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COLUMNA NÓMADE

Cómo cocinar un lobo

Hugh Jackman como Wolverine, en "Logan".

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Una vez escuché que una de las Madres de Plaza de Mayo decía que “el dolor no da derechos”. Ella quería justicia, reparación, saber dónde estaban su hija o su hijo, qué les habían hecho. Me pareció un ejemplo superior de ética. Las Madres de Plaza de Mayo nunca utilizaron la venganza. A Liam Neeson le tocás a la hija y hace un desastre. Cuando uno escribe poemas, a veces, tendría que tener en cuenta ese concepto de que el dolor no da derechos. Nadie se tiene que conmover con el poema en que tu perro muere, lo que tiene que conmover es el poema, no la muerte de tu perro. El mundo es un lugar injusto y el dolor está mal distribuido. Así que todos sufrimos pérdidas y la lista es larga.

Como cocinar un lobo es un libro de poemas de Magalí Etchebarne que, de haber existido el frío -ese concepto extraño- yo hubiera llevado en un bolsillo de mi sobretodo para sacarlo por donde anduviera para leerlo de a sorbos, como se toma una petaca. Es un libro peligroso porque parte del dolor -la muerte de los padres- y el duelo que hacen las hijas -una de ellas escribe el libro- a la par que se curan mientras duelan.

De alguna manera, la persona que escribe este libro es un médium, alguien que nos viene a transmitir quiénes eran sus padres muertos, cómo vestían, cómo hablaban, en qué gastaban su tiempo libre, de qué manera las marcaron. Pero, como dice McLuhan, el médium es el mensaje. Y el mensaje es el poema. Etchebarne había escrito un libro magnífico de relatos que se llama Los mejores días. Y alguien podría pensar que ahora se pasó a la poesía. Pero siempre estuvo en la poesía. La prosa tiene una respiración más larga, los versos cortados, aunque sean con una tendencia a la narración, tienen una respiración más corta. En la contratapa del libro se cita a Anne Carson: “Si la prosa es la casa, la poesía es alguien en llamas corriendo a través de ella”. Está buena esta frase, yo la pondría en la parte atrás de los sobrecitos de azúcar. Pero no puedo dejar de pensar que hace una distinción un tanto binaria entre la prosa y la poesía. La poesía puede estar en la prosa -y a veces no es alguien que corre prendido fuego, sino el que va detrás con el balde de agua- y hay miles de libros de versos, catalogados como poesía, que no tienen un gramo de poesía. Hay congresos de poesía donde no hay poesía. Y ni hablar de los congresos de la lengua que tratan de regular, domesticar a ese animal mutante que es la lengua. La lengua está en los mercados, en las oficinas, en el cajero de la pizzería que habla por teléfono con alguien y le dice -como notó Ricardo Zelarayán- “cada vez que hablo con usted surgen cositas”.

Los poemas de Cómo cocinar un lobo son narrativos -hay algunos breves- pero en general con una respiración a lo Pavese. Como en el poema del italiano, “Los mares del sur”, los poemas de Etchebarne lanzan arpones desde la página que te sacuden. En uno es la noche de Navidad, la que narra el poema está en una terraza y sube probablemente con su hermana y mientras miran la luna, dice: “Un chico dijo que la luna y el sol/ deberían aprender de los vendedores del tren/ y no empezar a brillar hasta que el otro termine”. Después describe cómo se escuchan las fiestas de los otros, pero inmediatamente pasa a una imagen genial: “Y las ideas pesadas calentando el motor en la vereda”. Los poemas no tienen títulos, éstos podrían estorbar la comunicación de la médium. Hay otro que empieza con cierto tono pizarnikiano: “Soy la que sostiene la cabeza de su madre”, este mantra va aparecer varias veces en un poema largo donde la protagonista se encarga de cuidar el cuerpo de una madre deteriorada por la enfermedad. Cuando uno escribe un poema siempre tiene que aplicar el desapego. Quería escribir el poema que surge de la emoción que me produce que se haya muerto mi madre, pero ¿y si lo mejor que escribo no es el poema sobre mi madre y su condición y sí lo es el material parasitario en torno a la muerte de mi madre? Supongo que Etchebarne se enfrentó a este problema. ¿Qué hago? ¿Sigo al poema o sigo a lo que yo quiero decir, y entonces fuerzo al poema? Esta tensión está en todo el libro. El poema que acabo de citar termina con unos versos notables, donde la poeta pide que se restauren los pulmones de su madre enferma: “Que sus pulmones vuelvan a ser alas limpias/ cortinas que apenas se agitan/ durante una siesta de verano”.

