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OPINION

Economía popular: no la ven

Producción de alimentos en La Plata.

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El mileista Ramiro Marra publicó un elocuente video donde casi la totalidad de los dirigentes políticos relevantes de argentina se pronuncian contra la “intermediación” de los “planes sociales”. Tiene un punto: la denostación de los movimientos sociales es un consenso mayoritario en la política. A veces reduciéndolos a instrumentos de contención. A veces atacandolos como causantes de los males sociales. Se trata de una derrota cultural de los que creemos en las organizaciones libres del pueblo, los conceptos de subsidiariedad y solidaridad, la potencia de la comunidad organizada como catalizador de la democracia real. 

Todo el trabajo de las organizaciones comunitarias está teñido de sospechas y hostigamiento. Se trataría, según esta visión, de una suerte de cárcel para los excluidos que les impide progresar. Es una barrera en su tránsito de la barbarie a la civilización. Nuestras construcciones sociales son estructuras tiránicas de poder lideradas por personas inescrupulosas, gerentes de la pobreza, que se enriquecen a costa del erario público y la extorsión a los beneficiarios. Muchas veces, se proyecta en las organizaciones y sus dirigentes el odio a los pobres, la tirria contra los negros, cabecitas, villeros. Otras veces, son producto de una sincera convicción de que la existencia de las organizaciones sociales distorsiona las políticas de estado. 

Nunca hemos logrado tener una discusión pública sincera al respecto. Los avances que se obtuvieron fueron a pesar de la percepción dominante y no producto de una síntesis en torno a qué hacer con el problema social más dramático de las últimas décadas: la exclusión, una forma multidimensional de pobreza estancada que afecta en forma permanente a al menos a un tercio de nuestro pueblo. 

Estos últimos días, por enésima vez, un gobierno decide cambiar el nombre a los llamados “planes sociales” y decretar la ruptura de la intermediación y el fin de los movimientos sociales. Como si la realidad se rigiera por decretos, el gobierno de Javier Milei, mediante la turbia ministra Sandra Pettovello, modifica las condiciones reglamentarias de las políticas sociolaborales, las transfiere de una dependencia a otra, recorta con dudoso criterio la cantidad de beneficiarios, elimina las partidas destinadas al mejoramiento productivo de las cooperativas y proclama que han encontrado la forma de pasar “de los planes al trabajo” con programas que se han de llamar alternativamente “empalme al trabajo”, “puente al trabajo” y ahora… “volver al trabajo”. Un ejemplo de creatividad.  

Desde luego, no pasó por su cabecita hueca de medio pelo porteño que la inmensa mayoría de los beneficiarios –lo pongo en itálica porque no se trata de beneficencia, sino de un derecho consagrado en la Constitución y en las leyes– tiene trabajo efectivo en alguna de las miles de cooperativas y grupos socio comunitarios. Estas unidades productivas que emplean a cientos de miles de personas se sostienen gracias a los planes sociales –lo pongo en itálica porque es la denominación peyorativa de políticas públicas de fomento al asociativismo, complementación de ingresos laborales y cobertura social–.

Todo esto que cualquiera puede ver en los barrios, para ellos directamente no existe. No existen comedores, merenderos, centros de cuidado infantil, casas para mujeres víctimas de violencia, casas comunitarias para la recuperación de adicciones, espacios para la reinserción laboral de personas que salieron de la cárcel, bachilleratos y profesorados comunitarios, cooperativas de limpieza, recolección diferenciada y reciclado, polos textiles, cuadrillas de construcción, mejoramiento de viviendas e integración urbana, herrerías y carpinterías, núcleos de agricultura familiar y  elaboración de alimentos, huertas comunitarias, grupos de comercialización colectiva, ferias y mercados populares, etc. Todo es un “curro” o una “caja política”. 

Supongamos que con “volver al trabajo” se refieren al empleo registrado en el sector privado. Lo que parecieran no considerar estos héroes del trabajo –que paradójicamente también quieren destruir los derechos laborales– es que la informalidad se ha convertido en la realidad de una creciente masa de los trabajadores al menos de 1976 a la fecha. Con altos y bajos, el núcleo duro de la informalidad no ha bajado del 30% desde ese 1992. El número aumenta si se toma como base la cantidad de adultos en condiciones de trabajar en vez de la más imprecisa Encuesta Permanente de Hogares (EPH) que deja afuera ciudades pequeñas y el sector rural. 

