Cristina y Máximo encontraron una narrativa para explicar el fracaso del Frente de Todos: la traición de Guzmán
El cristinismo halló un cauce narrativo. El motivo del fracaso del Frente de Todos no es el halo de impericia y convicciones líquidas que recorre buena parte de los despachos oficiales, tanto de camporistas como de pejotistas y albertistas. Tampoco el liderazgo vacante de Alberto Fernández, ni su desconcertante mecanismo para no tomar decisiones, ni mucho menos el dogma de los subsidios energéticos, ese agujero negro que lastra la economía argentina y es arbitrado, casualmente, por La Cámpora. El escándalo de la deuda tomada por el macrismo, la pandemia y la guerra de Ucrania son condicionantes atendibles, pero no tanto como las acechanzas que afrontó, con épica del gladiador de Ridley Scott, Néstor Kirchner. La vicepresidenta y el diputado, consagrados por los suyos como los dueños de los votos, salieron por arriba de la encerrona en que se habían metido —su opoficialismo— y se reencontraron con las palabras al identificar a un traidor que entregó al país a los brazos del FMI: Martín Guzmán.
No es cuestión de modos ni de personas, alertó Cristina. Se trata de un debate franco de ideas, pero el viernes, la vicepresidenta apuntó que el exministro no se contentó con ser un discípulo del FMI, sino que buscó hacer daño mediante la renuncia emitida por tuit. Guzmán es, además de desagradecido con el Presidente que dignamente lo defendió, un desestabilizador, disparó la vice desde El Calafate. Hubo otro pecado que la líder no mencionó como sí lo hicieron sus admiradores: el exministro se atrevió a desplazar la atención del acto en Ensenada el sábado, en el que Cristina aleccionaba sobre el valor de la lapicera y el ministro que piensa igual que el liberal Carlos Melconián. Julián Domínguez, Mario Secco y el Cuervo Larroque se reían con ganas, pero la jarana caducó a las 17:47. Eso no se le hace a la jefa.
El ejemplo Máximo
Toda narrativa política se apoya en sus fortalezas y disimula sus debilidades, pero no es habitual un falseamiento tan flagrante de la historia reciente como el sostenido por Cristina y Máximo Kirchner en estos días.
El diputado se puso como ejemplo como contraste de la renuncia de Guzmán. Dijo en un acto en Escobar que, cuando dejó la jefatura del bloque oficialista, en enero pasado, le avisó con tiempo a Fernández, lo volvió a meditar y recién después lo hizo público.
Supimos entonces que el jefe de la bancada oficialista de Diputados consideraba que el acuerdo con el FMI negociado durante dos años era un clásico programa de ajuste neoliberal, mera continuidad del de Macri.
Más allá del minutero que marca la anticipación que le dio Máximo al Presidente, su renuncia no dejó de ser sorprendente. Es cierto que el día anterior alguien había filtrado a El Cohete a la Luna un diálogo en el que el diputado endilgaba a Alberto Fernández ser un desagradecido con su madre, y le confesaba que nunca lo habría considerado para ser candidato a presidente. También es un dato que Máximo Kirchner se había levantado durante todo enero contra el acuerdo entre Guzmán y el FMI, más mediante ausencias y filtraciones que con posturas explícitas, pero el peso simbólico de su dimisión a la jefatura del bloque oficialista fue inequívoco.
De buenas a primeras, nos enteramos que Máximo Kirchner no era ese joven más pragmático que su madre —así narrado por propios y extraños durante un lustro—, hábil y gentil para dialogar con Bulgheroni, Mindlin o Eurnekián
Quedó claro que los puentes entre albertistas y cristinistas estaban rotos, con dos años de mandato por delante y tras una derrota electoral de magnitudes históricas para el peronismo. Como entonces escribió Juan di Loreto en “Una política del yo”, en Panamá Revista, la carta mostró “cómo el ser particular rompe el juramento que lo une al grupo. Para la conformación del grupo se pide que lo uno se disuelva en lo múltiple… En el individuo puede haber moral, aventura, arrojo, pero no política. La política exige que seamos tan libres que nos dejemos de lado a nosotros mismos”.
De buenas a primeras, nos enteramos que Máximo Kirchner no era ese joven más pragmático que su madre —así narrado por propios y extraños durante un lustro—, hábil y gentil para dialogar con los Bulgheroni, Mindlin o Eurnekián. Capaz de superar los agravios de adversarios que lo menospreciaban como el zonzo de la playstation y de whatsappear con María Eugenia Vidal. Hasta fines del año pasado, el hijo de Néstor y Cristina no sólo era un estratega que tejía redes inesperadas. También era un líder oficialista dispuesto a aprobar la reestructuración con acreedores privados por US$ 66.100 millones, apoyar el canje de deudas provinciales que Guzmán resistía por generosos y levantar la mano para modificar la fórmula jubilatoria con la que, a la contundente pérdida de poder adquisitivo orquestada por Macri, se le agregarían unos puntos más. En su carta de despedida, el diputado pareció indultarse esos deslices. “Comprendí el contexto y arreciaba la pandemia”. En enero pasado, como todo el mundo sabe, de la pandemia ya no quedaba ningún rastro, salvo un par de decenas de miles de contagiados por día.
