La duda y el castigo
Le doy vueltas muy seguido a la pregunta sobre qué es la literatura de ideas, o el cine de ideas, o el teatro de ideas; qué significa que una película sea una película de tesis, si una novela necesita tener una tesis reconocible para ser una novela de tesis o si se trata más bien de un lenguaje, de una forma de aproximarse a los temas. Pensé mucho en esto últimamente en relación con la temporada de los Oscar, que me tiene bastante entusiasmada después de años de no generarme más que apatía. Quizás es algo del zeitgeist, algo de que nos pasamos tanto tiempo discutiendo en internet que es más fácil para las películas conversar sobre cosas que nos interesan, pero me dio la sensación de que, cada una en su idioma, las cuatro nominadas a mejor película que llegué a ver este año estaban hablando de temas que venimos discutiendo con ardor, y por eso también me sirvió examinar sus relaciones con esos temas.
Triángulo de la tristeza, de Ruben Östlund, es una película de tesis en el sentido más literal, casi didáctica, en el estilo del realismo socialista en el que la ficción representa de forma acabada e indiscutida las ideas de su autor: los ricos son malos, el poder corrompe, nada que agregar. Los espíritus de la isla de Martin McDonagh, definitivamente mi favorita de este año, es una película narrativa, de personajes y de universo, que no exhibe su sistema de creencias con la mano abierta. Sin embargo, tiene temas —mucho más actuales de lo que podría dar a pensar el escenario de la Irlanda de principios de siglo— y los trata con ambigüedad, originalidad: la pregunta por qué es vivir una vida con sentido, si una dedicada al afecto y los vínculos o una dedicada al arte; la pregunta por qué sería dedicar la vida al arte, qué sería dedicarla a los afectos; qué es lo más importante o lo más genuino, habitar el presente o escribir para la posteridad. Los Fabelman, de Steven Spielberg, es una comedia dramática con una tesis bastante clara, incluso si no es autoconsciente: los artistas son personas especiales que reciben desde la infancia el llamado de la vocación, viven las mejores vidas y cuando no logran hacerlo solo les queda el dolor y la psicosis. La última de las cuatro que vi fue Tár, de Todd Field, y ya estoy sacando entradas para verla de vuelta porque no estoy segura de saber dónde ubicarla en este mapa.
Tár es de todas estas películas la más claramente de comentario social: su tema central, al fin y al cabo, es una cancelación. Lo que me llama la atención de la discusión que ha producido entre espectadores, críticos y ensayistas es que para casi todos parece ser una película de tesis, pero esa tesis es una o su contraria según quien la vea. Para algunos críticos, Tár es una película contra la cultura de la cancelación e incluso una defensa de muchos artistas “cancelados”, para otros, es una película contra la cultura del abuso. Para mí, lo genial es que es al mismo tiempo esas dos cosas.
Es imposible comentar esta película sin spoilers, porque parte de la gracia de Tár es que te sacan la alfombra por debajo de los pies: la heroína con la que te hicieron empatizar, la que parecía haber venido a protagonizar una película estilo Una mente brillante sobre la dificultad de ser genial en un mundo de mediocres resulta ser denunciada de manipular a una joven que la admiraba, arruinarle deliberadamente la carrera y conducirla al suicidio. Este es uno de los primeros puntos de debate: para algunos críticos que leí y también amigos con los que conversé —diría, sobre todo, para varones— la película siembra una duda sobre la sustancia de las acusaciones. Yo jamás vi esa duda: entre todas las ambigüedades y preguntas que deja Tár, me pareció que era clara en su intención de demostrar que Lydia, esta encumbrada directora de orquesta, había efectivamente hecho eso que la acusaban de hacer.
Parte de mi certeza viene de la actuación llena de capas de Cate Blanchett: en una escena cuyo sentido completo vamos a entender más tarde Lydia Tár borra uno a uno los mails en los cuales le habló mal de la chica que se suicidó a distintas orquestas y universidades que pensaban contratarla. Lo hace con cuidado y con frialdad, pero también con una pizca de miedo. En los ojos de Blanchett vemos la calma tensa que solo sienten los que saben que los han atrapado pero confían en salirse con la suya, los que tienen todo tan perfectamente claro que ni piensan en llorar o angustiarse por un posible malentendido. Supongo que en esta pregunta, la de si la película duda o no de lo que dicen las víctimas, se juegan gran parte de las discusiones; y quizás yo —igual que la escritora Tavi Gevinson que defendió esta misma posición en la revista The New Yorker, igual que otras mujeres jóvenes que conozco que interpretaron la película de la misma manera— estamos tan acostumbradas a creerles a quienes denuncian que ni siquiera se nos cruzó por la cabeza que la película no lo hiciera. Lo genial, justamente, es que la película les cree: la película les cree a ellas y no necesita para eso descreer ni de la genialidad de Lydia Tár, ni de su encanto. No necesita, tampoco, estar del lado de la cultura de la cancelación: la película puede mostrar que Lydia Tár era una persona manipuladora y cruel que eventualmente iba a tener que rendir cuentas por sus actos y al mismo tiempo dejar en evidencia que el modo en que la sociedad elige castigarla —y el modo en que se ponen en el mismo nivel acusaciones duras con discusiones ideológicas, actos crueles con posiciones opinables— es poco justo y no se orienta a la construcción de una sociedad mejor.
Marin Alsop, una directora de orquesta que tiene muchos en puntos en común con el personaje de Lydia Tár —además de ser una de las pocas directoras mujeres de cierta notoriedad, Alsop es lesbiana y está casada, igual que Lydia Tár, con una instrumentista— dice que la película de Field es anti mujeres y anti lesbianas, y que en un mundo en que hay tantos hombres ejerciendo esas violencias es absurdo poner a una mujer y a una lesbiana a hacerlo, con tan pocas representaciones de mujeres y lesbianas artistas disponibles. Más allá del argumento, que ya tiene sus problemas —la idea de que “representar bien” es representar “buenas personas”; el supuesto de que nos hace algún favor a las mujeres que solo se nos muestre como carmelitas descalzas—, creo que es irrelevante si las mujeres efectivamente hacen eso, si una mujer heterosexual o lesbiana tiende estadísticamente a convertirse en un cerdo cuando tiene un poco de poder.
Se trata de una película; no quiero decir con esto que las películas no sean políticas, sino justamente lo contrario, que las películas tienen herramientas específicas para hacernos pensar políticamente y Todd Field hace un uso brillante de ellas en Tár. El protagonista de Tár podría perfectamente ser un hombre, pero si lo fuera, la película nos expulsaría en quince segundos: si la escena en que Lydia Tár se dedica a humillar a un centennial negro por sus opiniones woke fuera protagonizada por un varón humillando a una chica nos hubiera sido imposible, como espectadores, ponernos del lado de él por ese rato (en Venecia, cuenta Tavi Gevinson en su crítica, la audiencia aplaudió a Blanchett en esa escena: me parece genial que esa misma audiencia haya tenido que sentirse incómoda una hora después, al darse cuenta de que habían quedado del lado de la violencia).
Poner a una mujer en ese lugar nos permite quedarnos en el punto de vista del victimario sin algo que nos termine de convencer de huir. Nos permite, también, ponernos en la posición de la víctima potencial, en una posición mucho más incómoda que aquella en la que nos ubica una película con un Harvey Weinstein desagradable y repulsivo: nos ubica en la posición de fascinarnos con Lydia Tár como se fascinaron sus aprendices, sus asistentes, sus empleadas, como nos fascinamos alguna vez todas las chicas jóvenes que queríamos ser artistas con esos que parecían tener la llave del cofre del tesoro.
TT
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