La dirigencia política pareciera no observar que el fenómeno de la informalidad laboral –compuesto por trabajadores asalariados no registrados y trabajadores por cuenta propia de subsistencia– es una constante del mercado que no cesa ni con políticas de flexibilización ni con políticas de protección laboral. No se trata de una cuestión de costo laboral ni de competitividad sino de las nuevas realidades derivadas de la globalización económica a las que no escapa ninguna región del planeta pero que se agravan por la dependencia y el subdesarrollo. 

Una situación similar se da en el mercado inmobiliario formal que no deja de retraerse frente a la creciente imposibilidad de acceder a la vivienda propia. Este fenómeno se expresa en una rampante inquilinización –con o sin contrato– y la expansión de la cantidad de habitantes de los barrios populares –villas y asentamientos–, sumado a la expulsión de la familia rural y el languidecimiento de los pequeños pueblos. Esta situación afecta, llamativamente, a un número similar de habitantes de nuestro país que no baja del 30%. Con argumentos similares, hace dos semanas destruyeron la única política pública de integración urbana y acceso al suelo que funcionaba en el país. 

Es en este contexto de informalidad estructural del mercado laboral e inmobiliario en el que se desarrolla la economía popular y las organizaciones territoriales. Se trata de un contexto que no elegimos, que ya estaba cuando comenzamos a militar, que es causa y no consecuencia de la existencia de los movimientos. Vimos que organizar la informalidad laboral en formas comunitarias mejora la vida de la gente, les da un espacio de pertenencia, les permite progresar económicamente poquito a poquito. 

Tal vez molesta que la organización comunitaria —social, barrial, sindical, política, cultural, estudiantil, ambiental—, además de cumplir una función social, construya conciencia cívica y poder popular. Tal vez les molesta que sea una forma alternativa de poder frente a la plutocracia y la partidocracia. Tal vez sea, simplemente, cuestión ideológica en el sentido de una falsa representación de la realidad o una nostalgia lacrimosa del pleno empleo de otros tiempos.  

En efecto, la hipótesis predominante en la política oficial afirma que el crecimiento económico –con o sin intervención pública–  y una reforma laboral –sea de corte progresista o neoliberal– resolverá el problema en un plazo indeterminado pero indefectible. Una hipótesis alternativa, bastante más idiota que la primera, sugiere que el problema es precisamente el “plan social” porque desincentiva el trabajo (“en el campo no se consigue gente para la cosecha porque todos tienen el plan”, se escucha cada tanto). 

Semejante desatino no tiene en cuenta que la cantidad de trabajadores en la informalidad cuadruplican la cantidad de beneficiarios de planes sociales y que el monto de los mismos no alcanza para que una familia tipo se alimente una semana. El plan es un complemento a los ingresos fruto del trabajo. 

Nuestra hipótesis es bien distinta. Consideramos que los mencionados cambios en la economía global –que incluyen la automatización, la robotización, la deslocalización, la inteligencia artificial, financiarización, monopolización, entre otros– combinados con la nueva cartografía que redefine la división internacional del trabajo, ha enterrado la sociedad laboral y el pleno empleo como modelo posible de nuestro país al menos hasta que las condiciones estructurales cambien a nivel planetario. 

Plantear esta hipótesis, que tiene un fuerte sustento empírico, no implica cristalizar la precariedad laboral sino reconocer la existencia –independiente de nuestra voluntad política– de una nueva formación social que requiere una intervención pública decidida y sostenida para evitar el fenómeno paradigmático de la injusticia social de hoy: la exclusión. La exclusión implica la generación de una dualidad al interior de la clase trabajadora entre integrados y excluidos que perturba la convivencia social, destruye la realización de la comunidad, provoca graves grietas culturales y facilita el desarrollo de la criminalidad organizada, especialmente el narcotráfico. 

Frente a esta realidad, nosotros proponemos una economía mixta que reconozca al sector privado, el público y el popular de la economía. Este último, la economía popular, consiste en las estrategias laborales actualmente precarias que con la creatividad inmensa de los pobres frente a la necesidad, explica la subsistencia de un tercio de los argentinos excluidos. Su valor no se puede medir en términos de productividad comercial sino con parámetros alternativos de naturaleza humana, social, cultural y ambiental, aunque su aporte al producto bruto interno no es nada despreciable. 

