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Yo, libertario

Arenas del exilio

Reinaldo Arenas se suicidó en Nueva York en diciembre de 1990.

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Hace un par de meses la editorial Sigilo reeditó Arturo, la estrella más brillante, esa novela breve de Reinaldo Arenas sin puntos apartes ni seguidos en su frase única con subordinadas que se desencadenan a ritmo imparable de principio a fin. El realismo alucinatorio de Arenas, una de las cumbres estelares de la literatura hispanoamericana, invade con adornos neobarrocos el relato en primera persona de un joven internado en uno de esos campos de trabajo en los que el gobierno cubano encerraba a homosexuales y otros marginados para su “reeducación”. No es realismo “mágico” porque no está tentado por ninguna alegoría: los elefantes regios que irrumpen en estas páginas, entre otras figuras fantásticas, no representan otra cosa más que apariciones en la extensa llanura de una mente alucinante que se fuga, a través de una larga respiración discursiva, de la asfixia del campo de concentración. “Arturo” alucina climas y espacios, terrazas, bosques y palacios encantados, para recibir a un soñado y hermoso joven que llegaría como un dios radiante solo para él, mientras su cuerpo sufre las interminables jornadas de trabajo desde las cuatro de la mañana cortando caña al sol, empapado de sudor, vigilado por brutales soldados que lo humillan, le gritan “maricón”, lo provocan y cada tanto lo hacen adentrarse en el cañaveral para desahogar su sexo con violencia en ese cuerpo que ellos desprecian y al mismo tiempo desean.  

Los campos llamados Unidades Militares de Ayuda a la Producción se fueron cerrando o cambiando de fisonomía en Cuba a fines de la década del 60 pero el control de la disidencia sexual continuó de distintas formas y el recuerdo de las redadas policiales contra jóvenes de pelo largo o ropas ajustadas permaneció imborrable en la memoria de esa generación que estuvo primero esperanzada en la revolución y luego desilusionada hasta el punto del suicidio o la huida por todos los medios posibles. Una generación en sentido cronológico preciso: el 16 de julio de 1943 nacía Reinaldo Arenas en Holguín y ese mismo día también nacía en Santa Clara aquel a quien Arenas dedicó esta nouvelle con el epígrafe “A Nelson, en el aire”: Nelson Rodríguez Leyva. Un nombre tabú en el aire de Cuba, porque fue el escritor Rodríguez Leyva quien, tras haber pasado tres años en un campo de trabajos forzados, en 1971 intentó escapar secuestrando un avión de cabotaje junto a su amante adolescente, Ángel López-Rabi, armados de una granada. El incidente fue trágico: en vez de desviarse hacia Miami como le ordenaron los secuestradores, el piloto aterrizó en La Habana, donde se produjo un altercado con un militar que era pasajero en el avión y tras, ser herido de un disparo, Nelson decidió arrojar la granada hacia la parte trasera de la nave. Al explotar, la granada mató a un asistente de aviación civil, Reinaldo Naranjo. Por estos delitos, Nelson y su compañero fueron fusilados en la fortaleza de La Cabaña. Sus nombres quedaron impresos en la nota final de Arturo…

Su autor, que también conoció en carne propia los campos de trabajo, escribió esta novela ese mismo año y logró sacarla del país en forma clandestina; su primera edición fue en España en 1984. En los años 70, Arenas escribía en cuadernos a mano y vivía a salto de mata, como un prófugo, casi siempre buscado por la policía, a veces ocultándose en bosques y manglares. Un día lo atraparon y pasó dos años en el tenebroso Castillo del Morro –el escenario de las peripecias del fraile protagonista de El mundo alucinante– entre presos por tan diversos delitos como hurto, homicidio, contrabando, drogas, prostitución, homosexualidad e intentos de salir de Cuba sin permiso. Después de dos tentativas de suicido, recibió la oferta de dejar la prisión si confesaba que era un “contrarrevolucionario”, se arrepentía de su “debilidad ideológica” y prometía “rehabilitarse sexualmente”. Su sentencia final fue por “abusos lascivos”, con lo cual recibiría dos años de cárcel que en realidad ya habían sido cumplidos. Enviado a una granja de rehabilitación, en 1976 pudo recuperar la libertad de transitar y de soñar nuevamente con irse de Cuba. 

En 1980, cuando a unas 130.000 personas se les permitió partir desde el puerto de Mariel en embarcaciones propias, muchas de ellas precarias, en fuga de esa isla asediada por un bloqueo criminal y por el autoritarismo de un régimen que no toleraba la disidencia, Arenas logró salir por un error involuntario en su salvoconducto que le permitía deletrear su apellido como “Arinas” y pasó los controles en medio del caos del éxodo. Luego de varios días a la deriva, sin combustible ni comida, a través del Golfo de México, el bote en el que viajaba fue rescatado por guardacostas estadounidenses. Arribó a Miami como la mayoría de los refugiados cubanos pero no soportó el “mundo plástico y carente de misterio” de esa ciudad, “que no es ciudad sino una especie de caserío disuelto, un pueblo de vaqueros donde el caballo ha sido sustituido por el automóvil”. Se fue a Nueva York.

“El desterrado es ese tipo de persona que ha perdido a su amante y busca en cada rostro nuevo el rostro querido y, siempre autoengañándose, piensa que lo ha encontrado”, escribió en sus memorias Antes que anochezca. Desilusionado por la mercantilización de la vida en EE.UU., viajó esperanzado a Europa pero allí detestó encontrarse con lo que llamó “la izquierda festiva”, los escritores que vivían dentro del capitalismo vivando a la mítica revolución cubana con absoluta ignorancia o negación ante lo que ocurría en la isla. 

Habiendo contraído el sida, terminó en tres años de una frágil salud sus memorias, en parte dictadas a un grabador para que un amigo las pase a máquina, y se suicidó en Nueva York en diciembre de 1990. Sus cenizas fueron esparcidas en las aguas del Atlántico. Sus textos quedaron como guijarros incómodos en las costas de ese océano que une y separa al Norte imperial de la isla sometida y rebelde. En su carta de despedida dejó escrito: “Cuba será libre. Yo ya lo soy”. 

OB/DTC

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