Nuestros años esotéricos
Parade, la última novela de Rachel Cusk (todavía no ha sido traducida: me pregunto si a quien tenga el trabajo de hacerlo se le ocurrirá alguna idea mejor que “Desfile”, palabra de una sonoridad dificilísima para un título; está también “Procesión”, pero trae un eco religioso que no tiene nada que ver con el libro) es otro de sus intentos de dejar de escribir novelas sin dejar de hacerlo. Si en las anteriores, no obstante, la narración seguía primando sobre los elementos más vanguardista, en esta es muy claro que la antinovela le gana a la novela. La crítica, por lo que veo, la viene detestando casi por unanimidad. A mí, en cambio, me hace acordar a esos discos caóticos de Joni Mitchell que son menos perfectos que Blue o For the Roses, menos redondos, que embocan muchos menos tiros, pero tienen una ambición, una búsqueda y una inquietud tan profunda que pueden dejar en uno una impresión más sólida; pienso en Hejira, un disco que casi nadie nombra, pero que a Björk le he oído decir que es su favorito. Eso es Parade: el libro en el que Cusk lleva a un paroxismo absurdo las obsesiones que tenía bajo control en la trilogía de A contraluz, el libro en el que casi parece olvidarse de los lectores para explorar caminos que conducen a callejones sin salida, el libro en el que le pierde el miedo a todos sus defectos y, en cambio se sumerge en ellos, se disfraza de ellos, se ahoga en ellos.
Parade está dividida en secciones independientes entre sí: ningún personaje se repite, aunque todas transcurran en el mundo del arte visual, pero, en cada sección, hay un artista, a veces mujer y a veces varón, que la novela designa con la letra G. Me encanta porque es una trampa tontísima, y una que habla de los dobleces entre la realidad y la ficción, de las cosas que le inventamos a la ficción para que sea más verosímil que la realidad. En las ficciones es absurdo tener dos personajes que se llamen G, o Gabriela, o Matías o John. La gente se confundiría, habría que nombrarlos con el apellido, en fin, es un perno. O bien jugás con la confusión y hacés que tenga un sentido en el texto o bien no tiene ninguna razón de ser incluir semejante incitación a perderse. En la vida real, en cambio, no hay nada más común que compartir un nombre o una inicial; y efectivamente esas casualidades no tienen sentido. La gente, en la vida real, no se llama igual “por algo”.
A primer vista, entonces, el artista llamado G (que en un caso es una pintora fallecida que se pintaba embarazada; en otro, una escultora con un marido insoportable; en otro, un artista que en algún momento de su carrera empieza, por alguna razón, a pintar paisajes al revés, para desconcierto de su esposa; y así sucesivamente) es lo único que las secciones comparten. Pero, a medida que avanza la lectura, una se da cuenta de que hay otro elemento común, además de G y el arte: en casi todas las secciones algún hecho un poco absurdo y un poco violento irrumpe, con distintos impactos. En algún caso le pasa a G; en otro a otro personaje; en alguna sección, es un asunto importantísimo, en torno del cual giran todas las conversaciones que Cusk escribe con su maestría características; en otra sección es un detalle. Un hombre entra a la muestra de G y se tira por la ventana, arruinando la vernissage; una mujer que conversa con su marido sobre una muestra de G es agredida por la calle por una extraña; G la escultora tiene un encontronazo extraño con su marido, que vuelve de un viaje y ve la cofradía que se ha armado entre G, la niñera y su hija, que lo excluye.
En las conversaciones que tienen los personajes en estas secciones hay muchos temas: se destaca sobre todo el leitmotiv de la maternidad en su relación con la creación, la pregunta por ser mujer y artista, madre y artista, si se puede ser mujer y artista o madre y artista, y en qué sentido son dos cosas que son lo mismo y en qué sentido son las más opuestas de las identidades. Pero esos no son los temas de la novela, y eso es lo maravilloso: los temas de la novela son los que delinea con su forma; el anonimato, lo universal y lo singular, lo general y lo particular, la pregunta de si a todos nos pasan las mismas cosas, de si hay algo así como una esencia de la vida que radica en vivir en una normalidad, sea cual sea, y verla constantemente acechada por fantasmas hasta que un día el sinsentido y la muerte nos toman por asalto; la pregunta de si cualquier vida se puede contar así, con letras y descripciones generales, con un esquema repetido. Es gracioso porque veo que en las críticas a la novela la acusan de elitista, por hablar de las vidas de los artistas europeos, y a mí me parece que si uno lee la novela más allá de las reflexiones explícitas de los personajes es un libro que se trata justamente de lo contrario, de la pregunta de si los artistas efectivamente tienen vidas tan especiales como creen que tienen, o si son tan anodinos e intercambiables que a todos podríamos contarlos con la misma inicial.
Hay gente que está disfrutando en la profundización del discurso forero de Internet; gente joven, sobre todo. Yo estoy viendo su decadencia, su regreso como farsa, y siento que, incluso a pesar de lo críptico, a pesar de renunciar a hablar con mucha gente, prefiero pasar a otra cosa
Vengo pensando bastante en que ya no se puede discutir, que ya es difícil hablar de temas. Se ha gastado todo; una posición, la posición contraria, la primera pero ironizada, la segunda pero más inocente. Cada vez entiendo más al segundo Heidegger, al segundo Wittgenstein, los que traicionaban sus años de claridad conceptual para pasar a una especie de misticismo en el que todo era más verdadero, pero también más confuso. Pienso que tenemos que hacer lo que hicieron ellos, pasar a una especie de segunda era de internet, a nuestros años esotéricos. En ese contexto entiendo el giro metafísico de Cusk, su giro poético: ella también sabe que ya no tiene gracia hablar explícitamente de las cosas porque las formas de leer de esa manera, en un mundo saturado de supuestas discusiones de ideas, ya no sirven para nada. Hay que buscar otras maneras de decir, incluso si van a tener menos rating, si van a gustar menos, vender menos, funcionar menos. Es eso o sumarse a un coro de ruido y furia que no significa nada, y eso se puede hacer en Twitter, pero no en un libro al que una va a dedicarle tanto tiempo y esfuerzo, no en la obra que una quiere darle al mundo. Supongo que desde mi lugar humilde e insignificante yo también vengo intentando hacer eso. Me interesé por el misticismo judío en los últimos años, algo que no me había importado jamás. Me interesé por el lenguaje que más se alejara de las recomendaciones, los consejos y las opiniones.
En ese sentido: es importante el regreso de la ficción y la poesía, es vanguardia, no es escapismo, es todo lo contrario. Hay gente que está disfrutando en la profundización del discurso forero de Internet; gente joven, sobre todo. Yo estoy viendo su decadencia, su regreso como farsa, y siento que, incluso a pesar de lo críptico, a pesar de renunciar a hablar con mucha gente, prefiero pasar a otra cosa. Pienso que casi lo único que todavía me interesa en las redes sociales es el menswear guy (@dieworkwear), el tipo que habla de ropa y que siempre insiste en que no le interesan la clase ni los cuerpos ni los consejos, ni enseñar a verse decente ni a verse flaco, solo la pura forma y la comunicación personal (no normativa, no reivindicativa) con una tradición; con una, con cualquiera, de hecho. La saturación del sentido no está dejando otras opciones más que la fuga.
TT/MF
0