La economía popular no es autosuficiente en términos económicos, al menos en condiciones razonablemente dignas para sus trabajadores, por la sencilla razón de que no cuenta con uno de los factores de producción: el capital. El componente constante del capital –infraestructura, maquinarias, materias primas, etc– es siempre bajísimo en relación a la cantidad de trabajadores. 

Una empresa necesita, según varios estudios, alrededor de US$20.000 de inversión en capital para crear un puesto de trabajo asalariado registrado en el sector privado competitivo. La sostenibilidad en el tiempo de dicho empleo dependerá de nuevas inversiones y los vaivenes de la economía. La “inversión” en la economía popular es ciertamente mucho más baja, el factor principal de la actividad es el trabajo y no el capital, pero es absolutamente evidente que, librados a su suerte, estos puestos de trabajo permiten ingresos bajos y condiciones laborales sumamente precarias, con escasas excepciones.  

Los mecanismos asociativos en la economía popular pueden mejorar ingresos y condiciones de trabajo, pero sin apoyo estatal de ninguna manera lograrán la autosuficiencia económica e inserción en el mercado competitivo. De nuevo, no se trata de un problema de mérito, inteligencia, capacidad empresaria. La creciente cantidad de capital constante que se requiere para sostener una empresa competitiva es inaccesible para los sectores excluidos que no tienen siquiera un terreno propio donde construir su vivienda. 

Es por eso que la economía popular requiere políticas públicas que fomenten la asociación de sus trabajadores en el caso de los cuentapropistas informales junto la elevación de las condiciones laborales en el caso de los asalariados informales. Es que el mundo de la informalidad se divide en estos dos grandes subsectores: quienes trabajan como empleados de microempresas y quienes lo hacen por cuenta propia. Se requiere un abordaje sincronizado pero diferenciado. En un caso existe dependencia, en el otro autonomía. 

En Argentina existen leyes que protegen a los trabajadores de la economía popular que este gobierno ha decidido pisotear. La ley 27.345 se creó para “promover y defender los derechos de los trabajadores y trabajadoras que se desempeñan en la economía popular, en todo el territorio nacional, con miras a garantizarles alimentación adecuada, vivienda digna, educación, vestuario, cobertura médica, transporte y esparcimiento, vacaciones y protección previsional, con fundamento en las garantías otorgadas al ”trabajo en sus diversas formas“ por el artículo 14 bis” consagrando el derecho al salario social complementario como una forma de complementación de los ingresos obtenidos por los laburantes en sus actividades populares dispersas u organizadas. 

Asimismo, el registro nacional de trabajadores de la economía popular (RENATEP) y el monotributo social fueron avances en el registro de los trabajadores y el acceso a ciertos subsistemas de la seguridad social como la salud y el sistema previsional. También se logró una forma específica de seguro de riesgos de trabajo para el sector que duerme el sueño de los justos en el ex Ministerio de Trabajo. Asimismo, el derecho a sindicalización se obtuvo mediante la obtención de personería social para la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular que entre otras garantías estableció mecanismos de mediación y resolución alternativa de conflicto que nunca se aplicaron.  

En el mismo sentido, hasta hace unos días existieron políticas públicas –insuficientes– que proveían maquinaria, herramientas y materiales a las unidades productivas y sociocomunitarias. Con distintos nombres y escala –Argentina Trabaja, Proyectos Productivos Comunitarios, Potenciar Trabajo– el movimiento de economía popular logró estas políticas de dignificación de su labor. El mecanismo de funcionamiento era la creación de Unidades de Gestión para ejecutar un Plan de Trabajo que en general involucraba a miles de trabajadores y a varias Unidades Productivas o Grupos Sociocomunitarios. Los proyectos eran presentados por municipios y organizaciones sociales, evaluados, aprobados, financiados y auditados por el extinto Ministerio de Desarrollo Social, actual Ministerio de Capital Humano. El costo por trabajador era prácticamente insignificante para el presupuesto nacional. 

