Y sin embargo y sin embargo
De los estribillos que se repiten en Chicas en tiempos suspendidos, el último libro de Tamara Kamenszain, fueron dos los que me quedaron rebotando en la cabeza. Uno es el que dice “y sin embargo y sin embargo”; otro, que aparece un poco menos, es el que canta que las mujeres no escribimos para convencer a nadie. Me quedan rebotando, y rebotando juntos, y quizás es la música lo que me hace creer que esos dos estribillos son la clave de este libro inclasificable de Tamara Kamenszain (otro libro inclasificable de Tamara Kamenszain) e incluso una clave para leer toda una obra y una posición sobre la vida.
Los nexos adversativos son las palabras de la argumentación: en mi mente, en mi memoria emotiva e intelectual, el pero y el sin embargo son los nombres de la discusión, el idioma de la conversación filosófica. En este ensayo en verso, en este manifiesto poético que nos dejó Tamara antes de morirse, todo es “y sin embargo y sin embargo”, y creo que lo pone siempre así, dos veces seguidas, justamente para recordarnos que el pensamiento es poesía, en el sentido de la belleza pero también (pero también) en el sentido del juego, de lo que no necesariamente tiene como fin el triunfo de una verdad sobre otra sino la exhibición de algo que todavía no se afirma como verdadero y quizás no lo haga nunca. El hijo de una amiga está entusiasmado con las paradojas: acaba de descubrirlas y está fascinado con la idea de que haya dos cosas que al mismo tiempo parezcan contradictorias entre sí pero verdaderas las dos. De eso habla Tamara, del conocimiento como algo que muchas veces se parece a avanzar en un bosque de cosas fascinantes que no nos pertenecen y con las que no necesariamente sabemos muy bien qué hacer. Y de ahí el otro estribillo: las mujeres no escribimos para convencer a nadie. Las verdades de las poetas no vienen a imponerse o a desbancar otras, no vienen a discutir ni a demostrar: sencillamente aparecen, como pedacitos de verde entre las baldosas.
Es significativo esto del rehusarse a convencer, viniendo de una persona con tanta fe en la teoría como Tamara Kamenszain; pero es que está hablando de una posición discursiva y generacional, de una postura que tuvo que tomar frente a la tentación de una posición declamatoria, una postura que tenemos que recordar, reivindicar e incluso imitar, porque en esta época la necesitamos más que nunca. El problema de estar siempre con un pie afuera del canon, de ser despreciadas como autoras de poesía menor, de libros chiquitos y obritas dulces, es que nos puede venir la tentación de escribir contra eso: escribir denunciando, demostrando, poniendo mucho cuidado en que no nos confundan con boludas, con minitas, con burras. Hasta que leí este libro, pensé que ese escribir con miedo era un efecto de las redes sociales, y eso que ya había leído a Tamara sobre esto en su ensayo Una intimidad inofensiva. Creo que en ese libro entendí el valor que tenía el hecho de que Fernanda Laguna se animara, en palabras de Alejandro Rubio, a escribir como una boluda, pero recién leyendo Chicas en tiempos suspendidos entendí que además se trataba de una valentía. Tamara habla de cómo ella y sus compañeras de generación rechazaban la palabra poetisa, “una palabra dulce / que dejamos de lado porque nos avergonzaba”, habla del deseo de ser llamadas por el apellido, como los varones, de ser Kamenszain y no Tamara (las argentinas: las uruguayas, Idea, Delmira, siempre tuvieron nombre). Habla con orgullo, también, de cómo resistieron ese arrastre en su poesía, de cómo se burlaron de él y de ellos; cita los “versos de comadrita” de Juana Bignozzi: “No hablo de la soledad del alma / esas son cosas de poeta / llamo soledad a cenar sola en mi ciudad”.
Pienso en dos aprendizajes, dos lecciones a tomar de este libro: por un lado, en las series, el género paradigmático de la ficción de esta época, que se derrama sobre nuestro teatro y nuestra literatura y nuestra música como la novela se derramó sobre el siglo XIX y el cine sobre el siglo XX (no está ni bien ni mal: es lo que es), Tamara menciona - y no porque le molesten las series, sino porque le molestan algunas- la tentación de la solemnidad y el manifiesto rimbombante: la tentación de afirmar algo, de quedar bien afirmando algo. Y en relación con este, un segundo aprendizaje: la necesidad, si una quiere escribir algo que tenga alguna chance de valer la pena, de afincarse en el malentendido. Las veces que pensé casi saco una palabra, que casi saco una frase o una imagen o un chiste porque mejor esta palabra no, que puede quedar boluda o banal o mala o burguesa o denuncialista o solemne y van a pensar que yo soy la boluda o la banal o la mala o la burguesa o la denuncialista o la solemne, aunque sea la narradora o el personaje, aunque no tenga mi nombre ni se parezca a mí, soy mujer entonces van a pensar que soy yo, no van a pensar que me estoy riendo de eso, o que estoy queriendo pensar sobre eso, que por eso lo pongo en la página, que es una pregunta, o más todavía, una naturaleza muerta que acomodo en una mesa a ver qué pasa, qué produce. Y es una trampa: querer que todo se entienda para preservarse a una misma es una trampa, porque la verdad solo aparece en esa posibilidad de lo que no se entiende, de lo que no se aclara, de lo que nos deja desnudas ante la posibilidad de ser juzgadas, incomprendidas, abandonadas.
TT
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