La recuperación territorial de los carpinchos en Nordelta
Esta semana, los memes y las imágenes del “Subcomandante Capibara” y otros carpinchos revolucionarios inundaron las redes sociales después de la noticia de su proliferación en los barrios cerrados de Tigre. El mítico cantante Pablo Lescano reivindicó en Instagram la preexistencia de estos roedores desde que “Nordelta era un humedal”, y el programa Pasaron Cosas (Radio con Vos) ubicó el hashtag #CarpinchosAlAtaque como primera tendencia nacional en Twitter.
El roedor más grande del mundo se convertía así en un símbolo de clase, en una bandera contra el avance extractivo y depredador de los grupos económicos sobre los territorios naturales. La ya irreversible crisis climática y la extensa pandemia zoonótica que paralizó al mundo agigantaron la importancia política del símbolo.
La “recuperación territorial capibara” se dio casi en simultáneo a una histórica remada en kayak que culminó con miles de personas movilizadas hacia el Congreso Nacional para exigir la sanción de una Ley de Humedales, hábitat natural de esta especie. Luego de un derrotero de ocho años, estos ecosistemas que ocupan el 21% del territorio nacional siguen sin protección permitiendo el avance de megaemprendimientos inmobiliarios, la agroindustria y la minería. Humedales cuya protección es fundamental para frenar el calentamiento global y para ganar resiliencia ante las más extremas y frecuentes inundaciones o al incremento del nivel del mar. Casi una movilización consciente por la defensa de su hábitat.
Volviendo al símbolo, hay dos cuestiones centrales: el alcance de la propiedad privada y el avance del capital sobre la naturaleza. El Delta es una ecorregión que ha sido degradada sistemáticamente a través de la especulación inmobiliaria de lujo; Nordelta es su culminación más emblemática.
En el intento por encontrar razones de la empatía que generaron estos roedores, el productor Matías Salamone me confesó su emoción por la acción de los carpinchos al considerar que “es un ejemplo muy explícito de cómo los negocios inmobiliarios estuvieron por encima de los ecosistemas y de la preservación ambiental”. Este hito, dijo Salamone, “expone la necesidad de repensar la forma de desarrollarnos urbanísticamente, considerándonos parte de la naturaleza”. Reformular, en definitiva, nuestros vínculos con el medio que habitamos en forma armónica y no dominante.
Otros discursos polarizaron con el imaginario clasista del habitante de estos barrios, inventando, por ejemplo, la figura de cartincho, al regresar a dominios nordeltenses. Hay algo reivindicativo en esa burla hacia un sector que, generalizando, tiende a ser degradante y violento hacia las clases más bajas. Idea que se ancla en ejemplos recientes como el de Pablo Matera, capitán de Los Pumas, que tuiteaba sobre “salir a pisar negros”, o el del empresario que sometió a su empleada doméstica a esconderse en el baúl para ingresar a un country durante la cuarentena. En la tragedia social que atraviesa una Argentina con seis de cada diez pibes pobres, reírse del white people problem de la “invasión” en el barrio cerrado, puede ser una válvula de escape. Aunque, claro, no es suficiente.
Más allá del recurso, esta narrativa corre el foco de donde, políticamente, es necesario mirar. Las responsabilidades por el voraz avance inmobiliario que ocupa un 40% del territorio continental de Tigre no recaen sobre los pequeños propietarios, sino sobre Eduardo Constantini (dueño de Nordelta) y, especialmente, sobre la dupla que componen Sergio Massa y Julio Zamora, intendentes intercambiables del municipio durante los últimos catorce años.
Las responsabilidades por el voraz avance inmobiliario en el Tigre no recaen sobre los pequeños propietarios, sino sobre Eduardo Constantini (dueño de Nordelta) y la dupla que componen Sergio Massa y Julio Zamora, intendentes durante los últimos 14 años.
El nexo entre capital y política demostró que el extractivismo urbano —en este caso, claramente alineado al expansionismo del capital sobre los bienes comunes— se orienta a un lujo que enriquece a minorías, en detrimento de los derechos de las grandes mayorías. Esto, sin mencionar los derechos (aún) no reconocidos de las especies autóctonas que habitan la región. Los countries de la zona se han construido sobre humedales, alterando el flujo natural del agua y generando un impacto directo en los territorios que no gozan de la protección que, ante un Estado retraído, brinda el capital concentrado. Necropolítica pura y dura.
La identitaria defensa del libre albedrío de la propiedad privada hermanada con una laxa y conveniente regulación por parte de un Estado permeable, logra la receta que algunos venden como agua bendita: un incremento del PBI que solucionaría los problemas de los argentinos. Con Nordelta, Tigre “gana riqueza”. Ahora, ¿a qué costo ecológico y social? ¿Con qué políticas de inclusión? Como dijo recientemente el Papa Francisco: “la propiedad privada es un derecho secundario”, que depende del “derecho primario al destino universal de los bienes”. El carpincho resulta, entonces, un agente simbólico de la lucha entre lo común y lo privado. De la primacía última del hábitat natural sobre el artificial expansionismo económico. ¡Carpinchos del mundo, uníos!
MF
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