El lobo que Etchebarne quiere cocinar es ese que aparece algunas noches y que está construido con nuestras ansiedades y temores. Tiene los ojos rojos y habla en un argot de las fronteras entre el sueño y la vigilia.

Hace unos días vi una película que cuenta las peripecias de otro lobo, Wolverine, un personaje sacado de la saga de los X Men -un comic de Marvel- que me gustó mucho. La película se llama Logan y es la tercera de Wolverine en solitario. Casi siempre el comic derrota a los films sobre comics. Siendo fanático de los comics desde chico, me cuesta mucho que me guste una película basada en un comic. Pero ésta está a la altura. Es un film crepuscular. Muy oscura: parece una historia de superhéroes escrita por Cormac McCarthy. Logan está interpretado por un actor extraordinario -véanlo en Bad education, haciendo un papel en las antípodas- Hugh Jackman. Logan vive en la frontera mexicana cuidando -como Magalí Etchebarne- a su padre simbólico, Charles, que tiene superpoderes mentales y está gagá. Cuando le agarran ataques, su mente se sale de quicio y el mundo se paraliza como una tortura y Logan tiene que sobreponerse -para eso es un superhéroe- y arrastrarse hasta que consigue aplicarle una inyección que lo saque del trance a su padre y el mundo salga de la presión mental a la que estaba sujeto y los objetos caen a la tierra, las personas caen desvanecidas después de haber soportado esa presión centrífuga mental. Que el cerebro más potente de la tierra sufra de Alzheimer es un problema.

Esa sensación de presión que puede ejercer un padre desquiciado que ya no te reconoce porque tiene un deterioro cognitivo yo la sentí y era así, quedabas paralizado arrastrándote por el piso, tratando de llegar a la cama para aplicarle la inyección que lo durmiera.

La otra parte de Logan es que éste tiene una hija que lo va a buscar y que él se niega a reconocer. Logan quiere abandonar su pasado como superhéroe, ahora es un hombre grande, tiene presbicia, trabaja manejando una limusina que se alquila para fiestas. Es alguien escondido que busca juntar guita para poder huir con su padre, comprarle un yate y navegar. El Logan en el estilo tardío es un adicto a las pastillas, y le da a la bebida. Como William Muny –el personaje de Clint Eastwood en Los imperdonables- no quiere saber nada con volver al ruedo. Pero -Hebe Uhart decía que con la palabra pero, empiezan las historias- una mujer que huye con un niña extraña -encarnada por una extraordinaria Dafne Keen- lo contacta para dejarle a la niña y que la salve de unos tipos del gobierno que quieren capturarla. Lo que Logan descubre a lo largo del film es que la paternidad no se baja como una aplicación. Y sobre el final, cuando está a punto de morir le dice a su hija, que llora a su lado y a quien finalmente aceptó proteger aún a costa de perder la vida: “así que esto es lo que se siente”. John Chever decía que en el momento de la muerte la gente no recita un poema ni ve todos los momentos de su vida pasar, sino que se cuenta un cuento. Yo creo que Logan, en ese momento, descubrió que -a diferencia de lo que piensan los de Pixar- los juguetes no se mueven solos. Y cuando están quietos en un estante, lo que se extraña profundamente son las manos que les dan vida. 

FC

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