En su carta de despedida, el diputado pareció indultarse esos deslices. 'Comprendí el contexto y arreciaba la pandemia'
Pasemos por alto el giro de Máximo hacia su versión antiimperialista y volvamos a los modos y el minutero. Si el tuit de Guzmán fue desestabilizador, ¿cabría decir lo mismo para la veintena de renuncias de ministros, secretarios y directores disparada por Whatsapp y Twitter el 15 de septiembre pasado, a tres días de la derrota del peronismo en las elecciones legislativas?
Esa movida, encabezada por el representante de La Cámpora en el gabinete, Wado de Pedro, sucedió a minutos de finalizado un acto para presentar una ley de promoción de hidrocarburos, texto trabajado durante meses por funcionarios de diferentes procedencias. El proyecto naufragó en el Senado.
Factor común
Los dos episodios de renuncias por redes sociales, el de Guzmán y el de De Pedro, encontraron un punto en común: el ensimismamiento y la dilación de Alberto Fernández para tan sólo concretar reuniones, ni hablar de decidir. Cristina explicó en una carta posterior que ordenó a De Pedro y a sus seguidores abandonar el gabinete (terminó siendo un amague) porque el Presidente no parecía reaccionar ante la derrota electoral ni ante ninguna señal de alerta sobre la desconexión con el electorado del Frente de Todos. Parecido a lo de Guzmán. Una versión creíble indica que el economista de La Plata-Columbia decidió dejar el cargo tras el enésimo pedido de que fueran removidos los obstáculos que bloquean la segmentación de tarifas y la reducción de subsidios. Dotar a ese bloqueo, que ya lleva año y medio, de la épica narrativa de Scott sería un abuso del guionista, vale decir.
A Guzmán le faltó volumen político para poner en caja subsidios que todo el mundo admite que son prorricos y le sobraron elogios en su carta final hacia quien está dejando pasar teorías sobre el intento desestabilizador
Entre los ataques de Cristina y la desidia de Alberto, el margen de Guzmán era mínimo, aunque pudo —debió— ser más claro en la descripción de tiempos y razones. Le faltó volumen político para poner en caja subsidios que todo el mundo admite cómo prorricos y le sobraron elogios en su carta final hacia quien está dejando pasar teorías sobre el intento desestabilizador. En el juego de que el debate fuera a la vista de todos, Cristina le sacó varios cuerpos de ventaja, y con la forma elegida para su despedida, los logros que inscribe en el haber de su gestión quedaron superados por la narrativa de sus críticos de La Cámpora y de la derecha. La historia, no obstante, no terminó.
Durmiendo con el enemigo
Hace meses, acaso dos años, que unos cuantos funcionarios de primera a tercera línea están convencidos de que la convivencia entre cristinistas y el resto de los peronistas es imposible. Desde ambos bandos, lo dejaron saber a semanas de comenzado el mandato. El desprecio mutuo se mantuvo sotto voce un tiempo, saltó al Whatsapp de Fernanda Vallejos, escaló a entrevistas del Cuervo y se coronó en shows de Cristina.
Queda un campo por recorrer. Uno de los problemas es cómo sigue adelante un Gobierno en el que los diálogos en la intimidad de Olivos salen a la luz en la versión de una de las partes. Cabe preguntarse quién asume el costo de sostener una medida o un proyecto legislativo codo a codo con quien guarda en el maletín una metralla por traición, y quién da la cara por Fernández, si su versión final siempre es que él también está ofendido con el que se fue, y que está conforme porque Cristina bajó los decibeles. Quién se anima a mandar un whatsapp.
Hasta ahora, los lineamientos de Silvina Batakis difieren poco y nada de los de Guzmán. El déficit fiscal cubierto con emisión genera inflación; al FMI lo trajo Macri, pero el plan hay que cumplirlo; algunas metas deben ser revisadas; proyectos como el de la renta universal tienen que llegar con fuente de financiamiento; hay que cortar los subsidios, hacer el gasoducto y apuntalar a los pobres hasta que el crecimiento —subestimado, una vez más, por los expertos— les mejore los ingresos; ya está ocurriendo; la deuda en pesos no se defaultea.
Hay respaldo para Batakis, hasta que una mañana, una radio llame al Cuervo y le pregunte cómo la ve.
SL
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