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QUÉ ESCUCHAR

El disco secreto que el baterista de Pink Floyd grabó con Carla Bley y los conciertos de Miles Davis en 1960

Carla Bley, 1978
14 de mayo de 2023 00:01 h

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Detrás de la pared

En octubre de 1979, mientras se terminaba de grabar uno de los discos más famosos de la historia, se registraba también un álbum que permanecería para siempre en un virtual secreto. En ambos tocaba un mismo músico, el baterista Nick Mason. En uno, llamado The Wall lo hacía como parte del grupo Pink Floyd. En el otro, que se convertiría en objeto de culto entre entendidos, firmaba como titular –de hecho, Deportes Ficticios (Fictitious Sports) figura en las enciclopedias como su primer disco solista– aunque en rigor no lo era. La música pertenecía por entero a Carla Bley, una notable pianista y compositora de jazz a quien admiraba, y la banda, salvo por la intervención de Mason como baterista, era la de Bley.

Lovella May Borg (a) Carla Bley (ex esposa del pianista Paul Bley, de quien conservó el apellido) había sido la gestora de varios discos extraordinarios, en el sentido más preciso de la palabra. Entre ellos Liberation Music Orchestra, a nombre del contrabajista Charlie Haden, con versiones iconoclastas de canciones republicanas de la guerra civil española, una pieza dedicada al Che Guevara y otra a la Convención demócrata de 1968 donde la orquesta, dividida en dos, obviamente no lograba ponerse de acuerdo. Grabado en 1969 y publicado en 1970, allí toca la crema del jazz más experimental del momento: el trompetista Don Cherry, los bateristas Paul Motian y Andrew Cyrille y, como saxofonistas, Dewey Redman, integrante del cuarteto de Ornette Coleman, y el argentino Gato Barbieri.

A diferencia de otros grandes creadores del jazz, Bley tuvo siempre una relación fluida con el lado más vanguardista del rock y de hecho, en la monumental Escalator over the Hill –una suerte de oratorio con textos de Paul Haines, compuesto entre 1968 y 1971–, entre los cantantes aparecen Jack Bruce –que había sido el bajista del trío Cream, junto con Eric Clapton y Ginger Baker– y Linda Ronstadt.

Con una carrera notable, al frente de su big band y también de grupos pequeños, y dúos y tríos incluyendo a al gran bajista eléctrico Steve Swallow –tal vez el único que creó una estética propia para ese instrumento–, Bley ha compuesto para Gary Burton, para Haden y uno de sus tema, el bellísima “Ida Lupino”, fue grabado varias veces, en distintas versiones, por Paul Bley.

Carla Bley tiene actualmente 87 años y sus tres últimos discos, Trios, de 2013, Andando el tiempo, de 2016, y LifeGoesOn, publicado en 2020 –con Swallow y el saxofonista Andy Sheppard como coprotagonistas– son una lección de sutileza, interacción e intimidad.

La historia de por qué Fictitious Sports es un disco de Nick Mason y no de Carla Bley tiene que ver con la generosidad del baterista, que puso allí su nombre con la esperanza de que eso ayudara a que un público mayor conociera la música de Bley. Y algo de eso se logró. Si bien se trata del disco con menos ventas de todo el Universo Pink Floyd, incluyendo los discos solistas de Gilmour y Waters y los sucesivos estrujamientos de The Wall en pos de sacar de allí alguna nueva gota de jugo, es, por lejos, el más vendido de Carla Bley (aunque muy pocos sepan que se trata de ella). Allí tocan el trompetista Michael Mantler –pareja de Bley entre 1965 y 1991 y codirector, con ella, de la Jazz Composers Orchestra– y Swallow –su actual compañero–, Gary Windo en saxo tenor, flauta y clarinete bajo, Gary Valente en trombón, Chris Spedding en guitarra eléctrica –con un sonido muy Gilmour, hay que decirlo– y canta Robert Wyatt, uno de los más famosos músicos secretos del jazz-rock y de la canción política inglesa, además de ex baterista del legendario grupo Soft Machine. En ese entonces Bley estaba experimentando en zonas muy cercanas al rock –y a Pink Floyd– con un grupo llamado Penny Cillin & The Burning Sensation y, aunque acabó yéndose para otro lado, este disco, durante mucho tiempo casi imposible de conseguir, queda como una extraña –y bella– muestra de una especie en la que es el único posible individuo. “Si hubiera algo como el punk-jazz sería esto”, escribió en su momento The New York Times. Y es posible que no se equivocara.

Entre miles de Miles

El jazz es un arte del tiempo real, que sucede mientras es creado y, en algún sentido, existe en esa sola ocasión. Y existen, esquivas, preciosas, aquellas pocas grabaciones, a veces perdidas, muchas veces mal editadas pero siempre legendarias y con un aura de revelación, que fueron capaces de registrar los exactos momentos de inflexión de un lenguaje que se constituyó sobre la idea misma de la evolución. En ese paisaje ocupan un lugar ejemplar las grabaciones realizadas por el quinteto de Miles Davis en Europa en 1960, nunca hasta ahora publicadas completas y jamás con una restauración sonora acorde con la magnitud de lo que allí se registraba. En marzo, Davis tocó junto con John Coltrane, Winton Kelly, Paul Chambers y Jimmy Cobb y se presentó el 20 en el Olympia de Paris y el 22 en el Konserthuset de Estocolmo. En octubre regresó pero esta vez con Sonny Sitt en el saxo. El 11 fue la actuación en el Olympia y dos días después en el Konserthuset de Estocolmo.

La escucha de las grabaciones de Miles Davis en vivo, en general, siempre muestra una versión límite de lo que aparecía en los registros de estudio de esas mismas épocas. La recepción, con los años, se ha ido centrando, lógicamente, en los discos de estudio pero las grabaciones en vivo permiten deducir otra historia, mucho más radical, en la cual el trompetista probaba a su audiencia y la llevaba hasta el abismo.

La aparición de estos registros de 1960, por primera vez completos y en una restauración sonora ejemplar, realizada en la Argentina por Roberto Sarfati y Diego Vila para el sello Lantower, restituye parte de esa historia perdida. Y no se trata de cualquier historia sino de parte de lo más significativo de los rumbos que tomaría el jazz en esa década. Una historia que, en ese momento todavía estaba situada en el futuro. Estas grabaciones, como aquel pasadizo de Ray Bradbury (aunque sin mariposas en la suela del zapato), permiten espiar el momento en que unos artistas, iluminados, fueron capaces, en el pasado, de espiar aquello que estaría, para siempre, en el futuro.

DF

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