéndose en Anchimalén, el centro de salud que la terapeuta Adriana “Nana” Schnake tenía en la bahía de Manao, isla de Chiloé, Chile, donde trataban la salud y la enfermedad con un método que implicaba “diálogos” con órganos y sistemas corporales, vísceras y articulaciones, carne y huesos, líquidos y redes neuronales, hacia una superación del dualismo de mente y cuerpo. Pero llegar a ese lugar requería uno o más viajes en avión, otro trayecto en autobús, el cruce de un canal en ferry y un tramo más en automóvil sobre un camino de ripio. Instalada en una cabaña durante más de una década, trabajó y estudió la poética corporal desarrollada por la “Nana” y finalmente volvió a Buenos Aires, tras el agotamiento de su experiencia isleña.
Sus últimos años los pasó en un minúsculo departamento cercano al Congreso. Aunque sufrió una operación de reemplazo de cadera, con bastón mediante y fragilidad en el andar supo marchar todos los 24 de marzo hasta que la reclusión que le impuso la pandemia y una combinación de dolencias terminó por derrumbarla. Fue internada en Bariloche, donde residía Iván, ese primer (y finalmente, único) hijo que había crecido en su vientre aquel fatídico año de 1976. Se llamaba Norma Osnajanski. Nació el 23 de octubre de 1946 y se fue de esta existencia el 27 de junio de 2021. Nos volveremos a encontrar con el recuerdo de su sentido del humor y sus ojos soñadores en la marcha.
OB/MT
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