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Opinión

Los bárbaros salvajes

Esta semana se conoció el índice de pobreza: seis de cada diez chicos argentinos no pueden satisfacer las necesidades básicas./Martín Katz
3 de abril de 2021 18:46 h

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Hace tiempo que vivimos en burbujas. Burbujas digitales que precedieron a las sanitarias. Las últimas pueden salvarnos; las primeras son mundos aparte donde cada identidad virtual reafirma su existencia a partir del aplauso de la tropa propia. Emulamos del fútbol la violencia y la soledad: nos odiamos tanto que terminamos acostumbrándonos a jugar sin hinchada visitante. Perdimos el folclore del cantito cruzado. Ese gol ajeno que llega apagado y más tarde, que duele y que paraliza. Lo perdimos porque nos olvidamos cómo habitar espacios con intereses diversos —si es que alguna vez supimos—.

Emulamos del fútbol la violencia y la soledad: nos odiamos tanto que terminamos acostumbrándonos a jugar sin hinchada visitante. Perdimos el folclore del cantito cruzado.

La esfera digital y su despersonalización facilitaron la construcción de coliseos de hinchada local, donde cualquier extranjero sufriría el escarnio. Aunque los hay, no abundan los casos que abandonan sus fortalezas; casi nadie se expone a tropas que considera enemigas. Así, cada uno se dirige a su ejército magnificando las atrocidades que cometen los salvajes. Se los convence de los horrores del mundo exterior y de que todo lo que allí dicen está equivocado. Sólo ellos tienen razón; sólo nosotros tenemos. Porque eso, tener razón siempre, construir una identidad sin fallas ni vulnerabilidades, es el fin último e indeclinable.

Algunas escapan de esos castillos y se lanzan a campo traviesa. Encuentran rincones inhóspitos, con menos certezas y más dudas. Lugares donde habitan las disidencias y donde las impurezas están habilitadas. Grupos nómades, vulnerables. Pensamientos en deconstrucción que buscan por los efectos, las causas. Son los bárbaros salvajes.

En la barbarie se encuentran pensamientos de lo más disímiles. La cualidad es la escucha atenta y el diálogo franco. No hay pertenencia, hay coexistencia. La discusión no reafirma, cuestiona. La verdad no se defiende, se busca. Prácticas ancestrales que hoy escasean.

* * *

Esta semana conocimos que seis de cada diez chicos argentinos no pueden satisfacer necesidades esenciales como la alimentación, la vivienda y la educación. Los llamamos pobres. Argentina es como la foto que ilustra esta columna: sus líneas divisorias entre los que tienen y los que no, duelen por lo evitable de su existencia. Porque hay cada vez más nenas que viven bajo los puentes mientras unos tipos de traje y corbata contratan abogados para gambetear un aporte que podría mitigar ese sufrimiento.

En ese contexto, el microclima tuitero se acaloró con una discusión sobre el crecimiento y su relación con la pobreza en el país. Aunque muchos decían cosas parecidas, el ring estaba servido; es el deporte predilecto en la red del pajarito. Participé escuetamente del debate a partir de una nota publicada en la Revista Anfibia, titulada El PBI ha muerto. El ensayo apuntaba a romper la idea-fuerza que supone que el único objetivo posible es el crecimiento económico ilimitado, a partir de una crítica sobre sus impactos ecológicos, la priorización de lo privado sobre lo público y la desconexión con una mejor distribución. Buscaba salir de la comodidad de presentar sólo los límites ambientales y tender un puente entre la posición de lo que llaman “prohibicionismo” de unos y el “vale todo mientras mitiguemos los daños” que promueven otros.

Más allá de los pocos que vociferaron con violencia desde sus castillos del pensamiento afín, hubo críticas, lecturas y construcciones valiosas, que demuestran que no todo es un clásico futbolero irreconciliable y que la discusión puede ahondar en algunas de sus complejidades. Así lo había demostrado el ministro Guzmán a fines de 2020 cuando afirmó que “es un eslogan” decir que “sólo con crecimiento económico se bajará la pobreza”. También la diputada del oficialismo Fernanda Vallejos, quien tuiteó hace unos días que “la producción actual es suficiente para que ninguna persona sufra la pobreza”. Ni el ministro ni la diputada dicen que no tengamos que crecer, pero corren del centro esa unicidad para discutir medidas complementarias y redistributivas. Habilitan una discusión necesaria y urgente.

En esa línea, el gobierno que conduce Alberto Fernández se comprometió ante las Naciones Unidas a que las emisiones nacionales que alimentan la crisis climática no crezcan en el transcurso de esta década. Estas emisiones, producto de la generación de energía fósil, la agroindustria o el transporte, están (todavía) íntimamente acopladas al crecimiento económico. La estabilización propuesta por el gobierno supondría ralentizar el crecimiento o acelerar un desacople entre ambas. Ningún país, ni siquiera los ricos, lograron desacoplar definitivamente esas variables. Aunque no nos gusten —y no nos gustan—, estos límites ambientales que el presidente reconoció como una amenaza existencial, existen. Ignorarlos no va a hacer que desaparezcan.

Si solucionar la inequidad, la crisis ecológica y el desarrollo nacional fuese sencillo, no sé qué hacemos discutiendo. Pero no hay soluciones mágicas ni absolutas para la civilización que supimos construir, ni para el país que hoy tenemos. Lo que hay son necesidades urgentes para millones de argentinos, que necesitan una parte de lo que hay y no que sigamos teorizando con el crecimiento que podría traer tal o cual actividad en el futuro. También hay evidencia científica sobre el colapso ecológico al que nos enfrentamos y, aunque todavía no lo suficientemente ambiciosos, también hay compromisos gubernamentales para hacerle frente. 

Entre la necesidad inmediata y el compromiso futuro nos debemos la oportunidad del diálogo. La realidad está demostrando los costos de lo impensado: del encierro y las víctimas de la pandemia al millón de hectáreas arrasadas por el fuego. La excepcionalidad es la nueva norma. Si la civilización no acepta correr el umbral de lo posible ante un mundo en llamas, seamos los bárbaros salvajes. Salgamos de la comodidad de nuestros castillos y construyamos nuevos horizontes para darle sentido a seguir caminando.

MF

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