El cuento del sapo que habita en rincones oscuros
Hay un sapo que habita en rincones oscuros. No se mueve nunca; su sistema vascular hace que pueda pasar la vida quieto, en tanto tenga de qué alimentarse. Su alimentación, como la de todos los animales de su especie, se basa en insectos, moluscos, gusanos y arácnidos: hormigas, mosquitos, moscas, saltamontes, escarabajos, mariposas, polillas, libélulas, grillos, babosas, caracoles, arañas y lombrices son presas habituales. Pero, si llegan al alcance de su larga lengua pegajosa, prefieren pequeñas serpientes, roedores, alimañas, peces y huevos de ranas, o incluso, si crecen lo suficiente, algunos mamíferos de tamaño mediano.
El sapo es un cazador estático y oportunista: no dotado de largas patas para correr en velocidad ni de una musculatura privilegiada ni habilidad para el salto que le permita recorrer largas distancias como el león, el tigre, el perro, o incluso el gato doméstico, espera inmóvil y silencioso a que su presa esté a una distancia óptima para estirar la lengua con un rápido movimiento eficaz. Tampoco posee un canto de sirena o el de ave capaz de atraer víctimas lejanas. Su lengua es su arma. No tiene papilas gustativas, por lo tanto no degusta ni saborea, es decir, no disfruta de sus presas, sino que posee un órgano de funcionalidad absoluta: la lengua le permite matar para sobrevivir. Su saliva se espesa en contacto con el animal cazado y de este modo, puede sujetarlo impidiéndole la huida. Suele cazar de noche y dormir de día, como el búho o la lechuza.
No tiene apuro el sapo, puede llegar a vivir hasta 100 años si está bien alimentado. Su crecimiento, si supera los 50, es exponencial... Hay algo que se modifica y lo vuelve aún más peligroso: a esa altura también puede matar porque sí.
El sapo de mi historia cada tanto caza una lagartija confiada, una babosa nacida después de una lluvia intensa, una hormiga que lleva su pesada carga al hormiguero, una abeja que vuela cargada de polen a alimentar a su abeja reina, un mosquito ruidoso hinchado de sangre, una ratita huidiza. Pero lo que más hace mi sapo es esperar que la araña que teje su tela en el rincón opuesto haya coleccionado la suficiente cantidad de moscas para ir en su búsqueda y, tras desplegar su larga lengua finita rosada y pegajosa, se zampa las moscas, la araña y la tela completas. Hasta que llega otra araña desprevenida y teje su tela. Y vuelta a empezar.
No tiene apuro el sapo, puede llegar a vivir hasta 100 años si está bien alimentado. Su crecimiento, si supera los 50, es exponencial. Y además, me consta, hay algo que se modifica y lo vuelve aún más peligroso: a esa altura también puede matar porque sí, no solo por una cuestión de supervivencia (decir por venganza o porque le da satisfacción sería poco científico; la ciencia todavía no conoce las razones, pero atestigua evidencias). Entonces, puede engullir piezas mucho más grandes.
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Ese domingo, el Pater Familiae decidió volver a hacer un asado. Hace años que no hacía uno. Abre la bolsa de carbón después de ubicar en una pira prolija las maderas del cajón de frutas debajo de la parrilla para hacer el fuego. Si mal no recuerda, el último fue para el cumple de la Patrona, antes de la pandemia. Putea un poco: los vagos de los adolescentes ni piensan levantarse para ayudarlo. Así estamos. La Patrona mejor que siga durmiendo para darle la sorpresa. Además, se va a despertar y le va a pedir que sigan buscando el gato que hace un par de días no aparece, y no tiene ganas de ir a tocar timbres otra vez.
Igual le gusta todo ese ritual del fuego, es un día seminublado, el sol no lo va a matar; se trajo su vinito para ir calentando el garguero, la radio para escuchar las carreras, se compró el diario de papel para darle una leída por encima, qué país de mierda, se vuelven a afanar los picaportes de bronce, por eso él puso de hierro negro en la puerta de entrada, cuando hace años había pasado también, el diario lo cuenta, y los chinos por qué no se dejan de joder un poco, cosas así piensa y decide que no va a hacerse más malasangre, si al final el diario sirve para envolver huevos y para prender el fuego. Hace un par de bollos con la tapa y contratapa, páginas 3, 4, 32,33 (cada vez más finito viene), las acomoda debajo de la pira de maderas tipo carpa india, y lo prende.
Está lindo el día. Mientras se van quemando las maderas, descorcha el vino y se sirve la primera copa.
Le gusta oír el chisporroteo del fuego. Nunca usa alcohol de quemar para acelerar el encendido; le gusta así, a pulmón. Como en el metegol: molinete no vale. Se ríe de su propia ocurrencia. Está lindo el día. Mientras se van quemando las maderas, descorcha el vino y se sirve la primera copa. Degusta: rico. Unos carboncitos encima y va queriendo. Baja la parrilla: hora de ubicar la tira, los chorizos, chinchulines. La molleja. La morcilla, para el final. Corta unas rodajas para ir picando con pancito, que compró en la panadería de la otra cuadra, junto al kiosco de diarios. Ya no es lo que era el pan. Claro, el costo de la harina. Cuándo se termina todo esto. Esto ya lo vivió, es como los afanos del bronce. Hablando de bronce, va a necesitar el atizador y la pala para acomodar las brasas antes de tirar todo al asador. Las papas las va a poner sin aluminio, se olvidó de comprar, pero aparte le gustan así, que se queme la cáscara, y como la Patrona no está, tampoco van a discutir por eso. Hace tanto que no abre las puertas de metal que se hincharon bastante, están un poco torcidas y quedó un huequito abajo, así que agarra una de las puertas, hace fuerza y se abren las dos. Se agacha, acerca la cabeza para buscar las herramientas en lo oscuro y lo último que ve es una larga lengua finita y rosada acercarse veloz.
Eso le pasó por no leer mi cuento del sapo que no se convierte en Príncipe, que crece en los rincones oscuros y se alimenta de seres vivos.
GS
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