Más allá de los argumentos de corte macroeconómico antes descritos, la denostación contra estas políticas públicas se basó en un rechazo a la intermediación y la discrecionalidad en la asignación y administración de recursos. Ambas afirmaciones son parcialmente válidas, aunque su utilización como argumentos contra las políticas públicas de economía popular constituye una falacia lógica. 

La discrecionalidad es producto de la escasez. Al no existir para todas las personas que están en la misma situación, alguien o algo definen a quien le toca y a quien no. Este alguien puede ser una asistente social, una organización comunitaria, un intendente, una máquina que asigna al azar. Esto es lo que sucede con el Salario Social Complementario que, como dijimos, llega a un cuarto de los trabajadores  que están en condiciones reglamentarias de recibirlo. Vale reiterar que los trabajadores cobran este complemento de ingreso de manera directa a través de una cuenta sueldo individual. 

En cuanto a la mediación entre Estado y trabajador, Estado y usuario, lo mismo que se endilga a los movimientos sociales sucede con cualquier sector económico que el Estado considere estratégico apoyar, o cualquier organización con o sin fines de lucro que recibe fondos públicos para aplicarlas a una tarea productiva, asistenciales o de formación. Las empresas de Caputo en Tierra del Fuego, el transporte de pasajeros, los proveedores de energía eléctrica, los contratistas de obra pública, las organizaciones caritativas religiosas, los colegios privados subsidiados, los clubes subsidiados, las bibliotecas populares, etc.

El problema de la discrecionalidad se resuelve universalizando la política pública o no se resuelve. Si no hay para todos, siempre habrá un mecanismo arbitrario de asignación. 

La mediación no es un problema en sí mismo. Ninguna sociedad equitativa (que busque evitar del modelo excluyente mercadocéntrico o del modelo totalitario estadocéntrico) puede prescindir de organizaciones intermedias. Fueron éstas organizaciones las que, según Tocqueville, hicieron fuerte a la democracia norteamericana. 

La situación se convierte en problemática cuando las instituciones intermedias malversan los fondos públicos. Llamativamente, los casos de malversación o administración fraudulenta que tramitan en la justicia son una proporción ínfima tanto en relación a la demonización pública que se reitera diariamente en los grandes medios como del enorme despliegue de cooperativas de trabajo y grupos sociocomunitarios que existen en la Argentina.

No puede atribuirse a las organizaciones el problema de la asignación arbitraria de altas en el Salario Social Complementario porque la arbitrariedad, como dijimos, es el resultado lógico  de que existan menos cupos que personas elegibles. La existencia de instituciones organizadoras lejos de ser un problema debería verse como un aporte social creativo frente a un problema que nadie ha logrado resolver. 

Los abusos de poder dentro de las organizaciones sociales son innegables. Tantos como en las organizaciones empresariales, eclesiales, sindicales, educativas, sanitarias, etc. Tantos como en la administración pública, los partidos políticos, las fuerzas armadas o los organismos internacionales. Un contralor adecuado de las organizaciones intermedias –máxime si reciben fondos públicos– es un derecho y una obligación que el Estado debe ejercer con rigor, ecuanimidad y buena fe. La universalización de las políticas de complemento de ingresos es la única forma equitativa de terminar con todo tipo de discrecionalidad. 

Todo ello es posible, justo y necesario para mejorar las condiciones de trabajo y vida de los sectores excluidos. Sin duda no hay soluciones inmediatas y el desarrollo de una economía mixta será producto de aproximaciones sucesivas, errores y aciertos. Lo que sin lugar a dudas es el camino equivocado es negar la necesidad de abordar la exclusión a través de formas comunitarias de integración social apoyadas por el sector público. Mucho más destruir lo construido, induciendo mayores niveles de deshumanización en nuestra sociedad.  

Con todo, nuestro pueblo y sus organizaciones han dado muestra de resistencia y resiliencia frente al vaciamiento, el desprecio y la difamación. Tengo confianza en que con unidad, organización y lucha podremos revertir la conculcación de derechos. De esta ofensiva, los movimientos sociales saldrán templados y fortalecidos para desarrollar la agenda de Tierra, Techo y Trabajo que nos permita alcanzar una Argentina Humana.  La alternativa es la profundización de la dualidad social,  la consolidación de la macroestructura y la más abyecta deshumanización.

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